SJDL,VYF

Santa Juana de Lestonnac, viuda y fundadora

El padre de Juana de Lestonnac pertenecía a una distinguida familia bordelesa y, aun cuando florecía el calvinismo en Burdeos, se conservó como un buen católico. En cambio su madre, Juana Eyquem de Montaigne, hermana del famoso Miguel de Montaigne, no sólo renegó de su religión, sino que trató de cambiar la fe de su hija, y cuando sus intentos fracasaron, maltrató cruelmente a Juana. Estas penalidades impulsaron el corazón de la joven hacia Dios y, desde entonces anheló una vida de oración y mortificación. No obstante su deseo, cuando tenía diecisiete años se casó con Gastón de Montferrant, quien estaba emparentado con las casas reales de Francia, Aragón y Navarra. El matrimonio fue muy feliz, pero el marido murió en 1597, dejando a su mujer con cuatro hijos, al cuidado de los cuales se dedicó enteramente hasta que pudieron bastarse por sí solos (el matrimonio tuvo siete hijos, pero tres de ellos murieron de pequeños). Con el tiempo, dos de sus hijas entraron en religión.

A la edad de cuarenta y siete años, Juana de Lestonnac ingresó al monasterio cisterciense de «Les Feuillantes», en Toulouse. Su hijo se opuso enérgicamente a su decisión, pero ella se mantuvo firme y, transida de dolor al contrariar a su hijo y apartarse de su hija menor, abandonó su hogar. Madame de Lestonnac, convertida en hermana Juana, pasó seis meses en el noviciado cisterciense observando una conducta edificante. Pero aquella existencia tan dura acabó por quebrantar su salud y, a pesar de que suplicaba que le permitieran quedarse en el convento hasta su muerte, los superiores le mandaron abandonarlo, advirtiéndole que tenía obligación de cuidar su vida para servir a Dios. Antes de partir, se le permitió pasar la noche orando en la capilla y se afirma que, mientras repetía las palabras de Cristo en el Huerto de los Olivos: «Señor si es posible, haz que pase de mí este cáliz», sintió en su fuero interno la absoluta certeza de que ella sería la fundadora de una nueva orden para la salvación de las almas, y le vino a la mente el lineamiento de la futura Congregación de Nuestra Señora.

No bien abandonó «Les Feuillantes» recobró la salud, casi milagrosamente. Volvió a Burdeos y se trasladó a Périgord, donde reunió en torno suyo a varias jóvenes que, con el tiempo, serían sus primeras novicias. Pasó después dos años de tranquilidad en su casa de campo, «La Mothe», preparándose para la realización de su gran obra. Al regresar a Burdeos, sus directores espirituales le aconsejaron que se contentara con una vida ordinaria dedicada a obras de caridad, sin emprender grandes proyectos.

Cuando la peste hacía estragos en Burdeos, Madame de Lestonnac y un grupo de valientes mujeres, se dedicaron a cuidar a las víctimas. En aquellos trabajos, Juana conoció a dos sacerdotes jesuitas, el P. De Bordes y el P. Raymond, los cuales ejercieron gran influencia sobre ella, inculcándole la idea de la enorme devastación que el calvinismo causaba entre los jóvenes de todas las clases sociales privadas de una firme educación católica. Al parecer, ambos sacerdotes, mientras celebraban simultáneamente la misa, tuvieron el presentimiento de que era la voluntad de Dios que prestaran ayuda a Juana de Lestonnac en la fundación de una orden que contrarrestara los daños de la herejía. Así comenzó la obra, y prosperó rápidamente. La señora de Lestonnac fue la primera superiora de la congregación naciente, afiliada a la Orden de San Benito, aunque sus reglas y constituciones se fundaron en las de San Ignacio. La primera casa se abrió en el antiguo priorato del Espíritu Santo, en Burdeos.

Madame de Lestonnac y sus compañeras recibieron el hábito de manos del cardenal Sourdis, arzobispo de Burdeos, en 1608. Dos años más tarde, bajo el prudente gobierno de la madre Lestonnac, la orden funcionaba maravillosamente, y comenzaron a acudir las candidatas al noviciado. A éstas se les instruía sobre la vida religiosa con el único fin y propósito de formar y enseñar a las jóvenes de todas las clases sociales. Las escuelas prosperaron más allá de toda expectación. Se hicieron fundaciones en muchas poblaciones, siendo la de Périgord una de las primeras. Las monjas llevaban una vida de gran pobreza y mortificación, todas estaban contentas; las cosas marchaban bien y en el convento reinaba la paz. Pero entonces comenzaron a llover las pruebas más duras sobre la fundadora. Una de sus monjas, Blanche Hervé, y el director de una de las escuelas, conspiraron contra ella, y por algún tiempo triunfaron en sus tortuosos designios. Urdieron calumnias, inventaron ignominiosas historias acerca de ella y, lo más sorprendente fue que el cardenal de Sourdis las creyó. La madre Lestonnac fue destituida y su lugar lo ocupó Blanche Hervé quien, desde su puesto de superiora, comenzó a tratar a la destituida Juana con un despotismo cruel, sin perder ocasión de insultarla en todas las formas posibles, llegando a maltratarla con violencias físicas. Semejante estado de cosas se mantuvo por algún tiempo; pero finalmente, la inalterable paciencia de santa Juana conmovió el corazón de Blanche, que sinceramente arrepentida, trató de reparar los daños; sin embargo, la madre de Lestonnac, sintiéndose ya vieja y cansada, no quiso aceptar el cargo de superiora, y designó a la madre Badiffe.

La fundadora pasó sus últimos años en el recogimiento, preparándose para la muerte. Falleció cuando todas sus religiosas habían renovado sus votos, en la fiesta de la Purificación, el año de 1640. Se dice que su cuerpo permaneció fresco y flexible, exhalando una dulce fragancia aun dos días después de su muerte, y que la multitud que acudió a rezar junto a él dio testimonio de la belleza de su rostro y de una brillante luz que rodeaba el catafalco. En los años siguientes se obraron diversos milagros en su tumba. Varias causas demoraron el proceso de beatificación, que al fin quedó interrumpido por el estallido de la Revolución. Las religiosas se dispersaron y el cuerpo de su fundadora quedó perdido hasta principios del siglo diecinueve. AI cuerpo recuperado se le dio sepultura, con gran solemnidad, en Burdeos, y por fin gracias a los esfuerzos de la madre Duterrail, se introdujo la causa en Roma, y Juana de Lestonnac fue canonizada en 1949.

Véase Duprat, La digne Filie de Marie: Jeanne de Lestonnac (1906); P. Mércier, La vén. Jeanne de Lestonnac (1891); y Paula Hoesl, Ste. Jeanne de Lestonnac (1949).