SEDV,VYF

Santa Emilia de Vialar, virgen y fundadora

Ana Margarita Adelaida Emilia de Vialar fue la mayor y la única mujer entre los hijos del barón Jacques Augustíne de Vialar y su esposa Antoinette, hija de aquel barón de Portal que fue médico oficial de Luis XVIII y Carlos X de Francia. Nació en la ciudad de Gaillac, en el Languedoc, en 1797. A la edad de quince años fue retirada del colegio en París, a fin de que hiciera compañía a su padre, que había quedado viudo. Vivió algún tiempo en la casa de Gaillac, pero bien pronto surgieron profundas diferencias entre padre e hija, porque Emilia se negaba a considerar un conveniente matrimonio. En cierta ocasión, el señor de Vialar, en el colmo de la indignación, lanzó una jarra a la cabeza de su hija y ordenó que, a partir de aquel momento, quedase la joven relegada a un puesto secundario en el hogar. Las dificultades aumentaron para Emilia, en vista de que en varias leguas a la redonda, no había un sacerdote ni persona alguna capaz de aconsejarla y guiarla en aquellos penosos momentos. «Pero Dios acudió en mi ayuda y fue mi director», declaró la santa posteriormente; pero aun así, no siempre era fácil distinguir la voz de Dios de la propia voz. Sobre las experiencias religiosas de Emilia de Vialar en aquella época, la más importante fue una visión de Nuestro Señor que mostraba las heridas de Su Pasión y que impresionó a la santa de tal manera que, hasta hoy, se conmemora a diario el acontecimiento en la congregación que fundó. En 1818, cuando tenía veintiún años, visitó la casa de Gaillac un joven sacerdote (posteriormente rector), el padre Mercier, en quien Emilia encontró a un amigo que la comprendió y trató de ayudarla. El sacerdote comenzó por poner a prueba su vocación religiosa y, por su consejo, Emilia se dedicó a atender a los niños abandonados o descuidados por sus padres y a socorrer a los pobres en general. Eso le provocó nuevas dificultades con su padre, que protestaba de que se utilizara la terraza de su residencia como una especie de refugio para los enfermos, los desheredados y los abandonados. Pero Emilia soportó con paciencia todos los reproches y, durante quince años, fue el ángel bueno de Gaillac. Entonces (en 1832), ocurrió el acontecimiento que indicó, tanto a ella como al padre Mercier, que había llegado el momento de actuar: murió el barón de Portal, abuelo materno de Emilia; la parte de la herencia que a ésta le correspondió, sumaba una fortuna considerable.

Al momento, adquirió Emilia una gran mansión en Gaillac y, en la Navidad de 1832, tomó posesión de la casa junto con tres compañeras: Victoria Teyssonniére, Rose Mongis y Pauline Gineste. Pronto se les unieron nuevas aspirantes y, tres meses después, el arzobispo de Albi autorizó al padre Mercier para que impusiera el hábito religioso a doce postulantes. La comunidad adoptó el nombre de Congregación de las Hermanas de San José de la Aparición, con referencia a la aparición del ángel a San José para revelarle el misterio de la encarnación divina (Mateo 1,18-22); su trabajo consistía en cuidar a los necesitados, especialmente a los enfermos y ocuparse de la educación de los niños desamparados. No sólo actuaban en Francia, sino también en el extranjero y participaban en las misiones; en realidad, la congregación fue primeramente misionera. Las Hermanas de San José se enfrentaron con las críticas y oposiciones habituales (aunque hubo una oposición desacostumbrada por parte de una banda de malhechores que, al decir de las gentes, habían jurado estrangular a todas y cada una de las hermanas), cuyos detalles han llegado hasta nosotros en las amenas crónicas de Eugénie de Guérin: las postulantes son demasiado jóvenes y bonitas para exponerlas al cuidado de los enfermos pobres; el hábito es muy favorecedor, por eso lo toman; ¿una nueva Orden? ¡Bah! ¡Es un desorden! Esa muchacha Vialar ... y cosas por el estilo. Pero la cronista de Guérin opinaba que la hermana Emilia habría de hacer muchas cosas buenas y el arzobispo de Albi, Mons. de Gualy, estaba de acuerdo con ella; el propio arzobispo recibió la profesión de Emilia y de otras diecisiete hermanas y aprobó formalmente la Regla de la Congregación, en 1835.

En los años anteriores se había hecho una segunda fundación en Argelia, a donde las religiosas fueron insistentemente invitadas a trasladarse, por Augustín de Vialar, hermano de Emilia, que era uno de los consejeros municipales en Argel y deseaba que las Hermanas de San José se hiciesen cargo de un hospital. Eugenia de Guérin cita las palabras de una hermana que, en una de sus cartas a la cronista, habla de «la conquista de Argelia por Emilia de Vialar»; sin embargo, aquella empresa sólo fue temporal. Después del gran establecimiento de Argelia, se hizo una tercera fundación en Bóne que, a su vez, dio origen a los conventos en Constantina y en Túnez; el convento de Túnez tuvo un afiliado en Malta y de ahí nacieron las nuevas casas en los Balcanes y el Cercano Oriente. Las Hermanas de San José fueron las primeras monjas católicas que se establecieron en Jerusalén en los tiempos modernos, invitadas por el padre guardián de los franciscanos en Tierra Santa. Cuando Mons. Dupuch, el primer obispo de Argelia, celebró la misa en la colina de Hipona de San Agustín, la madre Emilia y algunas de las hermanas estaban presentes. Desgraciadamente, sus relaciones con el prelado quedaron dañadas por un profundo desacuerdo sobre las jurisdicciones: Roma se puso de parte de las hermanas, pero Mons. Dupuch contaba con el apoyo de los poderes civiles, y las monjas tuvieron que ceder. A pesar de la gran pérdida que significaba para ellas, abandonaron el establecimiento de Argelia. Fue entonces cuando la madre Emilia dedicó su atención a Túnez primero y después a Malta. La fundadora llegó a las costas de esta isla a nado, lo mismo que san Pablo, porque el barco en que viajaba naufragó.

