SJÓN,PÍTYDDLI

San Jerónimo, presbítero y doctor de la Iglesia

Es ésta una de las más extensas hagiografías que hemos recogido en el santoral de ETF, pero lo insigne del personaje y lo valioso del contenido detallado con el que Butler nos alecciona justifica excedernos de lo habitual. La iconografía jeronimiana es extensísima, con su figura delgada reconocible siempre por la presencia del león; hemos puesto unos pocos ejemplos: Arcangelo di Jacopo, el hermoso medallón del san Jerónimo de Tiziano, y San Jerónimo y el León, de Roger van der Weyden, los tres entre 1450 y 1550.

Jerónimo (Eusebius Hieronymus Sophronius), el Padre de la Iglesia que más estudió las Sagradas Escrituras, nació alrededor del año 342, en Stridon, una población pequeña situada en los confines de la región dálmata de Panonia y el territorio de Italia, cerca de la ciudad de Aquilea. Su padre tuvo buen cuidado de que se instruyese en todos los aspectos de la religión y en los elementos de las letras y las ciencias, primero en el propio hogar y, más tarde, en las escuelas de Roma. En la gran ciudad, Jerónimo tuvo como tutor a Donato, el famoso gramático pagano. En poco tiempo, llegó a dominar perfectamente el latín y el griego (su lengua natal era el ilirio), leyó a los mejores autores en ambos idiomas con gran aplicación e hizo grandes progresos en la oratoria; pero como había quedado falto de la guía paterna y bajo la tutela de un maestro pagano, olvidó algunas de las enseñanzas y de las devociones que se le habían inculcado desde pequeño. A decir verdad, Jerónimo terminó sus años de estudio sin haber adquirido los grandes vicios de la juventud romana, pero desgraciadamente ya era ajeno al espíritu cristiano y adicto a las vanidades, lujos y otras debilidades, como admitió y lamentó amargamente años más tarde. Por otra parte, en Roma recibió el bautismo (no fue catecúmeno hasta que cumplió más o menos los dieciocho años) y, como él mismo nos lo ha dejado dicho, «teníamos la costumbre, mis amigos y yo de la misma edad y gustos, de visitar, los domingos, las tumbas de los mártires y de los apóstoles y nos metíamos a las galerías subterráneas, en cuyos muros se conservan las reliquias de los muertos». Después de haber pasado tres años en Roma, sintió el deseo de viajar para ampliar sus conocimientos y, en compañía de su amigo Bonoso, se fue hacia Tréveris. Ahí fue donde renació impetuosamente el espíritu religioso que siempre había estado arraigado en el fondo de su alma y, desde entonces, su corazón se entregó enteramente a Dios.

En el año 370, Jerónimo se estableció temporalmente en Aquilea donde el obispo, san Valeriano, se había atraído a tantos elementos valiosos, que su clero era famoso en toda la Iglesia de Occidente. Jerónimo tuvo amistad con varios de aquellos clérigos, cuyos nombres aparecen en sus escritos. Entre ellos se encontraba san Cromacio, el sacerdote que sucedió a Valeriano en la sede episcopal, sus dos hermanos, los diáconos Joviniano y Eusebio, san Heliodoro y su sobrino Nepotiano y, sobre todo, se hallaba ahí Rufino, el que fue, primero, amigo del alma de Jerónimo y, luego, su encarnizado opositor. Ya para entonces, Rufino provocaba contradicciones y violentas discusiones, con lo cual comenzaba a crearse enemigos. Al cabo de dos años, algún conflicto, sin duda más grave que los otros, disolvió al grupo de amigos, y Jerónimo decidió retirarse a alguna comarca lejana, ya que Bonoso, el que había sido compañero suyo de estudios y de viajes desde la infancia, se fue a vivir en una isla desierta del Adriático. Jerónimo, por su parte, había conocido en Aquilea a Evagrio, un sacerdote de Antioquía con merecida fama de ciencia y virtud, quien despertó el interés del joven por el Oriente, y hacia allá partió con sus amigos Inocencio, Heliodoro e Hylas, éste último había sido esclavo de santa Melania.

