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San Marcelino Champagnat, presbítero y fundador

Juan Bautista Champagnat, un agricultor y molinero de la aldea de Rosey, en el municipio de Marlhes (Loira), tuvo con su mujer, María, diez hijos; el octavo, Marcelino-Benito-José, nació el 20 de mayo de 1789 y fue bautizado al día siguiente. Creció sin asistir a la escuela y estaba siempre con una tía suya religiosa, refugiada en casa de su padre, que le contaba las vidas de los santos y lanzaba anatemas furiosos contra la Revolución. El pequeño Marcelino, que no había experimentado los efectos de la conflagración, no sabía si se trataba de una persona mala o de una bestia feroz. Hizo su primera comunión en la primavera de 1800. Desde muy joven, ayudó a su padre y, como era muy diestro, aprendió numerosos oficios, en particular el de albañilería. Tenía también el sentido de los negocios: habiéndole regalado su padre dos o tres corderos, los crió y los vendió, con ganancias, las que usó para comprar otros, hasta que logró reunir, rápidamente, un capital de 600 francos.

Tan bien dotado como estaba para los negocios y para los oficios manuales, cierto día oyó una proposición para seguir un camino muy diferente. Cuando fue promovido al arzobispado de Lyon el cardenal Fresch, tío de Napoleón, se preocupó por reclutar a sus seminaristas y, con el objeto de despertar vocaciones, envió sacerdotes al campo. Uno de ellos pasó por Marlhes y habló de vocación a los hijos de Champagnat. Marcelino se decidió al punto: sería sacerdote. Su padre no se oponía, en principio, pero tenía sus dudas, porque sabía que su hijo no tenía facilidad para aprender. Su padre murió el 3 de junio de 1804. Su viuda, más optimista, decidió valientemente ayudar a su hijo a realizar sus esperanzas; lo confió a su yerno, Amoldo, maestro en Saint-Sauveur, quien, elogiando la aplicación de su discípulo, declaró en breve que no tenía la capacidad para emprender largos estudios. Ni Marcelino, ni su madre aceptaron con docilidad la declaración de Amoldo y partieron a La Louvesc, donde Marcelino solicitó su admisión en el pequeño seminario de Verriéres, cerca de Montbrison. Ahí ingresó, en octubre de 1805. El dinero que había ganado criando ovejas le permitió adquirir su ajuar, sin ser gravoso para el presupuesto familiar.

El pequeño seminario de Verriéres era una de esas escuelas eclesiásticas, improvisadas después de la Revolución por sacerdotes llenos de buena voluntad y de confianza en Dios. Allí, los jóvenes aprendían a ejercitar la piedad, estudiaban el francés y el latín. Mal alojados, casi sin calefacción, alimentados como espartanos, obedecían un reglamento bastante vago, que dejaba mucho lugar a lo imprevisto. Los comienzos de Marcelino fueron dolorosos. De mayor edad que sus condiscípulos, tenía menos memoria que ellos, y el superior, que le estimaba por su piedad y su virtud, le anunció que se vería obligado a despedirlo por su ineptitud para los estudios. Se salvó de la expulsión por su obstinado esfuerzo para aprender y la ayuda de un amigo suyo muy querido: Juan-Luis Duplay, que, como él, había tardado para seguir su vocación. El 24 de junio de 1810, Marcelino tuvo el dolor de perder a su madre, que le había sostenido tan valerosamente. No por eso dejó sus estudios ni disminuyó en su aplicación. Principió sú curso de filosofía en Verriéres, junto con dos condiscípulos que habrían de ser ilustres: Juan Claudio Colin, que ostentaba, brillantemente, el primer lugar de su clase, y Juan María Vianney, quien aparecía menos apto que Marcelino para los estudios y no pudo entrar con él al gran seminario de Lyon, en octubre de 1813.

Las necesidades urgentes de la Iglesia parecían justificar los estudios rápidos. El 6 de enero de 1814, el cardenal Fesch confirió a Marcelino Champagnat la tonsura, las órdenes menores y el subdiaconato. Fue ordenado diácono el 23 de junio de 1815, y presbítero el 22 de julio de 1816. Había doce seminaristas que, durante sus años de estudio, acariciaban el proyecto de fundar una congregación bajo el patrocino de María, con la aprobación del director. Tan pronto como aquellos doce, entre los que se encontraba Marcelino, recibieron su ordenación, hicieron el pacto de realizar el proyecto, si era posible.

