SCÓB,MÁR

San Cristóbal, mártir

Aunque apenas puede dudarse de que existió en la antigüedad un mártir de nombre Cristóbal, a ello se reduce en la práctica todo lo que sabemos de él. Quizás por su nombre, que significa «el que lleva a Cristo», se fue tejiendo en torno a él una leyenda, tan famosa en Oriente como en Occidente, que tomó su forma definitiva al fin de la Edad Media. Reproducimos ese relato legendario extrayéndolo de lo que transmite en el siglo XIII la «Leyenda Dorada», del beato Jacobo de la Vorágine, que ha sido el principal vehículo por el que se consolidó en la memoria popular los «hechos» de este santo. De ella procede la creencia de que, quien mira una imagen de san Cristóbal no sufrirá daño alguno. Por ello se acostumbraba poner en las puertas de las iglesias grandes estatuas del santo, para que todos los que entraban en ellas viesen su imagen. San Cristóbal era, en la antigüedad, el patrono de los viajeros y los cristianos le invocaban contra las tempestades, las plagas y los peligros del mar. En la actualidad, el santo es muy popular como patrono de los conductores de automóviles. La primitiva leyenda no hablaba de que san Cristóbal se hubiese dedicado a buscar un amo, ni de que hubiese pasado su vida transportando a los que querían cruzar el río; pero sí menciona su estatura gigantesca y su apariencia imponente y cuenta que su cayado había florecido en la tierra. También atribuye gran importancia al incidente de Aquilina y Nicea y describe todas las torturas a las que Cristóbal fue sometido antes de morir. El Martirologio Romano afirma que fue martirizado en Licia, sin que pueda especificarse ni un solo dato más.

Cristóbal se llamaba Réprobo antes de su bautismo. Pero con el sacramento recibió el nombre de Cristóbal, que significa portador de Cristo, porque había de llevar a Cristo de cuatro modos: sobre los hombros, en el cuerpo por la penitencia, en la mente por la devoción, y en la boca por la confesión de la fe y la predicación.

Cristóbal pertenecía a la tribu de Canaán. Era increíblemente alto y su rostro infundía miedo. La anchura de sus espaldas era de doce codos. Las historias cuentan que, cuando vivía en la corte del rey de Canaán, decidió partir en busca del más grande príncipe de este mundo y entrar a su servicio. Tan lejos fue Cristóbal, que llegó a la corte de un gran rey, que tenía fama de ser el mayor del mundo. Guando el monarca le vio, le tomó a su servicio y le alojó en su palacio. En una ocasión, un bardo cantó delante del soberano una canción en la que mencionaba frecuentemente al demonio. Como el rey era cristiano, hacía la señal de la cruz cada vez que oía mentar al diablo, y al ver aquello Cristóbal, se preguntaba maravillado qué significaba esa señal y por qué la hacía el soberano. Tanto se interesó por aquel misterio, que acabó por interrogar a su amo. Como el rey rehusó revelarle el significado de la señal, Cristóbal le suplicó y aun le amenazó con abandonar su servicio si no obtenía una respuesta. Entoces el rey le respondió: «Siempre que oigo mentar al diablo tengo miedo de que ejerza su poder sobre mí y el signo de la cruz me protege contra sus acechanzas». Entonces Cristóbal dijo al rey: «¿De modo que temes al diablo? Eso quiere decir que el diablo tiene más poder y es mayor que tú. Yo creía que tú eras el príncipe más poderoso del mundo. Así pues, te encomiendo a Dios, porque en este momento me voy a buscar al diablo para servirle».