Jerónimo llegó a Antioquía en el 374 y allí permaneció durante cierto tiempo. Inocencio e Hylas fueron atacados por una grave enfermedad y los dos murieron; Jerónimo también estuvo enfermo, pero sanó. En una de sus cartas a santa Eustoquio le cuenta que en el delirio de su fiebre tuvo un sueño en el que se vio ante el trono de Jesucristo para ser juzgado. Al preguntársele quién era, repuso que un cristiano. «¡Mientes!», le replicaron, «tú eres un ciceroniano, puesto que donde tienes tu tesoro está también tu corazón». Aquella experiencia produjo un profundo efecto en su espíritu y su encuentro con san Malco, cuya extraña historia se relata en esta obra en la fecha del 21 de octubre, ahondó todavía más el sentimiento. Como consecuencia de aquellas emociones, Jerónimo se retiró a las salvajes soledades de Calquis, un yermo inhóspito al sureste de Antioquía, donde pasó cuatro años en diálogo con su alma. Ahí soportó grandes sufrimientos a causa de los quebrantos de su salud, pero sobre todo, por las terribles tentaciones carnales:

«En el rincón remoto de un árido y salvaje desierto», escribió años más tarde a Santa Eustoquio, «quemado por el calor de un sol tan despiadado que asusta hasta a los monjes que allí viven, a mi me parecía encontrarme en medio de los deleites y las muchedumbres de Roma... En aquel exilio y prisión a los que, por temor al infierno, yo me condené voluntariamente, sin más compañía que la de los escorpiones y las bestias salvajes, muchas veces me imaginé que contemplaba las danzas de las bailarinas romanas, como si hubiese estado frente a ellas. Tenía el rostro escuálido por el ayuno y, sin embargo, mi voluntad sentía los ataques del deseo; en mi cuerpo frío y en mi carne enjuta, que parecía muerta antes de morir, la pasión tenía aún vida. A solas con aquel enemigo, me arrojé en espíritu a los pies de Jesús, los bañé con mis lágrimas y, al fin, pude domar mi carne con los ayunos durante semanas enteras. No me avergüenzo al revelar mis tentaciones, pero sí lamento que ya no sea yo ahora lo que entonces fui. Con mucha frecuencia velaba del ocaso al alba entre llantos y golpes en el pecho, hasta que volvía la calma». De esta manera pone Dios a prueba a sus siervos, de vez en cuando; pero sin duda que la existencia diaria de san Jerónimo en el desierto, era regular, monótona y tranquila. Con el fin de contener y prevenir las rebeliones de la carne, agregó a sus mortificaciones corporales el trabajo del estudio constante y absorbente, con el que esperaba frenar su imaginación desatada. Se propuso aprender el hebreo. «Cuando mi alma ardía con los malos pensamientos», dijo en una carta fechada en el año 411 y dirigida al monje Rústico, «como último recurso, me hice alumno de un monje que había sido judío, a fin de que me enseñara el alfabeto hebreo. Así, de las juiciosas reglas de Quintiliano, la florida elocuencia de Cicerón, el grave estilo de Fronto y la dulce suavidad de Plinio pasé a esta lengua de tono siseante y palabras entrecortadas. ¡Cuánto trabajo me costó aprenderla y cuántas dificultades tuve que vencer! ¡Cuántas veces dejé el estudio, desesperado y cuántas lo reanudé! Sólo yo que soporté la tarea puedo ser testigo, yo y también los que vivían junto a mí. Y ahora doy gracias al Señor que me permite recoger los dulces frutos de la semilla que sembré durante aquellos amargos estudios». No obstante su tenaz aprendizaje del hebreo de tanto en tanto se daba tiempo para releer a los clásicos paganos.

