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San Equicio, abad

San Equicio vivía en los Abruzos, en la época en que san Benito fundaba su orden en Monte Cassino. En su juventud, Equicio sufrió mucho a causa de las tentaciones de la carne. Se retiró a vivir como solitario en la región de Valeria y ahí, mediante la oración y la disciplina, consiguió dominar perfectamente sus pasiones y conquistar las virtudes espirituales. Después, sintiéndose llamado a dirigir a otros, fundó un monasterio en Terni (Amiternum), al que siguieron varios otros monasterios de hombres y de mujeres. San Gregorio Magno nos dejó una descripción de Equicio, para la cual se basó en el testimonio de Albino, obispo de Rieti y otras personas que habían conocido al santo: «Tan grande era el celo por la salvación de las almas que le consumía, que sin descuidar la dirección de varios monasterios, viajaba constantemente y visitaba iglesias, ciudades, pueblos y casas, tratando de encender en los corazones de sus oyentes el fuego del amor de Dios. Sus vestidos eran pobres, estaban llenos de remiendos y aquellos que no le conocían no se dignaban siquiera responder a su saludo. Cabalgaba en la peor montura que podía encontrar, con una cuerda por brida y una zalea por silla. Transportaba sus libros de teología en las alforjas que colgaban sobre los flancos de su caballo. En cuanto llegaba a un sitio, dejaba correr las aguas de la Sagrada Escritura y refrescaba las almas de sus oyentes con la corriente celestial del texto sagrado. Su predicación era tan elocuente, que la fama de ella llegó hasta Roma».

Como muchos de los abades de la época, san Equicio no había recibido las órdenes sagradas. Un patricio llamado Félix le echó en cara su atrevimiento de predicar sin estar ordenado ni haber recibido la autorización del obispo de Roma. Equicio replicó: «Mucho he reflexionado sobre la acusación que acabáis de hacerme; pero una noche se me apareció en sueños un joven y poniéndome sobre la lengua un instrumento semejante al que se usa para cauterizar las heridas, me dijo: 'He aquí que he puesto mi palabra en tu boca para que vayas a predicarla por todas partes.' Y desde ese día, sólo he podido hablar de Dios, a querer o no». Tal respuesta no satisfizo, sin embargo, a algunos clérigos romanos, quienes se quejaron ante el Papa de que «ese personaje rústico se ha arrogado la autoridad de predicar, a pesar de su ignorancia, y ha usurpado el oficio de legislador apostólico», y le pidieron que se ocupase del asunto. El Pontífice mandó a un clérigo llamado Julián a traer a san Equicio. Julián encontró al santo abad en su monasterio, calzado con botas de campo, segando la yerba. En cuanto el santo se enteró de que el Papa le llamaba, quiso partir a Roma. Pero, como Julián, cansado del viaje, quisiese pasar la noche en el monasterio, Equicio se resignó a ello, diciendo: «Lo siento mucho, porque si no partimos hoy, no partiremos mañana». Así sucedió, en efecto, porque al día siguiente se presentó un mensajero a decir a Julián que el Papa había tenido una visión acerca de la santidad de Equicio y que ya no hacía falta que fuese a Roma. San Equicio murió hacia el año 560. Su cuerpo fue trasladado un 7 de marzo a la iglesia de San Lorenzo de Aquila.

Véase Acta Sanctorum, marzo, I. Mabillon coleccionó también una serie de datos fragmentarios (vol. I, pp. 655-668).