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San Columbano de Luxeuil y de Bobbio, abad

El más grande de los monjes misioneros irlandeses que actuaron en el continente europeo, debió nacer más o menos cuando murió san Benito, el patriarca de los monjes de Occidente, cuya regla adoptarían un día todos los monasterios de san Columbano. Columbano nació en Leinster y recibió una buena educación. Estuvo a punto de echarla a perder cuando era joven a causa de las tentaciones de la carne. En efecto, ciertas «Lascivae puellae» (mujercillas de mala vida), según cuenta Jonás, el biógrafo del santo, trataron de corromperle, y Columbano se sintió muy tentado a ceder. En su aflicción, pidió consejo a una mujer muy piadosa, que durante años había vivido alejada del mundo, y ésta le dijo que, si era necesario, partiese de su patria para huír de la tentación: «¿Crees que podrás resistir? Acuérdate de los halagos de Eva y de la caída de Adán; acuérdate de Sansón vencido por Dalila; recuerda a David, a quien la belleza de Betsabé apartó del buen camino, acuérdate del sabio Salomón engañado por las mujeres. Huye, escapa lejos de ese río en el que tantos han caído». Columbano creyó encontrar en esas palabras algo más que el prudente consejo a un joven que atraviesa por una prueba tan común en la adolescencia y las interpretó como un llamamiento a renunciar al mundo y abrazar la vida religiosa. Así pues, abandonó a su madre, a pesar de que ésta trató de impedírselo, y se fue a vivir en una isla de Lough Erne, llamada Cluain Inis, con el monje Sinell. Más tarde, se trasladó a la famosa escuela monástica de Bangor, en Belfast Lough. No sabemos cuánto tiempo pasó allí; Jonás dice que «muchos años». Probablemente tenía alrededor de cuarenta y cinco cuando obtuvo permiso del santo abad Congall para partir del monasterio. Con doce compañeros se trasladó a la Galia, donde las invasiones de los bárbaros, las guerras civiles y la relajación del clero, habían reducido la religión a un estado lamentable.

Los monjes irlandeses empezaron inmediatamente a predicar al pueblo con el ejemplo de su caridad, penitencia y devoción. Su fama llegó a oídos del rey Gontram de Borgoña, el cual regaló, antes del 590, a san Columbano unas tierras para que construyese en Annegray, en las montañas de los Vosgos, su primer monasterio. El biógrafo del santo relata ciertos incidentes que recuerdan algunas escenas de la vida de san Francisco de Asís. Pronto, el convento de Annegray resultó insuficiente, pues muchísimos monjes querían vivir bajo la dirección de Columbano. El santo construyó entonces el monasterio de Luxeuil, no lejos del primero, y también el de Fontes (actuahnente Fontaine), que se llamó así por las fuentes que allí había. Estas tres fundaciones y la de Bobbio fueron las que Columbano llevó a cabo personalmente. Sus discípulos establecieron numerosos monasterios en Francia, Alemania, Suiza e Italia, que se convirtieron en centros de religión e industria, en el período oscuro de la Edad Media. San Columbano estableció como fundamento de su regla el amor de Dios y del prójimo, y sobre ese precepto general erigió todo el edificio. Mandó que los monjes comiesen en forma muy sencilla y en proporción al trabajo que ejecutasen. Dispuso que comiesen diariamente para poder cumplir con sus obligaciones. Prescribió el tiempo que debían emplear en la oración, en la lectura y en el trabajo manual. El santo afirmaba que recibió esas reglas de sus mayores, es decir, de los monjes irlandeses. Impuso a todos los monjes la obligación de orar en privado en sus celdas, y señaló que lo esencial es la oración del corazón y la concentración de la mente en Dios. La regla se complementa con un penitencial en el que se determinan las penitencias que deben imponerse a los monjes por cada falta, por leve que ésta sea. La regla de san Columbano difiere principalmente de la de san Benito por su severidad, tan característica del cristianismo céltico. En efecto, las menores transgresiones se castigan con ayunos a pan y agua y disciplinas. El rezo del oficio divino es particularmente largo (El máximo es de setenta y cinco salmos diarios en invierno). Puede decirse que en materia de austeridad, los monjes célticos rivalizaban con los de Oriente.

