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San Bernardino de Siena, religioso presbítero

San Bernardino nació en la Massa Marittima de Toscana, donde su padre, que pertenecía a la noble familia sienesa de los Albizeschi, ejercía el cargo de gobernador. Bernardino quedó huérfano de padre y madre antes de cumplir los siete años. Una tía materna de Bernardino, junto con su hija, se encargó de su educación; ambas mujeres, que eran excelentes, le educaron piadosamente y le quisieron como a un hijo. A los once o doce años, Bernardino ingresó en una escuela de Siena, donde cursó brillantemente los estudios que hacían en aquella época los jóvenes de su posición. Bernardino era muy bien parecido y tan simpático, que todos estaban contentos en su compañía. Pero no soportaba las blasfemias: en cuanto oía a cualquiera profanar el santo Nombre de Dios, se le encendían las mejillas y reprendía implacablemente al blasfemo. Cierta vez en la que un compañero suyo intentó inducirle al vicio, Bernardino le golpeó violentamente en el rostro; en otra ocasión semejante, incitó a sus compañeros a arrojar piedras y lodo al vicioso. Pero, fuera de aquellas ocasiones en que se indignaba, Bernardino era pacífico y bondadoso y, precisamente, durante toda su vida se distinguió por su afabilidad, paciencia y cortesía.

A los diecisiete años, ingresó en una cofradía de Nuestra Señora, cuyos miembros se comprometían a practicar ciertos ejercicios de piedad y a cuidar a los enfermos. Desde entonces empezó a practicar también severas mortificaciones corporales. En 1400, estalló en Siena una violenta epidemia de peste. Entre doce y veinte personas morían diariamente en el famoso hospital de Santa María della Scala y la mayor parte de los enfermeros cayeron víctimas de la epidemia. Bernardino se ofreció entonces a tomar la dirección del establecimiento, junto con otros jóvenes a los que había convencido de que debían sacrificar la vida, si era necesario, para asistir a los enfermos. La ciudad aceptó los servicios de los piadosos jóvenes, quienes trabajaron incansablemente durante cuatro meses, día y noche, bajo la dirección de Bernardino. El santo, que asistía personalmente a los enfermos y los preparaba para la muerte, supervisaba también el trabajo de sus compañeros y miraba por el orden y la limpieza del hospital. Varios de sus compañeros murieron durante la epidemia; Bernardino escapó milagrosamente del contagio y retornó a su casa cuando desapareció el mal; pero estaba tan agotado, que una fiebre le clavó en el lecho durante varios meses.

Cuando se rehizo, un deber de caridad le esperaba en el seno de su familia. Una tía suya, llamada Bartolomea, había perdido la vista y no podía levantarse de la cama. Bernardino se consagró a cuidarla con el mismo celo que a las víctimas de la epidemia. Catorce meses más tarde, Dios llamó a sí a la inválida, que murió en los brazos de su sobrino. Libre ya de todos los lazos terrenos, Bernardino se entregó a la oración y el ayuno para averiguar lo que Dios quería de él. Poco después tomó en Siena el hábito franciscano. Pero, como sus amigos y conocidos insistiesen en ir a visitarle al convento, el joven novicio recabó de sus superiores el permiso de retirarse al convento de Colombaio, en las afueras de la ciudad, donde se observaba la regla de San Francisco en todo su rigor. Ahí hizo sus votos, en 1403. Exactamente un año más tarde, el día de la Natividad de la Virgen, que era también el aniversario de su propio nacimiento, de su bautismo y de su toma de hábito, recibió la ordenación sacerdotal. Poco sabemos de la vida de Bernardino durante los doce años siguientes. Predicaba de vez en cuando; pero la mayor parte del tiempo vivía retirado. Dios le preparaba poco a poco para su doble misión de apóstol y reformador. Cuando llegó la hora fijada por Dios, Bernardino conoció la voluntad divina de un modo singular. Un novicio del convento de Fiésole, en el que se hallaba Bernardino, le advirtió durante tres días consecutivos al terminar los maitines: «Hermano Bernardino, no ocultes más los dones que Dios te ha concedido. Ve a Lombardía, donde todos te esperan». Tanto Bernardino como sus superiores vieron en aquello una señal de la voluntad divina y obedecieron. El santo inició su carrera apostólica en Milán. Llegó ahí a fines de 1417; aunque nadie le conocía en la ciudad, su elocuencia y su celo empezaron pronto a reunir enormes multitudes. Cuando terminó de predicar la cuaresma, el pueblo le exigió la promesa de que volvería, antes de dejarle partir a predicar en otras regiones de Lombardía. Al principio, Bernardino tenía cierta dificultad en hacerse oír desde el pulpito; pero su voz se hizo, paulatinamente, más clara y penetrante gracias a la intercesión de la Santísima Virgen, a quien Bernardino invocaba con fervor.

