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San Guillermo Firmato, eremita

En el siglo XI las canonjías no estaban reservadas exclusivamente al clero, así que Guillermo Firmato, distinguido ciudadano de Tours pero aun muy joven, fue nombrado canónigo de San Venancio, siendo que aun no sabía qué haría de su vida. Buscando ocupación, primero se enroló en el ejército y después estudió medicina, y se hizo rico. Pero Dios llamó su atención sobre el mal de la avaricia: el diablo se le apareció en forma de mono y se sentó sobre la bolsa en que Guillermo guardaba el dinero. Al punto abandonó su profesión y se retiró con su madre, que era viuda, a los bosques alrededor de Tours, para llevar una vida de ermitaño. Su madre hacía las tareas del hogar y cocinaba para él. Cuando ésta murió, Guillermo emprendió una vida aún más austera, como anacoreta en un bosque de Laval de Mayenne. Ahí tuvo que sufrir los ataques de los habitantes, especialmente por las tentaciones y acusaciones de una desvergonzada mujer que le habían preparado para que lo sedujera. Finalmente tanto la mujer como los que le habían tendido la trampa se arrepintieron y testimoniaron a favor de Guillermo, pero ahora era la fama la que no le permitía vivir en soledad.

Emprendió una larga peregrinación a Jerusalén, donde fue capturado por los sarracenos pero luego milagrosamente liberado, y pasó también por Roma, a visitar las tumbas de Pedro y Pablo. A su regreso vivió como ermitaño en varias regiones de la Bretaña y de Francia, como Vitré, Savigny y Mantilly y alcanzó gran reputación de santidad. Como poseía poderes sobre los animales, los campesinos acudían a su intercesión para defender sus huertos y sus campos de las bestias. Se cuenta que el santo amonestaba cariñosamente a las liebres y cabras, que pacían a su alrededor y a los pájaros, que se cobijaban entre los pliegues de su hábito en busca de calor. Pero en el caso de un jabalí muy salvaje, empleó medidas más severas: tomándole por la oreja, le encerró en una celda y le ordenó que ayunase toda la noche. Al día siguiente, puso en libertad a la fiera, que había aprendido para siempre la lección.

Una vez un guardabosques llamado Arturo Campella se dirigía a visitar a Guillermo. A menudo lo hacía, porque la asociación con alguien que estaba tan familiarizado con la bondad de Dios era una bendición. Hacía tanto calor en el camino, y Arturo estaba sudando tanto que se quitó la camisa y se la colgó del hombro de una rama. Así fue que un joven salteador de caminos de repente le arrebató la camisa y salió corriendo con ella. Al llegar a Guillermo, Arturo contó toda la historia y esperó que el santo supiera qué hacer. Guillermo rió: "Ese ladrón no sirve para nada. Verás que te devolverá la camisa en poco tiempo". Tan pronto como hubo terminado de hablar, el joven entró y depositó con cuidado la camisa robada a los pies del santo varón, anunciando que había sentido remordimiento y había venido a pedir perdón. Más tarde se retiraron juntos a una pequeña isla en el Ródano, y de allí marcharon una vez más a Jerusalén. Pero el área alrededor de Mantilly había sido devastada por una terrible hambruna desde su partida. Regresaron y expulsaron el mal.

Su vida fue una sucesión de milagros. El Señor le había indicado a qué hora moriría. Cuando se acercó a esa hora, se retiró a su choza, se acostó en la cama con semblante alegre y pacífico, y en voz baja se despidió de sus hermanos para hacer su última peregrinación al Señor. Murió en Mortain. Algunos dan el año de su muerte el 1090, otros el 1095 y otros el 1103.

La biografía que se halla en Acta Sanctorum, abril, vol. III, se atribuye a Esteban de Fouguéres. Ver también E. A. Pigeon, Vies des Saints du diocése de Coutances, vol. II, p. 398. Este texto toma fundamentalmente la presentación del Butler, complementada con el santoral holandés, que resume algunos aspectos de los bolandistas no narrados en el Butler.