Al cabo de doce años de gran paz, los obispos francos empezaron a mostrar cierta hostilidad contra los monjes de san Columbano y convocaron a éste ante un sínodo para que justificase sus costumbres célticas (fecha de la Pascua, etc.). El santo se negó a comparecer, «para no caer en disputas de palabras»; pero dirigió a la asamblea una carta en la que él, «pobre extranjero en estas regiones por la causa de Cristo», suplica humildemente que le dejen en paz, e indica claramente que el sínodo tiene asuntos más graves en qué ocuparse que la fecha de la Pascua. Como los obispos insistiesen, san Columbano apeló a la Santa Sede. En sus cartas a dos diferentes papas protestó de su ortodoxia y de la de sus monjes, explicó las costumbres irlandesas y pidió que se las confirmara. El tono de las cartas es muy sincero y, para excusarse por ello, dice el santo: «Perdonadme, os ruego, bendito Pontífice, el atrevimiento que me lleva a escribir en forma tan presuntuosa. Os ruego que, por lo menos una vez, os acordéis de mí en vuestras santas oraciones, pues soy un indigno pecador».

Pronto se vio San Columbano envuelto en una tempestad más seria. El rey de Borgoña, Teoderico II, profesaba gran respeto al santo, pero éste le reprendió por tener concubinas en vez de casarse, lo cual molestó mucho a la reina Brunequilda, abuela de Teodorico, que había sido regente del reino, pues temía que, si su nieto se casaba, ella perdería su influencia. La cólera de Brunequilda llegó al colmo cuando Columbano se negó a bendecir a los cuatro hijos naturales de Teodorico, diciendo: «No heredarán el reino, pues son mal nacidos». Por otra parte, el santo negó a Brunequilda la entrada en su monasterio, como lo hacía con todas las mujeres y aun con los laicos. Como eso era contrario a la costumbre franca, Brunequilda lo aprovechó como pretexto para excitar a Teodorico contra san Columbano. El resultado fue que el año 610, el santo y todos sus monjes irlandeses fueron deportados a Irlanda. Es imposible que los obispos hayan intervenido en la expulsión. Desde Multes escribió san Columbano su famosa carta a los monjes que habían quedado en Luxeuil. Montalembert dice que esa carta contiene «algunos de los pensamientos más bellos que el genio cristiano haya producido jamás».

El santo se embarcó en Nantes; pero una tempestad le obligó a volver a tierra. Entonces san Columbano se dirigió, pasando por París y Meaux, a la corte de Teodeberto II de Austrasia, que estaba en Metz. El monarca le acogió amablemente. Bajo su protección, Columbano y algunos de sus discípulos fueron a predicar a los infieles de las cercanías del lago de Zurich. Como no fuesen allí bien recibidos, se trasladaron a un hermoso valle de las cercanías del lago de Constanza, actualmente Bregenz. Allí encontraron un oratorio abandonado dedicado a Santa Aurelia y junto a él construyeron sus celdas. Pero también allí los métodos enérgicos de algunos de los misioneros, especialmente de san Galo, provocaron al pueblo contra ellos. Por otra parte, Austrasia y Borgoña estaban en guerra. Teodoberto resultó vencido y sus propios súbditos le entregaron a su hermano Teodorico, quien le envió a su abuela Brunequilda.