Por aquel entonces, la Iglesia de Antioquía sufría perturbaciones a causa de las disputas doctrinales y disciplinarias. Los monjes del desierto de Calquis también tomaron partido en aquellas disensiones e insistían en que Jerónimo hiciese lo propio y se pronunciase sobre los asuntos en discusión. Él habría preferido mantenerse al margen de las disputas, pero de todas maneras, escribió dos cartas a san Dámaso, que ocupaba la sede pontificia desde el año 366, a fin de consultarle sobre el particular y preguntarle hacia cuáles tendencias se inclinaba. En la primera de sus cartas dice: «Estoy unido en comunión con vuestra santidad, o sea con la silla de Pedro; yo sé que, sobre esa piedra, está construida la Iglesia y quien coma al Cordero fuera de esa santa casa, es un profano. El que no esté dentro del arca, perecerá en el diluvio. No conozco a Vitalis; ignoro a Melesio; Paulino [eran los que reclamaban para sí la sede de Antioquía en perpetua rivalidad] es extraño para mí. Todo aquel que no recoge con vos, derrama, y el que no está con Cristo, pertenece al anticristo... Ordenadme, si tenéis a bien, lo que yo debo hacer». Como Jerónimo no recibiese pronto una respuesta, envió una segunda carta sobre el mismo asunto. No conocemos la contestación de san Dámaso, pero es cosa cierta que el Papa y todo el Occidente reconocieron a Paulino como obispo de Antioquía y que Jerónimo recibió la ordenación sacerdotal de manos del Pontífice, cuando al fin se decidió a abandonar el desierto de Calquis. Él no deseaba la ordenación (nunca celebró el santo sacrificio) y, si consintió en recibirla, fue bajo la condición de que no estaba obligado a servir a tal o cual iglesia con el ejercicio de su ministerio; sus inclinaciones le llamaban a la vida monástica de reclusión. Poco después de recibir las órdenes, se trasladó a Constantinopla a fin de estudiar las Sagradas Escrituras bajo la dirección de san Gregorio Nazianceno. En muchas partes de sus escritos Jerónimo se refiere con evidente satisfacción y gratitud a aquel período en que tuvo el honor de que tan gran maestro le explicase la divina palabra. En el año de 382, san Gregorio abandonó Constantinopla, y Jerónimo regresó a Roma, junto con Paulino de Antioquía y san Epifanio, para tomar parte en el concilio convocado por san Dámaso a fin de discutir el cisma de Antioquía. Al término de la asamblea, el Papa lo detuvo en Roma y lo empleó como a su secretario. A solicitud del Pontífice y de acuerdo con los textos griegos, revisó la versión latina de los Evangelios que «había sido desfigurada con transcripciones falsas, correcciones mal hechas y añadiduras descuidadas». Al mismo tiempo, hizo la primera revisión al salterio en latín.

Al mismo tiempo que desarrollaba aquellas actividades oficiales, alentaba y dirigía el extraordinario florecimiento del ascetismo que tenía lugar entre las más nobles damas romanas. Entre ellas se encuentran muchos nombres famosos en la antigua cristiandad, como el de santa Marcela, junto con su hermana santa Ásela y la madre de ambas, santa Albina; santa Lea, santa Melania la Mayor, la primera de aquellas damas que hizo una peregrinación a Tierra Santa; santa Fabiola, santa Paula y sus hijas, santa Blesila y santa Eustoquio. Pero al morir san Dámaso, en el año 384, el secretario quedó sin protección y se encontró, de buenas a primeras, en una situación difícil. En sus dos años de actuación pública, había causado profunda impresión en Roma por su santidad personal, su ciencia y su honradez, pero precisamente por eso, se había creado antipatías entre los envidiosos, entre los paganos y gentes de mal vivir, a quienes había condenado vigorosamente y también entre las gentes sencillas y de buena voluntad, que se ofendían por las palabras duras, claras y directas del santo y por sus ingeniosos sarcasmos. Cuando hizo un escrito en defensa de la decisión de Blesila, la viuda joven, rica y hermosa que súbitamente renunció al mundo para consagrarse al servicio de Dios, Jerónimo satirizó y criticó despiadadamente a la sociedad pagana y a la vida mundana y, en contraste con la modestia y recato de que Blesila hacía ostentación, atacó a aquellas damas «que se pintan las mejillas con púrpura y los párpados con antimonio; las que se echan tanta cantidad de polvos en la cara, que el rostro, demasiado blanco, deja de ser humano para convertirse en el de un ídolo y, si en un momento de descuido o de debilidad, derraman una lágrima, fabrican con ella y sus afeites, una piedrecilla que rueda sobre sus mejillas pintadas. Son esas mujeres a las que el paso de los años no da la conveniente gravedad del porte, las que cargan en sus cabezas el pelo de otras gentes, las que esmaltan y barnizan su perdida juventud sobre las arrugas de la edad y fingen timideces de doncella en medio del tropel de sus nietos». No se mostró menos áspero en sus críticas a la sociedad cristiana, como puede verse en la carta sobre la virginidad que escribió a santa Eustoquio, donde ataca con particular fiereza a ciertos elementos del clero: «Todas sus ansiedades se hallan concentradas en sus ropas... Se les tomaría por novios y no por clérigos; no piensan en otra cosa más que en los nombres de las damas ricas, en el lujo de sus casas y en lo que hacen dentro de ellas». Después de semejante proemio, describe a cierto clérigo en particular, que detesta ayunar, gusta de oler los manjares que va a engullir y usa su lengua en forma bárbara y despiadada. Jerónimo escribió a santa Marcela en relación con cierto caballero que se suponía, erróneamente, blanco de sus ataques: «Yo me divierto en grande y me río de la fealdad de los gusanos, las lechuzas y los cocodrilos, pero él lo toma todo para sí mismo... Es necesario darle un consejo: si por lo menos procurase esconder su nariz y mantener quieta su lengua, podría pasar por un hombre bien parecido y sabio».

