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San Ignacio de Constantinopla, obispo y confesor

San Ignacio era de ilustre cuna: su madre era hija del emperador Nicéforo y su padre, Miguel Rangabe, llegó a ser emperador. El reinado de Miguel fue de corta duración. En efecto, el año 813, fue depuesto en favor de Miguel el Armenio, y sus dos hijos fueron mutilados y encerrados en un monasterio. El más joven de los dos, Nicetas, tomó el nombre de Ignacio y se hizo monje. El abad de su monasterio le hizo sufrir mucho. Después de su ordenación de sacerdote fue elegido abad, a la muerte de su predecesor. El año 846, fue nombrado patriarca de Constantinopla. Sus virtudes brillaron espléndidamente en ese cargo; pero la libertad con que se opuso al vicio y reprendió a los pecadores públicos le atrajo una violenta persecución. El césar Bardas, tío del emperador Miguel III, fue acusado de incesto: en la Epifanía del año 857, Ignacio le rehusó la comunión públicamente. Bardas persuadió entonces al emperador Miguel el Ebrio (tal apodo, aunque muy significativo, no es del todo justo) de que se deshiciese del patriarca. El emperador y su tío, ayudados por el obispo Gregorio de Siracusa, inventaron diversas acusaciones, depusieron a Ignacio y le enviaron al destierro.

En realidad, no se trataba solamente de una venganza individual, sino de una lucha sorda entre dos partidos: por una parte, los miembros de la casa imperial y el clero de la corte, apoyados por la mayoría de los elementos moderados. Por otra parte, un grupo de rigoristas extremosos, que defendían «la independencia del poder religioso», encabezados por los monjes del monasterio de Studium. San Ignacio apoyaba a estos últimos, y por ello fue desterrado a la isla de Terebintos. A pesar de lo que se dijo más tarde, el santo parece haber renunciado en ese momento al gobierno de su diócesis, aunque tal vez en forma condicional. Bardas nombró patriarca a un hombre de ciencia y talento excepcionales, llamado Focio. En la semana anterior a la Navidad del año 858, Focio, que era laico, tomó el hábito de monje y recibió sucesivamente las órdenes de lector, subdiácono, diácono, sacerdote y obispo. Cuando escribió al papa Nicolás I para anunciarle su elección, éste envió a unos legados a Constantinopla para investigar el asunto.

Las consecuencias de la encuesta, que fueron muy importantes, pertenecen más bien a la historia general de la Iglesia. Hagamos notar solamente que las investigaciones de los últimos cincuenta años han revelado la complejidad del asunto y han modificado, para bien o para mal, las conclusiones que se habían aceptado durante muchos siglos. Antiguamente se creía que se trataba de un intento de Constantinopla de mantener tenazmente su independencia completa de Roma, encabezada por el archicismático Focio; actualmente, sabemos que fue en realidad un aspecto de una lucha de partidos político-eclesiásticos, en la que los partidarios de san Ignacio se mostraron tan rebeldes a la Santa Sede como Focio en sus peores momentos.

Nueve años más tarde, en 867, el emperador Miguel III, quien había tomado parte el año anterior en el asesinato de Bardas, fue asesinado por Basilio el Macedonio, que se apoderó del trono. Basilio procedió a deponer a Focio de la sede patriarcal (que había de volver a ocupar diez años después) y llamó a san Ignacio del destierro para ganarse el apoyo de sus partidarios. Entonces, san Ignacio incitó a Adriano II, quien había sucedido a Nicolás I en el trono pontificio, a convocar un concilio ecuménico. La reducida asamblea que se reunió en Constantinopla el año 869 fue el octavo Concilio Ecuménico y el cuarto de Constantinopla. Los Padres conciliares excomulgaron a Focio y condenaron a sus partidarios, pero los trataron con bondad.

En los años que le quedaban de vida, san Ignacio desempeñó los deberes de su oficio con celo y energía, aunque desgraciadamente no con la misma prudencia. En efecto, por irónico que parezca, el santo continuó la política de Focio respecto de la Santa Sede en la cuestión de la jurisdicción patriarcal sobre los búlgaros y llegó incluso a incitar al príncipe búlgaro, Boris, a expulsar a los sacerdotes y obispos latinos, y a acoger a los que él le había enviado. Naturalmente, eso indignó al papa Juan VIII, quien envió a unos legados para que amenazaran a Ignacio con la excomunión; pero san Ignacio murió el 23 de octubre del año 877, antes de que llegase la embajada a Constantinopla. La santidad personal de Ignacio, la valentía con que atacó los vicios de los más altos personajes y la paciencia con que soportó los sufrimientos que se le impusieron injustamente, le han merecido figurar en el Martirologio Romano. Los católicos latinos de Constantinopla, así como los bizantinos, tanto católicos como disidentes, celebran esta fiesta.

En Acta Sanctorum, oct. vol. x, hay una traducción latina de la biografía griega de san Ignacio, escrita por Nicetas de Paflagonia. El historiador Dvornik dice que es «apenas mejor que un panfleto político, de veracidad muy discutible». En Mansi y en Hefele-Leclercq, Conciles vol., IV, se encontrarán la correspondencia diplomática y otros documentos de la época. La opinión sobre Focio empezó a cambiar desde que A. Lapótre publicó su obra Le Pape Jean VIII (1895) y E. Amann sus artículos sobre Juan VIII, Juan IX, Nicolás I y Focio, en Dictionnaire de Théologie Catholique. Naturalmente, no debe confundirse este san Ignacio, obispo de Constantinopla, con el más famoso Ignacio de Antioquía, uno de los más importantes Padres de la Iglesia, cuyo martirio celebramos apenas unos días antes, el 17 de octubre.