Cristóbal partió de la corte del rey y se apresuró a buscar al diablo. Pasando por un desierto, vio una gran comitiva de caballeros. El más cruel y horrible de ellos se acercó a Cristóbal y le preguntó a dónde iba. Cristóbal le respondió: «Voy a buscar al diablo para servirle». Y el caballero le dijo: «Yo soy el que buscas». Cristóbal se alegró mucho al saberlo e inmediatamente le prometió servirle lealmente y tenerle por señor hasta la muerte. Un día que iban por un camino real, encontraron una cruz plantada al borde. En cuanto el diablo vio la cruz, echó a correr lleno de miedo y condujo a Cristóbal a través de un desierto para alejarse de la cruz y, luego de dar un rodeo volvieron a tomar el camino real. Cristóbal, muy asombrado, preguntó al diablo por qué había abandonado el camino real y le había conducido a través de un desierto tan árido. Pero el diablo no quería responderle. Entonces Cristóbal le dijo: «Si no me respondes, abandonaré tu servicio». Viéndose obligado a contestarle, el diablo le dijo: «Hubo un hombre llamado Cristo que fue crucificado. Y siempre que veo una cruz tengo miedo y me echo a correr». Cristóbal declaró: «Eso quiere decir que Cristo es más grande y más poderoso que tú. Veo, pues, que me he esforzado en vano por encontrar al Señor más poderoso del mundo. En este mismo momento abandono tu servicio. Prosigue tu camino, porque yo me voy en busca de Cristo».

Después de mucho caminar y preguntar dónde podría encontrar a Cristo, Cristóbal llegó a la morada de un ermitaño del desierto. El ermitaño le habló de Cristo, le instruyó diligentemente en la fe y le dijo: «El Rey a quien buscas exige de ti el servicio de ayunar frecuentemente». Cristóbal le respondió: «Pídeme otra cosa, pues yo soy incapaz de ayunar». El ermitaño replicó: «Entonces tienes que velar y hacer mucha oración». Y Cristóbal respondió: «No sé lo que es hacer oración, de suerte que tampoco puedo obedecer este mandato». Entonces el ermitaño le dijo: «¿Conoces el río profundo de peligrosa corriente en el que han perecido muchas gentes?» Cristóbal respondió: «Sí, lo conozco muy bien». El ermitaño replicó: «Como eres muy alto y erguido y tus músculos son muy fuertes, debes irte a vivir a la orilla de ese río y transportar sobre tus hombros a cuantos quieran atravesarlo. Ese servicio agradará sin duda al Señor Jesucristo, a quien tú buscas. Espero que Él se te mostrará algún día». Cristóbal partió hacia el río y se construyó una morada en la orilla. Para vadear el río empleaba un enorme palo a manera de cayado, y transportaba sin cesar a toda clase de gente de una orilla a otra. Y ahí vivió muchos días, trabajando como hemos dicho.

Cierta noche cuando dormía en su choza, oyó la voz de un niño que le llamaba: «Cristóbal, ven a transportarme». Cristóbal se despertó y salió, pero no vio a nadie. Volvió a entrar en su morada y oyó, por segunda vez, la misma voz; inmediatamente acudió, pero no encontró a nadie. Al oír el llamado por tercera vez, Cristóbal salió a buscar detenidamente y encontró, a la orilla del río, a un niño que le pidió amablemente, que le transportase a la otra orilla. Cristóbal subió al niño en sus hombros, tomó su cayado y empezó a vadear la corriente. Pero las aguas empezaron a subir y el niño pesaba como el plomo. Cuanto más avanzaba Cristóbal, más crecía la corriente y más pesado se hacía el niño, de suerte que Cristóbal tuvo miedo de perecer ahogado. Sin embargo, con gran esfuerzo pudo llegar a la otra orilla. Entonces dijo al pequeño: «Niño, me has puesto en un grave peligro. Me pesabas como si cargase el mundo sobre mis hombros. ¡Nunca había soportado un peso tan grande como el tuyo, que eres tan pequeño!» Y el niño respondió: «No te maravilles por ello, Cristóbal. No has cargado al mundo, pero llevaste sobre los hombros al Creador del mundo. Yo soy Jesucristo, el Rey a quien sirves con tu trabajo. Y, para que sepas que digo la verdad, planta tu cayado junto a tu casa, y yo te prometo que mañana tendrá flores y frutos». Dicho esto, desapareció el niño. Cristóbal plantó su cayado y, cuando se levantó a la mañana siguiente, el palo seco era como una palmera llena de hojas, de flores y de dátiles.