A nadie le puede extrañar que, por justificadas que fuesen sus críticas, causasen resentimientos tan sólo por la manera de expresarlas. En consecuencia, su propia reputación fue atacada con violencia y su modestia, su sencillez, su manera de caminar y de sonreír fueron, a su vez, blanco de los ataques de los demás. Ni la reconocida virtud de las nobles damas que marchaban por el camino del bien bajo su dirección, ni la forma absolutamente discreta de su comportamiento, le salvaron de las calumnias. Por toda Roma circularon las murmuraciones escandalosas respecto a las relaciones de san Jerónimo con santa Paula. Las cosas llegaron a tal extremo, que el santo, en el colmo de la indignación, decidió abandonar Roma y buscar algún retiro tranquilo en el Oriente. Antes de partir, escribió una hermosa apología en forma de carta dirigida a santa Asela: «Saluda a Paula y a Eustoquio, mías en Cristo, lo quiera el mundo o no lo quiera», concluye aquella epístola, «Diles que todos compareceremos ante el trono de Jesucristo para ser juzgados, y entonces se verá en qué espíritu vivió cada uno de nosotros». En el mes de agosto del año 385, se embarcó en Porto y, nueve meses más tarde, se reunieron con él en Antioquía, Paula, Eustoquio y las otras damas romanas que habían resuelto compartir con él su exilio voluntario, y vivir como religiosas en Tierra Santa. Por indicaciones de Jerónimo, aquellas mujeres se establecieron en Belén y Jerusalén, pero antes de enclaustrarse, viajaron por Egipto para recibir consejo de los monjes de Nitria y del famoso Dídimo, el maestro ciego de la escuela de Alejandría.

Gracias a la generosidad de Paula, se construyó un monasterio para hombres, próximo a la basílica de la Natividad, en Belén, lo mismo que otros edificios para tres comunidades de mujeres. El propio Jerónimo moraba en una amplia caverna, vecina al sitio donde nació el Salvador. En aquel mismo lugar estableció una escuela gratuita para niños y una hostería, «de manera que», como dijo Santa Paula, «si José y María visitaran de nuevo Belén, habría donde hospedarlos». Allí, por lo menos, transcurrieron algunos años en completa paz. «Aquí se congregan los ilustres galos y tan pronto como los británicos, tan alejados de nuestro mundo, hacen algunos progresos en la religión, dejan las tierras donde viven y acuden a éstas, a las que sólo conocen por relaciones y por la lectura de las Sagradas Escrituras. Lo mismo sucede con los armenios, los persas, los pueblos de la India y de Etiopía, de Egipto, del Ponto, Capadocia, Siria y Mesopotamia. Llegan en tropel hasta aquí y nos ponen ejemplo en todas las virtudes. Las lenguas difieren, pero la religión es la misma. Hay tantos grupos corales para cantar los salmos como hay naciones... Aquí tenemos pan y las hortalizas que cultivamos con nuestras manos; tenemos leche y los animales nos dan alimento sencillo y saludable. En el verano, los árboles proporcionan sombra y frescura. En el otoño, el viento frío que arrastra las hojas, nos da la sensación de quietud. En primavera, nuestras salmodias son más dulces, porque las acompañan los trinos de las aves. No nos falta leña cuando la nieve y el frío del invierno nos caen encima. Dejémosle a Roma sus multitudes; le dejaremos sus arenas ensangrentadas, sus circos enloquecidos, sus teatros empapados en sensualidad y, para no olvidar a nuestros amigos, le dejaremos también el cortejo de damas que reciben sus diarias visitas».