Marcelino fue nombrado vicario de La Valla, cerca de Saint Chamon (Loira). El párroco del lugar, de edad avanzada e incapaz de hablar en público, se sintió muy contento con la llegada de un auxiliar para el gobierno de la extensa parroquia, situada entre montañas y en un estado moral análogo a la de Ars, cuando fue nombrado para ella Juan María Vianney: los feligreses gustaban de pasar las noches en las tabernas, los jóvenes se reunían para bailar de manera no siempre conveniente, los adultos y sus niños sabían muy poco de religión y experimentaban cierto recelo hacia los sacerdotes. Marcelino Champagnat se dedicó a solucionar todos estos problemas a la vez: organizó el catecismo, primero en la iglesia parroquial y después en los poblados vecinos; aparecía bruscamente en medio de los bailes, poniendo en fuga a los danzantes; hacía reuniones para la gente principal y les prestaba libros, cambiándoselos por las difundidas ediciones impías del siglo XVIII. Un día, el vicario fue llamado para asistir a un niño de doce años que estaba gravemente enfermo. Queriendo confesarlo, tuvo el dolor de constatar que el pobre chiquillo moribundo ignoraba todo acerca de la religión. Lo instruyó en dos horas sobre los principales misterios para poder prepararlo a la muerte, que no tardó en sobrevenir. Este incidente trágico hizo sentir hondamente a Marcelino el abandono en que vivían los campesinos.

Dos jóvenes de la parroquia deseaban llevar vida religiosa; el padre Champagnat compró una casa y los instaló en ella, el 2 de enero de 1817, sin asignarles ninguna función apostólica, ni explicarles siquiera lo que él se proponía. Ante todo quería darles una formación sólida. Les trazó un reglamento austero: en la mayor pobreza y en el más perfecto recogimiento, alternaban las oraciones con los trabajos manuales. El cultivo de un huerto y un sembrado de especies les aseguró su subsistencia. Otros jóvenes vinieron a reunirse con los dos primeros. Todos estaban animados por la misma buena voluntad. El padre Champagnat, que quería hacerlos maestros, descubrió a un profesor, el cual durante algunos meses les dio lecciones. Muy pronto, ellos mismos pudieron abrir una escuela elemental que recibió a los niños del pueblo y recogió a algunos huérfanos.

Las necesidades eran tantas y la buena voluntad de los nuevos profesores tan manifiesta, que el éxito fue completo e inmediato, al grado de que el fundador llegó a temer que se les subiera a la cabeza a sus hermanos y que se disiparan con perjuicio para la vida religiosa. Para evitar este relajamiento, se instaló él mismo en la casa y los vigiló de cerca. Apenas se abrió la escuela de La Valla, cuando comenzaron a llegar al padre Champagnat solicitudes para el envío de hermanos. El primero que dejó la casa fue al poblado de Bessat, el más distante de la iglesia parroquial, a enseñar catecismo a sus habitantes desheredados. Después, el párroco de Marlhes solicitó hermanos, y el padre Champagnat se sintió feliz de poder beneficiar a su parroquia natal. Desgraciadamente, el párroco de Marlhes no tuvo confianza en su antiguo feligrés: después de haber intentado retener al hermano Luis contra la voluntad de su superior, que lo llamaba, se obstinó en mantener la escuela en una casa en ruinas, sin importarle el enojo de los padres de los alumnos y arriesgándose a que se resintiera la salud de éstos y la de sus profesores. Ante esta mala voluntad, el fundador no quiso transigir y llamó a todos sus hermanos. Nunca tuvo peligro de verlos sin trabajo: durante toda su vida recibió más demandas de las que podía satisfacer. El día de Todos los Santos de 1820, inauguró una escuela en Saint-Sauveaur-en-Rue, después otras en la gran población de Bourg-Argental; en Saint Symphorian-le-Cháteau, en Beaulieu, Vanóse, etc.

Y todas estas partidas de hermanos parecían atraer más vocaciones. Muy pronto la casa madre fue demasiado pequeña. Siempre desprovisto de dinero, el padre Champagnat se transformaba en arquitecto y en albañil para agrandar él mismo la casa, sin otra ayuda que la de sus novicios. El incidente de Marlhes no fue sino un signo precursor de oposiciones más feroces. Todos los sacerdotes de los alrededores sabían que el padre Champagnat no era precisamente una lumbrera en temas de seminario. Que él hubiera tenido la audacia de fundar una congregación de enseñanza para los labriegos sin educación, era original; pero que hubiera llegado a tener éxito en la empresa, era una insolencia. El párroco de La Valla, tan favorable al principio, se puso a la cabeza de la corriente de oposición: contradecía a su vicario en público, introducía cantos para obligarlo a suspender sus sermones, discutía el valor teológico de sus enseñanzas. Los sacerdotes se lamentaban de la conducta del padre Champagnat, que degradaba la dignidad sacerdotal al trabajar como un albañil, y que conducía a esos desgraciados jovencitos hacia el desastre. La campaña de oposición llegó a su fin, a raíz de una denuncia dirigida pérfidamente a un gran vicario de Lyon, que también era fundador de una congregación de hermanos maestros, M. Bochard. Fue intolerable para este alto personaje el descubrir a un rival en un insignificante vicario de aldea, por lo que no omitió nada para acabar con él. Felizmente, el padre Champagnat había dejado un recuerdo excelente entre sus antiguos directores de seminario, quienes se opusieron a las maniobras del gran vicario. Bien pronto, la situación de la diócesis cambió: monseñor de Pins, nombrado administrador apostólico, quedó favorablemente impresionado por el sacerdote Champagnat, en tanto que M. Bochard no le inspiraba ninguna confianza.