Su amigo y auxiliar, el padre Mercier, había muerto en 1845 y, cuando Emilia regresó a Gaillac, a mediados del año siguiente, encontró su centro de operaciones en gran confusión y desorden por falta de un director, y con sus finanzas desquiciadas a causa de la negligencia de un administrador poco escrupuloso. Las reclamaciones legales que llovieron sobre el convento de Gaillac, empeoraron la situación y, a fin de cuentas, la casa matriz tuvo que ser trasladada a Toulouse, luego de que varias de las monjas más antiguas se separaron de la congregación y se vio seriamente amenazada su propia existencia. «Ya he recibido mi lección -escribía la madre Emilia-, ahora sé que la firme y tranquila confianza en Dios vale más que cualquier esfuerzo por salvaguardar las ventajas materiales». Después de dejar establecidas en Toulouse a sus monjas, partió a Grecia y fundó otro convento en la isla de Syra.

La visita a Grecia fue el último de los largos viajes de la madre Emilia (agotadoras empresas que provocaron comentarios desfavorables entre algunos eclesiásticos de alto rango); pero no dejaron de hacerse nuevas fundaciones mientras vivió. En 1847, se recibió un llamado desde Birmania y hacia allá partieron seis hermanas; en 1854, el obispo de Perth, en Australia, visitó especialmente a la madre Emilia para solicitarle ayuda y, en consecuencia, un grupo de monjas partió para Freemantle. De esta manera, en el transcurso de veintidós años, la fundadora vio crecer su congregación hasta contar con unas cuarenta casas, la mayoría de las cuales habían sido fundadas por ella misma. Dos años antes, la casa matriz fue trasladada por segunda vez, en aquella ocasión a Marsella. Ahí, el famoso obispo san Carlos de Mazenod, fundador él mismo de una congregación de misioneros llamada de los Oblatos de María Inmaculada, dispensó una calurosa acogida a la madre Emilia.

Santa Emilia de Vialar era de una naturaleza apasionada, pronta a la exaltación, pero perfectamente equilibrada; estas cualidades se mostraban lo mismo en su rostro que en los actos de su vida; su intelecto estaba gobernado y dirigido por una fuerza de voluntad excepcional. Gracias a ello, fue capaz de realizar la obra monumental que levantó durante su vida, que inició cuando ya tenía cerca de treinta y cinco años y a la que se opusieron incontables dificultades durante sus etapas iniciales y su desarrollo. La santa se mostró particularmente firme cuando la integridad constitucional o canónica de su congregación se vio amenazada; esa fue la causa del rompimiento con Mons. Dupuch y del abandono de Toulouse como sede de la casa matriz, cinco años después de haberla establecido. Aquellas dificultades, sumadas a las que se produjeron en Gaillac en 1846, no la desalentaron, pero en sus cartas se reflejan sus luchas interiores y las dudas que la asaltaban. La correspondencia de Santa Emilia es muy voluminosa y en toda ella se advierte su estilo peculiar, vigoroso y conmovedor, sobre todo cuando alguna emoción profunda ponía un toque de elocuencia a sus escritos; hay un claro ejemplo de este caso en el memorial que la madre Emilia escribió al mariscal de campo Soult, después del desastre de Argelia.

Santa Emilia escogió deliberadamente la actividad de Marta, pero no por eso dejó de participar en la contemplación de María. En el relato que escribió por instrucciones de su confesor, podemos ver la estrecha, la íntima relación en que vivía con Dios; también contamos con los testimonios de sus hijas en religión, sobre los progresos que hizo en el sendero de la contemplación. «Me han sometido a muchas pruebas, pero siempre encontré la ayuda de Dios, escribía ¡Con cuánta frecuencia viene el Señor a compartir conmigo las largas vigilias! Las manifestaciones de Su amor están siempre al alcance de mi mano y yo trato de seguirle siempre, aun cuando caigan sobre mí nuevas tribulaciones ... A medida que aumentan los problemas, crece mi confianza en Él ...» Se ha dicho con sabiduría que «la civilización es una cuestión de espíritu»; el espíritu de santa Emilia, inspirado en un amor que el cardenal Granito di Belmonte califica de «sabio, comprensivo y muy considerado». Su congregación, «hizo más por la civilización en Africa, Asia y Australia durante los últimos cien años, de lo que pudieran haber hecho los conquistadores y colonizadores». El despliegue de energía física de que hizo gala santa Emilia para realizar obras tan inmensas, resulta todavía más notable si se tiene en cuenta que, en su juventud, se le formó una hernia al hacer un gran esfuerzo, precisamente, durante una de sus obras de caridad. A partir de 1850, la hernia le produjo trastornos cada vez más serios y, a fin de cuentas, fue la causa de su muerte, ocurrida el 24 de agosto de 1856. El lema de su testamento a las Hermanas de San José de la Aparición, era el precepto: «Amaos las unas a las otras». Su canonización tuvo lugar en 1951.

En la obra «La vie militante de la B. Mere Emilie de Vialar» por el canónigo Testas, reeditada en 1939, se encuentra la biografía clásica de la santa. El propio autor escribió, en 1938, una Historia Abreviada de Santa Emilia. Las cartas de Eugénie de Guérin (1805-48), a su hermano Mauricio, a las que nos referimos antes, se publicaron en París a mediados del siglo anterior.