Pero no por gozar de aquella paz, podía Jerónimo quedarse callado y con los brazos cruzados cuando la verdad cristiana estaba amenazada. En Roma había escrito un libro contra Helvidio sobre la perpetua virginidad de la Santísima Virgen María, ya que aquél sostenía que, después del nacimiento de Cristo, Su Madre había tenido otros hijos con José. Este y otros errores semejantes fueron de nuevo puestos en boga por las doctrinas de un tal Joviniano. San Pamaquio, yerno de santa Paula, lo mismo que otros hombres piadosos de Antioquía, se escandalizaron con aquellas ideas y enviaron los escritos de Joviniano a san Jerónimo y éste, como respuesta, escribió dos libros contra aquél en el año 393. En el primero, demostraba las excelencias de la virginidad cuando se practicaba por amor a la virtud, lo que había sido negado por Joviniano, y en el segundo atacó los otros errores. Los tratados fueron escritos con el estilo recio, característico de Jerónimo, y algunas de sus expresiones les parecieron a las gentes de Roma demasiado duras y denigrantes para la dignidad del matrimonio. San Pamaquio y otros con él, se sintieron ofendidos, y así se lo notificaron a Jerónimo; entonces, éste escribió la «Apología a Pamaquio», conocida también como el tercer libro contra Joviniano, en un tono que, seguramente, no dio ninguna satisfacción a sus críticos. Pocos años más tarde, Jerónimo tuvo que dedicar su atención a Vigilancio -a quien sarcásticamente llama Dormancio-, un sacerdote galo romano que desacreditaba el celibato y condenaba la veneración de las reliquias hasta el grado de llamar a los que la practicaban, idólatras y adoradores de cenizas. En su respuesta, Jerónimo le dijo: «Nosotros no adoramos las reliquias de los mártires, pero sí honramos a aquellos que fueron mártires de Cristo para poder adorarlo a Él. Honramos a los siervos para que el respeto que les tributamos se refleje en su Señor». Protestó contra las acusaciones de que la veneración a los mártires era idolatría, al demostrar que los cristianos jamás adoraron a los mártires como a dioses y, a fin de probar que los santos interceden por nosotros, escribió: «Si es cierto que cuando los apóstoles y los mártires vivían aún sobre la tierra, podían pedir por otros hombres, ¡con cuánta mayor eficacia podrán rogar por ellos después de sus victorias! ¿Tienen acaso menos poder ahora que están con Jesucristo?» Defendió el estado monástico y dijo que, al huir de las ocasiones y los peligros, un monje busca su seguridad porque desconfía de su propia debilidad y porque sabe que un hombre no puede estar a salvo, si se acuesta junto a una serpiente. Con frecuencia se refiere Jerónimo a los santos que interceden por nosotros en el cielo. A Heliodoro lo comprometió a rezar por él cuando estuviese en la gloria y a santa Paula le dijo, en ocasión de la muerte de su hija Blesila: «Ahora eleva preces ante el Señor por ti y obtiene para mí el perdón de mis culpas».

Del año 395 al 400, san Jerónimo hizo la guerra a la doctrina de Orígenes y, desgraciadamente, en el curso de la lucha, se rompió su amistad de veinticinco años con Rufino. Tiempo atrás le había escrito a éste la declaración de que «una amistad que puede morir nunca ha sido verdadera», lo mismo que, mil doscientos años más tarde, diría Shakespeare:
...Love is not love
which alters when its alteration finds
or bends with the remover to remove.
(No es amor el amor / que se altera ante un tropiezo / o se dobla ante el peligro)