Cristóbal fue entonces a la ciudad de Licia. Como no entendía el idioma de los habitantes, pidió al Señor que le ayudase y Dios le concedió el entendimiento de aquella lengua extraña. Mientras Cristóbal hacía su oración en alta voz, las gentes que lo observaban juzgaron que estaba loco y lo dejaron en paz. Cuando Cristóbal empezó a entender el idioma de los habitantes de Licia, se cubrió el rostro y escuchó lo que se hablaba. Así se enteró de lo que sucedía en la ciudad y sin tardanza, se dirigió al sitio en que los jueces condenaban a muerte a los cristianos y les reconfortó en Cristo. Entonces, los magistrados le abofetearon. Cristóbal les dijo: «Si no fuese cristiano, me vengaría de esta injuria». En seguida plantó su cayado en la tierra y pidió al Señor que lo hiciese florecer y fructificar para convertir al pueblo. Y así sucedió inmediatamente, y se convirtieron ocho mil hombres. Entonces, el rey envió a dos caballeros para que trajesen prisionero a Cristóbal. Los caballeros encontraron a Cristóbal en oración y no se atrevieron a comunicarle la orden del rey. El monarca envió entonces a otros dos caballeros, los cuales se arrodillaron a orar con Cristóbal. Cuando éste terminó su oración, preguntó a los caballeros: «¿Qué buscáis?» Cuando los caballeros vieron el rostro de Cristóbal, le dijeron: «El rey nos ha enviado para que te llevemos prisionero». Cristóbal les dijo: «Si yo quisiera no podríais llevarme prisionero». Los caballeros replicaron: «Si quieres quedar libre, vete pronto y nosotros diremos al rey que no te hemos encontrado». Pero Cristóbal respondió: «No será así, sino que iré con vosotros». Entonces Cristóbal convirtió a los caballeros a la fe y les pidió que le atasen las manos a la espalda y le llevasen a la presencia del rey. Cuando el monarca vio a Cristóbal, sintió tan gran temor que se cayó del trono y sus servidores le ayudaron a levantarse. Entonces el rey preguntó al prisionero su nombre y su país de origen. Cristóbal respondió: «Antes de mi bautismo me llamaba Réprobo y ahora me llamo Cristóbal que significa "portador de Cristo"; antes de mi bautismo era yo cananeo y ahora soy cristiano». El rey replicó: «Tienes un nombre absurdo, porque das testimonio de Cristo, un hombre que fue crucificado y no pudo salvarse, de suerte que tampoco podrá defenderte a ti. ¿Por qué te niegas a sacrificar a los dioses, maldito cananeo?» Cristóbal respondió: «Con razón te llamas Dagnus, pues eres la ruina del mundo y discípulo del demonio. Tus dioses han sido hechos por manos de hombres». Y el rey le dijo: «Tú te educaste entre bestias salvajes; por ello hablas un idioma salvaje y dices palabras que los hombres no entienden. Si ofreces sacrificios a los dioses, te colmaré de regalos y honores; pero si te niegas, te destruiré y aplastaré con horribles penas y torturas». Como Cristóbal se negase a ofrecer sacrificios a los dioses, el rey le encarceló. También mandó decapitar a los caballeros que había enviado a buscarle y se habían convertido al cristianismo.

