SE,E

Santa Eufrasia, eremita

Antigonus, pariente del emperador Teodosio I, había muerto, dejando a una hija de un año de edad, llamada Eufrasia. El emperador había tomado a la viuda y a la niña bajo su protección. Cuando la pequeña cumplió cinco años, la comprometió en matrimonio con el hijo de un rico senador -según era costumbre en aquel tiempo-, y aplazó la boda hasta que la doncella llegara a la edad apropiada. La viuda de Antigonus comenzó a ser solicitada en matrimonio con tanta asiduidad, que decidió alejarse de la corte y, con su hija Eufrasia, partió a Egipto, donde se refugió en un convento. Eufrasia, que entonces tenía siete años, se sintió atraída fuertemente hacia la vida religiosa y rogó a las monjas que le permitieran permanecer con ellas. Su madre, por complacerla y pensando que sólo se trataba de un capricho pasajero le permitió quedarse, esperando que pronto se cansaría de aquella vida y advirtiéndole que debería ayunar, acostarse en el suelo y aprenderse de memoria la salmodia completa. Pero la niña era perseverante y, pasado un tiempo de prueba, quiso seguir en el convento. Entonces la abadesa dijo a la madre: «Deja a la niña con nosotras, pues la gracia de Dios está preparando su corazón».
-La piedad que vosotras le habéis inculcado y la que heredó de su padre Antigonus -repuso la madre con voz emocionada-, han abierto para mi hija el camino de la mayor perfección.
La buena mujer levantó en vilo a la niña y, llorando de alegría, la llevó ante una imagen del Salvador:
-¡Señor mío, Jesucristo! -clamó- ¡Recibe a mi hija y haz que sólo a Ti te busque, a Ti te ame; tómala para que solamente a Ti te sirva y a Ti sólo se encomiende!
Luego abrazó estrechamente a Eufrasia, murmurando:
-¡Quiera Dios, el que ha dado firmeza inquebrantable a las montañas, conservarte en Su santo temor!
Pocos días más tarde, la niña de ocho años vistió el hábito y su madre le preguntó si estaba satisfecha.
-¡Oh madre! -exclamó la pequeña novicia-, éste es el ropaje de novia que me han dado para hacer honor a mi amado Jesús.

No pasó mucho tiempo sin que la bienaventurada mujer fuera a hacer compañía a su esposo en la otra vida. Entre tanto, en la soledad del convento, Eufrasia crecía en gracia y hermosura. Cuando la muchacha cumplió doce años, el emperador, posiblemente Arcadio, recordó la promesa que había hecho su antecesor Teodosio I y envió un mensaje al convento de Egipto, rogando a Eufrasia que regresara a Constantinopla para cumplir el compromiso y casarse con el senador a quien la habían prometido. Por supuesto, la jovencilit se negó a abandonar el convento y escribió una larga misiva al emperador, suplicándole que la dejara en libertad para seguir su vocación y pidiéndole la gracia de vender las propiedades heredadas de sus padres para distribuir el dinero entre los pobres, así como dejar libres a todos los esclavos de su casa. El emperador accedió a los deseos de Eufrasia, quien prosiguió su vida habitual en el convento. Pero entonces comenzó a sufrir tentaciones: sin cesar la atormentaban vanos pensamientos y malos deseos por conocer el mundo que había abandonado. La abadesa, a quien había abierto su corazón, le asignó algunas tareas duras y humillantes para distraer su atención y alejar a los demonios que atormentaban tanto su cuerpo, como su alma. En una ocasión, se le mandó cambiar de sitio un montón de piedras y, cuando la faena estuvo concluida, le ordenaron repetir la operación y así sucesivamente hasta treinta veces. En esto y en todo lo que se le ordenaba hacer, Eufrasia cumplía con prontitud y cuidado: limpiaba las celdas de las otras monjas, acarreaba agua para la cocina, cortaba la leña, horneaba el pan y cocinaba los alimentos. A la monja que llevaba al cabo estas ocupaciones, generalmente se le dispensaba de los oficios nocturnos, pero Eufrasia jamás dejó de ocupar su lugar en el coro. A pesar de la rudeza de las faenas que realizaba, a la edad de veinte años, su belleza estaba en todo su esplendor: era alta, esbelta y de hermoso rostro lleno de expresión. No obstante, su mansedumbre y humildad eran extraordinarias.

Una doncella de la cocina le preguntó cierta vez por qué en algunas ocasiones se quedaba sin comer toda la semana, algo que nadie se atrevía a hacer sino la abadesa. La santa le dijo que lo hacía por su voluntad y sin consentimiento de nadie; entonces la doncella la llamó hipócrita, puesto que sólo trataba de llamar la atención con la esperanza de que la nombraran superiora. Lejos de sentirse ofendida por tan injusta acusación, Eufrasia se echó a los pies de aquella mujer, pidiéndole perdón y le suplicó que orara por ella. Cuando la santa yacía en su lecho de muerte, Julia, su hermana muy querida con quien compartía la celda, imploró a Eufrasia que le obtuviera la gracia de estar con ella en el cielo, ya que habían sido compañeras en la tierra. Tres días después de la muerte de Eufrasia, Julia también falleció. La anciana abadesa que había recibido a Eufrasia en su convento, no podía consolarse por la pérdida de aquellas dos hijas tan queridas y no cesaba de rogar encarecidamente al cielo para que no tardase en ir a reunirse con ellas. Un día, poco tiempo después, cuando las monjas entraron a la celda de la abadesa la hallaron muerta; su alma había volado durante la noche para reunirse con las otras dos. Según la costumbre rusa, se nombra a santa Eufrasia en la preparación de la misa bizantina.

La notable biografía en griego, que es la fuente por la que se conoce todo lo relativo a santa Eufrasia, ha sido impresa en Acta Sanctorum, marzo, vol. u. Parece haber buenas razones para considerar a] autor como más o menos contemporáneo y, en los rasgos principales, la obra es un relato fidedigno. Ciertamente el ascetismo que refleja es el de aquella época. Pocos años después de la fecha en que murió Eufrasia, san Simeón el Estilita fundó el primer pilar. De Eufrasia, lo mismo que de su abadesa, se asegura que tenían frecuentes éxtasis en los que permanecían erguidas en un sitio, hasta que perdían el conocimiento y caían desmayadas. Etheria, al relatar su peregrinación (e. 390) nos dice mucho de los ayunos que los ascetas consideraban como cuestión de honor y resistencia y pasaban una semana sin comer, de domingo a domingo. Es más, el texto íntegro del documento nos hace recordar los ideales ascéticos expuestos en la vida de santa Melania la Menor, que era una contemporánea. Véase también Dictionary of Saintly Women, de A.B.C. Dunbar, vol. i. pp. 292-293.