Sin embargo, el afecto de Jerónimo por Rufino sucumbió ante el celo del santo por defender la verdad. Jerónimo, como escritor, recurría continuamente a Orígenes y era un gran admirador de su erudición y de su estilo, pero tan pronto como descubrió que en el Oriente algunos se habían dejado seducir por el prestigio de su nombre y habían caído en gravísimos errores, se unió a san Epifanio para combatir con vehemencia el mal que amenazaba con extenderse. Rufino, que vivía por entonces en un monasterio de Jerusalén, había traducido muchas de las obras de Orígenes al latín y era un entusiasta admirador suyo, aunque no por eso debe creerse que estuviese dispuesto a sostener las herejías que, por lo menos materialmente, se hallan en los escritos de Orígenes. San Agustín fue uno de los hombres buenos que resultaron afectados por las querellas entre Orígenes y Jerónimo, a pesar de que nadie mejor que él estaba en posición de comprender la actitud de Jerónimo, puesto que mantuvo con éste una larga controversia en relación con la exégesis del capítulo segundo de la epístola de San Pablo a los gálatas. No obstante que san Agustín empleó a fondo su tacto y sus buenas maneras, con sus primeras cartas hirió la susceptibilidad de Jerónimo, quien le escribió en el año 416 con estas palabras: «Nunca he dejado de atacar a los herejes y he hecho todo lo posible por considerar siempre a los enemigos de la Iglesia como enemigos personales míos». Sin embargo, parece ser que, a veces, Jerónimo consideraba que todos aquellos que tuviesen opiniones distintas a las suyas eran, necesariamente, enemigos de la Iglesia. En la cuestión de defender el bien y combatir el mal, no tenía el sentido de la moderación. Era fácil que se dejase arrastrar por la cólera o por la indignación, pero también se arrepentía con extraordinaria rapidez de sus exabruptos. Hay una anécdota referente a cierta ocasión en la que el papa Sixto V contemplaba una pintura donde aparecía el santo cuando se golpeaba el pecho con una piedra, «Haces bien en utilizar esa piedra», dijo el Pontífice a la imagen, «porque sin, ella, la Iglesia nunca te hubiese canonizado».

Pero sus denuncias, alegatos y controversias, por muy necesarios y brillantes que hayan sido, no constituyen la parte más importante de sus actividades. Nada dio tanta fama a san Jerónimo como sus obras críticas sobre las Sagradas Escrituras. Por eso, la Iglesia le reconoce como a un hombre especialmente elegido por Dios y le tiene por el mayor de sus grandes doctores en la exposición, la explicación y el comentario de la divina palabra. El papa Clemente VIII no tuvo escrúpulos en afirmar que Jerónimo tuvo la asistencia divina al traducir la Biblia. Por otra parte, nadie mejor dotado que él para semejante trabajo: durante muchos años había vivido en el escenario mismo de las Sagradas Escrituras, donde los nombres de las localidades y las costumbres de las gentes eran todavía los mismos. Sin duda que muchas veces obtuvo en Tierra Santa una clara representación de diversos acontecimientos registrados en las Escrituras. Conocía el griego y el arameo, lenguas vivas por aquel entonces y, también sabía el hebreo que, si bien había dejado de ser un idioma de uso corriente desde el cautiverio de los judíos, aún se hablaba entre los doctores de la ley. A ellos recurrió Jerónimo para una mejor comprensión de los libros santos e incluso tuvo por maestro a un docto y famoso judío llamado Bar Ananías, el cual acudía a instruirle por las noches y con toda clase de precauciones para no provocar la indignación de los otros doctores de la ley. Pero no hay duda de que, además de todo eso, Jerónimo recibió la ayuda del cielo para obtener el espíritu, el temperamento y la gracia indispensables para ser admitido en el santuario de la divina sabiduría y comprenderla. Además, la pureza de corazón y toda una vida de penitencia y contemplación, habían preparado a Jerónimo para recibir aquella gracia. Ya vimos que, bajo el patrocinio del papa San Dámaso, revisó en Roma la antigua versión latina de los Evangelios y los salmos, así como el resto del Nuevo Testamento. La traducción de la mayoría de los libros del Antiguo Testamento escritos en hebreo, fue la obra que realizó durante sus años de retiro en Belén, a solicitud de todos sus amigos y discípulos más fieles e ilustres y por voluntad propia, ya que le interesaba hacer la traducción del original y no de otra versión cualquiera. No comenzó a traducir los libros por orden, sino que se ocupó primero del Libro de los Reyes y siguió con los demás, sin elegirlos. Las únicas partes de la Biblia en latín, conocida como la Vulgata, que no fueron traducidas por san Jerónimo, son los libros de la Sabiduría, el Eclesiástico, el de Baruc y los dos libros de los Macabeos. Hizo una segunda revisión de los salmos, con la ayuda del Hexaplas de Orígenes y los textos hebreos, y esa segunda versión es la que está incluida en la Vulgata y la que se usó durante siglos en los oficios divinos. El Concilio de Trento designó a la Vulgata de San Jerónimo, como el texto bíblico latino auténtico o autorizado por la Iglesia católica, sin implicar por ello alguna preferencia por esta versión sobre el texto original u otras versiones en otras lenguas. En 1907, el papa san Pío X confió a los monjes benedictinos la tarea de restaurar en lo posible los textos de san Jerónimo en la Vulgata ya que, al cabo de quince siglos de uso, habían sido considerablemente modificados y corregidos; esta tarea fue el origen de la que en la actualidad se llama «neovulgata», que no es la restauración de la de Jerónimo sino una nueva traducción, pero en el espíritu de la jeronimiana.

