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Santos Jacobo Do Mai Nam, Antonio Nguyen Dích y Miguel Nguyen Huy My, mártires

Al comienzo del verano del año 1838 se presentó en el pueblo de Ké-Vinh, en el Tonkín occidental, acompañado de una fuerte escolta militar, el mandarín Trinh-Quang-Khanh, conocido como «el carnicero de los cristianos» por su odio al cristianismo y su refinada crueldad con los cristianos. Sabía que en el pueblo había una floreciente comunidad cristiana y venía a buscar los misioneros europeos y los principales cristianos que pudiera haber en ella. Se fue primero a casa de Miguel Nguyen Huy My, prestigioso médico, al que enseguida mandó arrestar. Miguel aseguró al mandarín que no había misioneros europeos en el pueblo, pero el mandarín insistió en registrar también la casa de su suegro, Antonio Pedro Nguyen Dich, un labrador rico, igualmente cristiano, ya anciano, y resultó que en su casa se encontró al sacerdote nativo Santiago Do Mai Nam, albergado por Antonio Pedro, tal como era su costumbre alojar a los sacerdotes que visitaban el pueblo.

El mandarín condujo a los tres a Nam-Dinh y los encarceló. Luego hubieron de comparecer ante el tribunal de los mandarines, los cuales les mandaron apostatar del cristianismo, según preceptuaba la ley vigente, y en señal de ello pisotear la cruz. Los tres de forma firme y unánime se negaron. Al anciano intentaron repetidamente que al menos de forma material, es decir llevándolo por la fuerza, pisara la cruz, pero el anciano encogía las piernas para hacer ver que no quería y protestaba que el acto sacrilego no le sería imputable si se lo hacían cometer por la fuerza. Los jueces entonces ordenaron que el anciano fuera flagelado, y Miguel pidió que el castigo no se le diera a su suegro sino a él. No sirvieron las amenazas ni los tormentos. Los tres perseveraron firmes y fueron devueltos a la cárcel. Tuvieron el consuelo de que un sacerdote pudo llevarles la eucaristía. Insistieron los jueces en que apostataran, avisando que si no lo hacían se verían obligados a condenarlos a muerte, pero los tres mantuvieron su noble confesión. Entonces se dictó contra ellos la pena de muerte, y una vez confirmada, el 12 de agosto de 1838, fueron llevados al campo llamado de las Siete Yugadas y allí, mientras oraban, fueron decapitados. Fueron canonizados por el papa Juan Pablo II el 19 de junio de 1988.