La Valla se convirtió para el fundador en un sitio inhabitable. El aumento de los hermanos exigía su presencia continua, lo cual era incompatible con sus otras funciones. La casa era ya, definitivamente, muy pequeña y tenía que ser reemplazada por otra. Marcelino escogió un terreno cerca de Saint-Chamond, lo compró y emprendió, esta vez con la ayuda de albañiles de oficio, la construcción de la gran casa de Notre-Dame-de-l'Hermitage. El día de Todos Santos de 1824, Marcelino dejó definitivamente La Valla. Tenía ahora una casa nueva, llena de hermanos y de novicios. Todo marchaba a las mil maravillas. Dos sacerdotes lo ayudaban. Desgraciadamente llegó un tercero. Desde que se hicieron en el seminario los proyectos de la fundación de la congregación de María, el padre Courville había desempeñado el papel de portavoz, y se le consideraba más o menos como el jefe del grupo. Después llegó al sacerdocio; en el que no había obtenido gloria, sino algunos éxitos de poca monta, por lo que tenía deseos de ensayar sus talentos en otra parte. Juzgó que era el momento oportuno para tomar la dirección de los hermanos reunidos por el padre Champagnat, a quien él consideraba como su inferior, y vino a establecerse al Hermitage. Ahí fue bien recibido, porque el padre Champagnat no se había olvidado de él, ni de los proyectos del seminario; no deseaba otra cosa sino vivir humildemente en obediencia. El padre Courville no tuvo ningún reparo en adjudicarse para sí el primer lugar de la casa, aunque se sintió un poco contrariado al ver que los hermanos no abandonaban a su verdadero padre. Inmediatamente quiso reformar la casa a su gusto y se mostró altanero y displicente. Por entonces el padre Champagnat enfermó gravemente, y su casa cayó en un desorden descomunal: los acreedores se inquietaron; los dos sacerdotes auxiliares del fundador, partieron; muchos de los más antiguos hermanos dejaron el instituto, y otros más pensaban seriamente en imitarlos. Ante tal tempestad, monseñor de Pins se preguntaba si debía dejar que continuara una tan triste experiencia. Apenas convaleciente, el padre Champagnat tuvo que prodigarse excesivamente para restablecer la paz a su grey dispersa.

Las consecuencias de esta crisis duraron mucho tiempo. La carencia de la autoridad había dejado crecer un relajamiento solapado. El fundador siempre había castigado duramente los desvíos y jamás había dudado en despedir a los individuos que no tenían el suficiente espíritu religioso. No podía ahora, a pesar de la reputación de excesiva severidad que le crearan los sacerdotes de los alrededores, dejar que su instituto se derrumbara: hizo frente, atacando sobre todo los abusos en el trato con la gente del mundo e imponiendo la práctica de la pobreza. Sus consignas fueron mal recibidas. Muy pronto se formó un verdadero grupo de oposición con miras a provocar un cambio; los cabecillas lanzaron el ataque con críticas y acusaciones sobre tres puntos que, a su parecer, bastaban para demostrar el autoritarismo arbitrario del fundador: la ropa remendada, la sotana con desgarrones y el empleo de un método nuevo para enseñar a leer a los niños. Pero, de hecho, se trataba de otra cosa: ¿Los hermanos eran religiosos o simples maestros? Ante la inminencia del peligro, el padre Champagnat organizó una manifestación de fidelidad que terminó con la expulsión de los dos principales culpables.

Para garantizar a sus hermanos una mayor seguridad, el padre Champagnat quiso obtener para su congregación la autorización legal. Los primeros pasos emprendidos no tuvieron éxito, a causa de la Revolución de julio de 1830. Su anticlericalismo no afectó, sin embargo, al instituto, en donde las vocaciones continuaron floreciendo. La autorización legal tenía por efecto exceptuar a los religiosos del servicio militar y el padre Champagnat no quería pasarse sin este privilegio, por lo que reiteró sus demandas por carta. No habiendo obtenido ninguna respuesta, se decidió, en enero de 1838, a ir a París. Multiplicó sus visitas, solicitó y obtuvo numerosos apoyos. Cuando salió de París, en mayo, no había podido vencer la resistencia del ministro de Educación Pública. Un acuerdo con el padre Mazelier, fundador de los Hermanos de Saint-Paul- Trois-Cháteaux, congregación mucho menos floreciente que la suya, pero que tenía la autorización legal, permitió que los hermanos del padre Champagnat no tuvieran que alistarse en el servicio militar. Esta negación de autoridad dio un pretexto a los consejeros infatigables para que sugirieran a M. Champagnat la fusión de su congregación con alguna otra. Él siempre se rehusó a ello y, después de su muerte, su congregación fue la que absorbió a otras muchas.