En el año de 404, san Jerónimo tuvo la gran pena de ver morir a su inseparable amiga santa Paula y, pocos años después, cuando Roma fue saqueada por las huestes de Alarico, gran número de romanos huyeron y se refugiaron en el Oriente. En aquella ocasión, san Jerónimo les escribió de esta manera: «¿Quién hubiese pensado que las hijas de esa poderosa ciudad tendrían que vagar un día, como siervas o como esclavas, por las costas de Egipto y del África? ¿Quién se imaginaba que Belén iba a recibir a diario a nobles romanas, damas distinguidas criadas en la abundancia y reducidas a la miseria? No a todas puedo ayudar, pero con todas me lamento y lloro y, completamente entregado a los deberes que la caridad me impone para con ellas, he dejado a un lado mis comentarios sobre Ezequiel y casi todos mis estudios. Porque ahora es necesario traducir las palabras de la Escritura en hechos y, en vez de pronunciar frases santas, debemos actuarlas». De nuevo, cuando su vida estaba a punto de terminar, tuvo que interrumpir sus estudios por una incursión de los bárbaros y, algún tiempo después, por las violencias y persecuciones de los pelagianos, quienes enviaron a Belén a una horda de rufianes para atacar a los monjes y las monjas que ahí moraban bajo la dirección y la protección de san Jerónimo, el cual había atacado a Pelagio en sus escritos. Durante aquella incursión, algunos religiosos y religiosas fueron maltratados, un diácono resultó muerto y casi todos los monasterios fueron incendiados. Al año siguiente, murió santa Eustoquio y, pocos días más tarde, san Jerónimo la siguió a la tumba. El 30 de septiembre del año 420, cuando su cuerpo extenuado por el trabajo y la penitencia, agotadas la vista y la voz, parecía una sombra, pasó a mejor vida. Fue sepultado en la iglesia de la Natividad, cerca de la tumba de Paula y Eustoquio, pero mucho tiempo después, sus restos fueron trasladados al sitio donde reposan hasta ahora, en la basílica de Santa María la Mayor, en Roma. Los artistas representan con frecuencia a san Jerónimo con los ropajes de un cardenal, debido a los servicios que prestó al papa san Dámaso, aunque a veces también lo pintan junto a un león, porque se dice que domesticó a una de esas fieras a la que sacó una espina que se había clavado en la pata. La leyenda pertenece más bien a san Gerásimo, pero el león podría ser el emblema ideal de aquel noble, indomable y valiente defensor de la fe.

La bibliografía sobre Jerónimo es enorme, como es lógico, y no tiene en este caso sentido reproducir aquí la del artículo origuinal del Butler-Guinea, que ha quedado por completo desactualizada. Una vida del santo y una introducción más detallada a su obra puede encontrarse en la «Patrología» de Quasten-Di Berardino, BAC, 1981, tomo III, pág. 249ss., con abundante bibliografía.