San Columbano, viendo que su enemigo era el amo de la región en que se hallaba y que su vida corría peligro, cruzó los Alpes (por más que tenía ya unos setenta años). En Milán fue muy bien acogido por el rey arriano Agilulfo de Lombardía y su esposa Teodelinda. El santo empezó inmediatamente a combatir el arrianismo, contra el que escribió un tratado, e intervino en el asunto de los Tres Capítulos. Aquellos escritos fueron condenados por el quinto Concilio Ecuménico de Constantinopla, porque favorecían el nestorianismo. Los obispos de Istria y algunos de los de Lombardía defendieron los Tres Capítulos con tal ardor, que rompieron la comunión con el Papa. El rey y la reina indujeron a san Columbano a que escribiese francamente al papa san Bonifacio IV en defensa de esos escritos, urgiéndole a velar por la ortodoxia. San Columbano conocía mal el tema de la controversia. Por lo demás, no dejó de formular claramente su ardiente deseo de permanecer en la unidad de la fe, su intensa devoción a la Santa Sede y su convicción de que «el pilar de la Iglesia ha estado siempre en Roma». En seguida añadía: «Nosotros los irlandeses, que vivimos en el extremo de la tierra, somos seguidores de san Pedro y san Pablo y de los discípulos que escribieron los libros canónicos inspirados por el Espíritu Santo. No aceptamos nada que no esté conforme con las enseñanzas evangélicas y apostólicas ... Confieso que me hace sufrir la mala fama que tiene la cátedra de San Pedro en esta región ... Como lo he dicho antes. estamos ligados a la cátedra de San Pedro. Cierto que Roma es grande y famosa por sí misma, pero ante nosotros, sólo es grande y famosa por la cátedra de San Pedro». Admitiendo que se expresa con demasiada franqueza (pues llega a llamar al papa Vigilio «causa de escándalo»), escribió en la misma carta: «Si en ésta o en alguna otra de mis cartas ... encontráis expresiones dictadas por un celo excesivo, atribuidlas a indiscreción y no a orgullo. Velad por la paz de la Iglesia ... , emplead la voz y los gestos del verdadero pastor y defended a vuestro rebaño de los lobos». San Columbano llama al papa «pastor de pastores», «jefe de los jefes» y «Pontífice único, cuyo poder se engrandece honrando al Apóstol Pedro».

Agilulfo regaló a Columbano una iglesia en ruinas y ciertas tierras en Eboviuni (Bobbio). En ese valle de los Apeninos, situado entre Génova y Piacenza, emprendió el santo la fundación de la abadía de San Pedro. A pesar de su avanzada edad, trabajó personalmente en la construcción. Pero lo que deseaba ardientemente, era el retiro para prepararse a bien morir. Cuando visitó a Clotario II de Neustria, a su regreso de Nantes, había profetizado que Teodorico caería tres años más tarde. La profecía se cumplió. Teodorico había muerto, Brunequilda fue brutalmente asesinada y Clotario era el amo de Austrasia y de Borgoña. Recordando la profecía de san Columbano, el monarca le invitó a volver a Francia. El santo no pudo aceptar la invitación pero rogó a Clotario que se mostrase bondadoso con los monjes de Luxeuil. Poco después murió, el 23 de noviembre del 615.

Aun a mediados del siglo XVIII, Luxeuil era todavía un monasterio muy floreciente, ocupado por la congregación benedictina de San Vitono. Pero cincuenta años después, la Revolución Francesa puso fin a la larga, azarosa y gloriosa historia de Luxeuil. En cuanto al monasterio de Bobbio, cuya biblioteca llegó a ser una de las mayores durante la Edad Media, empezó a declinar desde el siglo XV y fue suprimido por los franceses en 1803; la biblioteca había empezado a dispersarse casi tres siglos antes. Sin embargo, todavía se celebra la fiesta de san Columbano en la pequeña diócesis de Bobbio. En el norte de Italia quedan numerosas huellas del culto que se tributaba antiguamente al santo. Un monje de Bobbio, llamado Jonás, escribió una biografía poco después de la muerte de San Columbano.

La obra de Jonás es nuestra principal fuente. B. Krusch hizo una edición crítica en Monumenta Germaniae Historica, Scriptores Merov., vol. IV, pp. 1-156. Véase también J. M. Clauss, Die Heiligen des Elsasses (1935); A. M. Tommasini, Irish Saints in Italy (1937) ; L. Gougaud, Le culte de St Columban, en Revue Mabillon, vol. XXV; (1935), pp. 169-178; y M. M. Dubois, St Columban (1950). Las cartas del santo están en Monumenta Germaniae Historica, Epistolae, vol. III, pp. 154- 190. La autenticidad del penitencial que se le atribuye es dudosa; en cambio, su regla parece auténtica y se ha escrito mucho sobre ella; el texto puede verse en Migne, PL., vol. LXXX, cc. 209 ss. El P. P. Grosjean volvió a estudiar el difícil problema de la cronología de la vida del santo, en Analecta Bollandiana, vol. LXIV (1946), pp. 200-215. Hay en línea una versión al inglés de la Vida de san Columbano escrita por Jonás, en la versión publicada en Mabillon: Acta Sanctorum Ordinis S. Benedicti, Vol. I, Venice, 1733, pp. 3-26.