En seguida, envió al calabozo de Cristóbal a dos hermosas mujeres, llamadas Nicea y Aquilina y les prometió ricos presentes si conseguían hacer pecar a Cristóbal. Al ver a las mujeres, Cristóbal se arrodilló a hacer oración. Pero, como ellas empezasen a abrazarle, Cristóbal se levantó y les dijo: «¿Qué queréis? ¿Para qué habéis venido?» Las mujeres, asustadas de la santidad que se reflejaba en el rostro de Cristóbal, le dijeron: «Hombre de Dios, apiádate de nosotras para que creamos en el Dios que tú predicas». Al enterarse de aquella conversión, el rey mandó que trajesen a su presencia a las mujeres y les dijo: «Os habéis dejado engañar. Pero juro por mis dioses que, si no les ofrecéis sacrificios, pereceréis al punto de mala muerte». Y las mujeres respondieron: «Si quieres que ofrezcamos sacrificios, manda limpiar la plaza y ordena que todo el pueblo se reúna en ella». Cuando quedó cumplida la orden del rey, las mujeres entraron en el templo y, enredando sus guirnaldas en el cuello de los ídolos, los derribaron y los hicieron pedazos. En seguida dijeron a los presentes: «Id a buscar a los médicos y a las brujas para que curen a vuestros dioses». Entonces el rey mandó ahorcar a Aquilina y colgarle de los pies una pesada roca para que se desgarrasen los miembros. Cuando Aquilina murió y pasó al Señor, su hermana Nicea fue arrojada a una hoguera, pero salió de ella totalmente ilesa. Entonces los verdugos le cortaron la cabeza y así murió.

Cristóbal compareció de nuevo ante el rey, quien ordenó que le golpeasen con varillas de hierro, que le colocasen sobre la cabeza una cruz de hierro al rojo vivo, que le sentasen sobre una silla de hierro y encendiesen fuego debajo de ella y que vertiesen sobre el mártir pez hirviente. Pero el asiento se derritió y Cristóbal se levantó sin una sola herida. Viendo esto, el rey mandó que le atasen a una gran estaca y que cuarenta arqueros disparasen sus flechas contra él. Pero ninguno de los arqueros pudo dar en el blanco, porque las flechas se desviaron en el aire y no tocaron a Cristóbal. El rey, creyendo que Cristóbal había sido atravesado por las flechas, le dirigió la palabra; entonces una de las flechas cambió súbitamente de dirección y fue a clavarse en el ojo del rey. Cristóbal le dijo: «Tirano, yo voy a morir mañana. Haz un poco de lodo con mi sangre, úngete con él el ojo y así recobrarás la vista». Entonces el rey mandó que le cortasen la cabeza. Cristóbal hizo su oración, y el verdugo lo decapitó. Tal fue el martirio de Cristóbal. Entonces el rey hizo un poco de lodo con su sangre, se lo puso en el ojo, y dijo: «En el nombre de Dios y de Cristóbal». E inmediatamente quedó curado. El rey creyó entonces en Dios y mandó que fuesen decapitados todos los que blasfemasen de Dios o de san Cristóbal.

R. Hindringer, en Lexikon für Theologie and Kirche, vol. V, cc. 934-936, y H. F Rosenfeld, Der hl. Christophorus (1937), discuten los interesantes problemas relacionados con el santo. No cabe duda de que existió un san Cristóbal, cuyo culto era tan popular en Oriente como en Occidente. En Acta Sanctorum pueden verse varias recensiones griegas y latinas del texto de la leyenda primitiva (julio, vol. VI ). Cf. igualmente Analecta Bollandiana, vol. I, pp. 121-148 y vol. X, pp. 393-405; y H. Usener, Acta S. Marinae et S. Christophori. Entre los manuscritos del Museo Británico hay un texto sirio de la leyenda de San Cristóbal (Addit. 12, 174). Acerca de San Cristóbal en el arte, cf. Künstle, Ikonographie, vol. II, pp. 154-160, y Drake, Saints and their Emblems.
Cuadros. La iconografía del santo es inmensa, sólo dos muestras:
-Masaccio, fresco de 1420, en San Clemente, en Roma.
-Konrad Witz, panel de 1435, en Öffentliche Kunstsammlung, Basilea.