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San Nicolás de Tolentino, religioso presbítero

Este santo recibió su sobrenombre de la ciudad en que vivió durante casi toda su vida y en la que murió. Nicolás nació en Sant'Angelo, pequeña población vecina a Fermo, en la Marca de Ancona, en el año 1245. Su padre y su madre formaron un matrimonio feliz durante muchos años, pero cuando ambos pasaron de la edad madura, se entristecieron al ver que se aproximaba la vejez y no habían tenido hijos. Pidieron fervorosamente al cielo que les concediera esa bendición e hicieron peregrinaciones al santuario de San Nicolás de Bari, donde la esposa, que se creía estéril, pidió con todo su corazón y toda su fe a Dios que le hiciese el milagro de darle un hijo para tener la ventura de consagrarlo a Su servicio. A su debido tiempo, vino al mundo un niño que en la pila bautismal recibió el nombre de su patrono, Nicolás. Era un niño todavía cuando emprendía largas caminatas para entregarse a la oración en una cueva cercana a la ciudad de Sant'Angelo, para imitar a los ermitaños que, por aquel entonces, moraban en los Apeninos. En la actualidad, las gentes devotas van a orar en la misma cueva para honrar a san Nicolás de Tolentino.

A edad muy temprana recibió las órdenes menores y se le otorgó una canonjía en la iglesia colegiata de San Salvador en Sant'Angelo, y no faltaban los que estaban dispuestos a usar de sus influencias para promoverle en las filas del clero secular. Sin embargo, Nicolás aspiraba a un estado que le permitiera consagrar todo su tiempo, sus pensamientos y sus deseos a Dios directamente. Y sucedió que un día entró Nicolás en la iglesia de los agustinos y oyó predicar a uno de los frailes sobre el tema: «No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo ... El mundo pasará». Aquel sermón motivó la resolución absoluta de Nicolás de unirse a la orden religiosa a la que pertenecía el predicador. Y eso fue lo que hizo tan pronto como alcanzó la edad en que podían admitirlo los frailes agustinos de Sant' Angelo. Hizo su noviciado bajo la dirección del propio predicador, el padre Reginaldo y, poco antes de cumplir los dieciocho años, hizo su profesión. Fray Nicolás fue enviado a San Ginesio para sus estudios de teología y ahí se le encomendó la tarea de distribuir diariamente, a las puertas del monasterio, las provisiones de los pobres. El joven dio con tanta largueza que el procurador fue a quejarse y a denunciarlo ante el prior. Mientras Nicolás realizaba aquella tarea caritativa, se registró su primer milagro cuando puso la mano sobre la cabeza de un niño enfermo y le dijo: «El buen Dios te curará»; allí mismo y al momento quedó curado el niño. Alrededor del año 1270, fue ordenado sacerdote en Cignoli y en aquella ciudad llegó pronto a ser famoso entre la población por las muchas maravillas que obraba, sobre todo por haber devuelto la vista a una mujer ciega, con las mismas palabras con que curó al niño mencionado antes. Sin embargo, no permaneció ahí por mucho tiempo ya que, durante cuatro años, estuvo en continuo movimiento entre uno y otro de los monasterios y misiones de su orden. Durante un período no muy largo, fue maestro de novicios en San Elpidio, donde había una numerosa comunidad en la que figuraban dos frailes que los agustinos veneran como beatos: Angelo de Furcio y Angelo de Foligno. Cuando visitaba a un pariente que era prior en un monasterio vecino a Fermo, fue invitado a quedarse y se sintió tentado a hacerlo porque aquel convento era muy hermoso, confortable y bien provisto, en comparación con la dura pobreza de las casas de los frailes a las que estaba acostumbrado. Pero mientras oraba en la capilla, le pareció oír una voz que le aconsejaba: «A Tolentino, a Tolentino ... Allí persevera ...». Pocos días más tarde, sus superiores le enviaron a Tolentino y ahí se quedó durante treinta años, hasta que murió.