Resulta imposible seguir al santo en todas sus misiones, ya que predicó en toda Italia, excepto en el reino de Nápoles. Viajaba siempre a pie; con frecuencia predicaba durante varias horas seguidas y pronunciaba varios sermones en un día. En las ciudades de cierta importancia tenía que hablar al aire libre, pues no había iglesia con capacidad para las multitudes que acudían a oírle. En todas partes aconsejaba la penitencia, ponía al descubierto los vicios más difundidos y propagaba la devoción al Santo Nombre de Jesús. Al terminar sus sermones, exponía a la veneración del pueblo un cuadro en el que estaban pintadas las siglas I.H.S. rodeadas por rayos; exhortaba al auditorio a implorar la misericordia divina y les daba la bendición con el cuadro. En los sitios en que había pleitos reconciliaba a los enemigos y los instaba a sustituir los escudos de los güelfos y de los gibelinos, que se hallaban generalmente sobre las puertas de las casas, por las iniciales del nombre de Jesús. En Bolonia, donde los juegos de azar se practicaban con entusiasmo, el santo predicó con tal éxito, que los habitantes renunciaron al juego y quemaron las cartas y los dados en público. Un fabricante de barajas se quejó de que el santo le había privado de su único medio de subsistencia; san Bernardino le aconsejó que fabricase estampas con las siglas del nombre de Jesús y el comerciante hizo con ello más dinero que con las barajas. En toda Italia se comentaba el éxito de las misiones de san Bernardino y se hablaba de las conversiones, de las restituciones de bienes robados, de la reparación de las injurias y de la reforma de las costumbres.

Sin embargo, no faltaba quien se opusiera a la predicación del santo y se le acusaba de fomentar las prácticas supersticiosas. Sus enemigos llegaron a acusarle ante el papa Martín V, quien le prohibió predicar temporalmente. Pero, después de un detenido examen de la doctrina y conducta de Bernardino, el mismo Pontífice le autorizó a predicar en todas partes. En 1427, Martín V propuso a san Bernardino la sede de Siena; pero el santo se negó a aceptarla y lo mismo hizo, más tarde, con las diócesis de Ferrara y Urbino. Para excusarse de aceptar, alegó que si se limitaba a una sola diócesis, tendría que abandonar a muchas almas. Sin embargo, en 1430, tuvo que dejar el trabajo misional, al ser nombrado vicario general de los frailes de la estricta observancia. Dicho movimiento de la Orden de San Francisco había comenzado a mediados del siglo XIV en el convento de Brogliano, entre Camerino y Asís, pero no logró imponerse sino hasta la época de san Bernardino, quien fue su segundo fundador y organizador. Cuando éste tomó el hábito, sólo había en Italia unos trescientos frailes de la observancia; cuando murió, había ya más de cuatro mil. En todas las misiones del santo se le reunía un grupo de jóvenes que le pedían la admisión en su Orden, y se le hacían ofrecimientos para la fundación de conventos de la observancia. Por consiguiente, nada tenía de extraño que la Orden hubiese confiado oficialmente al santo la tarea de consolidar la reforma. San Bernardino desempeñó su oficio con tal prudencia y tacto, que muchas comunidades de la rama conventual se adhirieron espontáneamente a la rama de la observancia. Los primeros observantes despreciaban la ciencia y las riquezas; pero san Bernardino, que no ignoraba los peligros de la incultura, especialmente en una época en que se solicitaba a los observantes para que actuasen como confesores, les impuso la obligación de seguir un curso regular de teología y derecho canónico. El santo poseía una cultura considerable, como se ve por los sermones latinos que compuso en Capriola y por el hecho de que, en el Concilio de Florencia, habló a los delegados griegos en su idioma.

Por importante que fuese la tarea que se le había canfiado, san Bernardino añoraba el trabajo apostólico directo, que consideraba como su verdadera vocación. Finalmente, en 1442, obtuvo del Papa la autorización de renunciar al oficio de vicario general. Inmediatamente empezó a misioner en Romaña, Ferrara y Lombardía. El santo, cuya salud se había debilitado mucho, parecía un cadáver; sin embargo, el único lujo que se permitió fue el de emplear un borrico para sus viajes. En 1444, predicó en Massa Marittima durante cincuenta días consecutivos una misión cuaresmal para exhortar a sus compatriotas a conservar la paz en la ciudad. También aprovechó la ocasión para despedirse de su pueblo natal. Aunque estaba ya moribundo, continuó su trabajo apostólico y emprendió un viaje a Nápoles, sin dejar de predicar en el camino. Al llegar a Aquila, estaba ya exhausto. Ahí murió en el claustro de los conventuales, el 20 de mayo de 1444, víspera de la Ascensión. Estaba a punto de cumplir sesenta y cuatro años, de los cuales había pasado cuarenta y dos en religión. Fue sepultado en Aquila, y Dios honró su tumba con numerosos milagros. Fue canonizado seis años después de su muerte.

Existen muchas biografías latinas antiguas de san Bernardino; se hallan enumeradas en detalle en BHL., nn. 1188-1201. En Acta Sanctorum, mayo, vol. V, están publicadas algunas de ellas y hay extractos de otras. También los estudios modernos sobre la vida y la obra de san Bernardino son muy numerosos. En Analecta Bollandiana, vol. LXX (1953), pp. 282-322, hay una biografía. NdR: he suprimido parte de la extensa bibliografía del Butler.