Llegado a fundador sin haberlo buscado, M. Champagnat no había olvidado los proyectos formados en 1816, en el seminario de Lyon. El pseudo jefe del grupo, el padre Courville, después de haber fracasado en sus intentos para demoler su obra, hizo otras tentantivas ridiculas; pero entretanto, el padre Colin, en silencio, había conseguido fundar la Asociación de María en la diócesis de Belley y, venciendo muchas dificultades, la había establecido también en Lyon. El padre Champagnat contribuyó a su extensión, dirigiendo hacia la nueva institución a nueve sacerdotes que el arzobispo administrador le había dado sucesivamente como auxiliares. El mismo fue admitido en la Sociedad de María y aceptó, de buen grado, no ser ya la cabeza de sus hermanos, sino el delegado del superior general. Sin que este hecho disminuyera su amistad, el padre Colin había comprendido que las dos fundaciones eran tan diferentes, que nunca podrían ser fusionadas enteramente. El padre Champagnat enviaba como auxiliares a las casas de los padres maristas, a los hermanos que no eran capaces de enseñar, pero esta solución no daba los resultados esperados y el padre Colin, después de haber tomado el consejo de sus religiosos, creó una nueva rama de hermanos. El padre Champagnat se apenó por ello; no sin amargura veía que los hermanos maestros aumentaban en el seno de la Sociedad de María y pensaba que, con esto, se acercaban a una separación total. El quería permanecer marista y su ferviente deseo era sincero, pero no era lógico: considerando que el Instituto de los hermanos no podía contentarse con la dirección oral de los comienzos de la congregación, redactó e hizo imprimir, en 1837, la Regla de los Pequeños Hermanos de María. No veía en esto una pretenciosa conducta de superioridad. Tuvo el gozo de morir marista, pero la Santa Sede exigió más tarde al superior general de los maristas el abandono de toda autoridad sobre los hermanos. El padre Champagnat no era todavía viejo, pero estaba muy acabado. Después de su enfermedad grave de 1825, sufrió de una gastritis crónica, cuyas crisis lo debilitaban bastante. Los exámenes clínicos mostraron que padecía un cáncer estomacal. Era tan humilde y tan desligado de todo, que no se enorgullecía de su obra y aceptó dócilmente preparar a su sucesor.

El padre Colín reunió a los 99 hermanos profesos y les hizo elegir un superior general, escogido de entre ellos. Los votos recayeron sobre el hermano Francisco, uno de los primeros discípulos del fundador, a quien éste quería mucho. El hermano Francisco empleó su autoridad para mantener la congregación en su línea original, tanto antes como después de la muerte del padre. Legalmente propietario de los inmuebles del Instituto, el padre Champagnat los hizo transferir, por acta notarial, a los hermanos del consejo. La perpetuidad de su obra estaba asegurada. No le quedaba sino dar a sus «Pequeños Hermanos» los consejos de vigilancia y de paciencia en los crueles sufrimientos. El 8 de mayo de 1840, celebró la misa por última vez; el 11, pidió la extremaunción. Una cierta mejoría alentó las esperanzas, pero los vómitos se repitieron con'tanta violencia, que no le pudieron dar la comunión. El 4 de junio, una leve mejoría le permitió, por última vez, recibir el santo viático. Murió en la mañana del sábado 6 de junio de 1840. Marcelino Champagnat fue beatificado por Pío XII, el 29 de mayo de 1955, y canonizado por SS Juan Pablo II el 18 de abril del año 1999.

Acta apostolicae Sedís, vol. XLVII, 1955, pp. 439-444. Vie de Joseph Benoit-Marcellin Champagnat, prétre fondateur de la Société des Petits Fréres de Marie por uno de sus primeros discípulos, 2 vol., Lyon, 1856. Laveille, Marcellin Champagnat (1789-1840), París, 1921. G. Chastel, Marcellin Champagnat, París, 1939. Masson, R., Marcelino Champagnat. Las paradojas de Dios (Madnd 1999). Mesonero Sánchez, M, Espiritualidad de San Marcelino Champagnat. A partir del estudio crítico de su biografía (Madrid, 2003).