La ciudad de Tolentino había sufrido grandemente en la lucha entre güelfos y gibelinos, y los acostumbrados efectos de discordias, salvaje fanatismo, división y prosperidad para el crimen y el mal, que traen consigo las guerras civiles, se habían apoderado de la población a tal extremo, que era urgente emprender una campaña de moralización y de prédica callejera que reformara las costumbres. A ese trabajo se entregó san Nicolás en cuerpo y alma. Inmediatamente obtuvo un éxito rotundo y clamoroso. «Hablaba de las cosas del cielo», nos dice san Antonino. «Predicaba con dulzura la divina palabra, pero las frases que salían de sus labios penetraban en los corazones y parecían quedar grabadas a fuego en ellos. Cuando los superiores le ordenaron que difundiera en público el Evangelio, no hizo el menor intento de mostrar sus conocimientos o de hacer gala de su habilidad de orador, sino que sencillamente glorificó a Dios. En los ojos de quienes le escuchaban podían verse las lágrimas y se oían los suspiros de las gentes que comenzaban a sentir el dolor de haber pecado y se arrepentían de su vida pasada». Los sermones de Nicolás despertaban la oposición de los que no querían escucharlos, y cierto caballero de la ciudad que llevaba una vida de escándalo y hacía ostentación de sus pecados recurrió a los medios para hacer callar al fraile y expulsarlo de Tolentino. Nicolás no se dejó intimidar, y su perseverancia acabó por impresionar a su perseguidor. Cierto día, cuando el caballero y algunos de sus amigos vociferaban y peroraban en la calle, frente a la iglesia, con el propósito de molestar al santo que predicaba, llegaron incluso a fingir que sostenían un encuentro de esgrima a la puerta del templo para que la gente no entrase. Nicolás comenzó a predicar a pesar de todo y, en un momento dado, el caballero envainó su espada, hizo signos para que los demás guardasen silencio y se puso a escuchar el sermón. Al fin, fue a pedir disculpas al predicador, confesó que se había sentido tocado en el corazón y, desde entonces, comenzó a reformar su vida. La conversión del escandaloso caballero produjo mucha impresión en la ciudad, y muy pronto Nicolás tuvo que pasar días enteros en el confesionario. A diario recorría los barrios pobres de Tolentino para consolar a los moribundos, visitar, atender (y algunas veces curar milagrosamente) a los enfermos, para vigilar la conducta de los niños, para llamar a los pecadores, arreglar querellas y allanar diferencias. Durante el proceso de canonización, una mujer dio testimonio de que Nicolás había transformado radicalmente a su esposo, quien durante muchos años la había tratado con salvaje brutalidad. Otro testigo dio pruebas de tres milagros realizados por el santo en otros tantos miembros de su familia. «No digan nada a nadie» era la acostumbrada recomendación de Nicolás después de aquellos sucedidos maravillosos. «Dad gracias a Dios y no a mí. Yo no soy más que un poco de tierra, un pobre pecador».

Jordán de Sajonia (no el beato dominico, sino el fraile agustino) en la biografía que escribió alrededor de 1380 sobre san Nicolás, cuenta un suceso que tiene el mérito de haber sido relatado por los bolandistas como el milagro más extraordinario entre todos los que se atribuyen al santo. Un hombre cayó en la emboscada que le tendieron sus enemigos en un lugar solitario de Mont'Ortona, cerca de Padua, le apresaron y, sin prestar oídos a sus ruegos en nombre de Dios y de san Nicolás de Bari para que tuvieran misericordia de él, o por lo menos le trajesen un sacerdote para que le confesara, lo mataron a puñaladas y arrojaron su cadáver al lago. Una semana después, un misterioso monje con el hábito de los agustinos encontró el cuerpo del ahogado, lo resucitó y lo devolvió vivo, sano y salvo a su familia. Inmediatamente el hombre pidió a un sacerdote, recibió los últimos sacramentos y luego declaró que, gracias a su apelación a san Nicolás, se le permitió volver a la vida para confesarse y comulgar y entonces murió de nuevo. Al instante, su carne se desintegró y sólo quedó su esqueleto para que fuera cristianamente sepultado. Muchas de las maravillas que se atribuyen a la intercesión de san Nicolás se relacionan con el pan que, el día de su fiesta, bendicen los frailes de su orden.

En los últimos años de su vida, cuando estaba enfermo y débil, sus superiores le instaban para que comiese carne y otros alimentos que le fortalecieran; el santo debió luchar entre la obligación de obedecer y su propósito de no ceder a los deseos de sn cuerpo. Cierta noche le pareció que la Virgen María le hablaba para recomendarle que pidiese un pedazo de pan remojado en agua y lo comiese para recuperar la salud. Así sucedió y, desde entonces, san Nicolás acostumbraba, como señal de agradecimiento, bendecir trozos de pan y darlos a los enfermos. Ese fue el origen de la costumbre de los agustinos. La última enfermedad de san Nicolás duró casi un año y, en los días postreros de su existencia, sólo pudo levantarse del lecho una vez para absolver a un penitente que habría ocultado una gravísima culpa a cualquier otro sacerdote que no fuese él. La muerte le sobrevino rápidamente el 10 de septiembre de 1305. Sus últimas palabras a los frailes congregados en torno suyo fueron éstas: «Mis amados hermanos; mi conciencia no me reprocha nada; pero no por eso me siento justificado». Inmediatamente después de su muerte, se formó una comisión para coleccionar pruebas sobre sus heroicas virtudes y sus milagros, pero intervino el suceso del traslado de los Papas a Aviñón, y la canonización no se decretó hasta 1446.

Pedro de Monte Rubiano, contemporáneo de san Nicolás, escribió su biografía que se encuentra en Acta Sanctorum sept. vol. III. Posteriormente, se escribieron muchas otras vidas que no recurrieron para nada al citado documento. Entre éstas la más extensa es la de F. Giorgi, Vita del taumaturgo S. Niccolo da Tolentino (1856, tres volúmenes). En la ciudad de Tolentino, en ocasión del centenario celebrado en 1905, apareció un periódico bajo el título de Sesto Centenario di San Nicola da Tolentino. En el periódico se han publicado algunos documentos de los que se conservan en los archivos del municipio, así como unas informaciones interesantes acerca del culto al santo. Debe recordarse que los relatos sobre los milagros pertenecen a una época en que no se hacían investigaciones.