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El martirio de san Juan Bautista

La ardiente predicación del Bautista y su santidad y milagros, atrajeron la atención de los judíos sobre él y algunos empezaron a considerarle como el Mesías prometido. Pero Juan declaró que él no hacía más que bautizar en el agua a los pecadores para confirmarlos en el arrepentimiento y prepararlos a una nueva vida, pero que había Otro, que pronto se manifestaría entre ellos, que los bautizaría en la virtud del Espíritu Santo y cuya dignidad era tan grande, que él no era digno de desatar las correas de sus sandalias (Mc 1,7). No obstante eso, el Bautista había causado tal impresión entre los judíos, que los sacerdotes y levitas de Jerusalén fueron a preguntarle si él era el Mesías esperado. Pero san Juan negó ser el Cristo, Elías, o alguno de los profetas (Jn 1,19ss). Aunque no era Elías, poseía el espíritu de Elías y le superaba en dignidad, pues el profeta había sido figura del Bautista. Juan era un profeta y más que un profeta, puesto que su oficio consistía no en anunciar a Cristo a distancia, sino en señalarle a sus contemporáneos. Así pues, como no era Elías en persona, ni un profeta en el sentido estricto de la palabra, respondió negativamente a las preguntas de los judíos y se proclamó simplemente «la voz del que clama en el desierto», utilizando la figura gozosa de Isaías 40,3, que anuncia el fin próximo del Destierro. En vez de atraer sobre sí las miradas de los hombres, las desviaba hacia las palabras que Dios pronunciaba por su boca. No se predicaba a sí mismo sino a Cristo. Y Cristo declaró que Juan era más grande que todos los santos de la antigua ley y el más grande de los nacidos de mujer (Mt 11,11). Sobre el Bautista da también fe el historiador judío Flavio Josefo, en su obra Antigüedades Judías: «Juan el Bautista era un hombre bueno y animaba a los judíos a cultivar la virtud, a actuar con justicia unos a otros, a buscar la piedad, a Dios y a venir al bautismo. De este modo consideraba aceptable el bautismo, no para los que lo usaban para huir de ciertos pecados, sino para la pureza del cuerpo, puesto que también su alma había estado purificada con la justicia...»

Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea, había repudiado a su esposa y vivía con Herodías, quien era juntamente su sobrina y la esposa de su medio hermano Filipo. San Juan Bautista reprendió valientemente al tetrarca y a su cómplice por su conducta escandalosa y dijo a Herodes: «No te es lícito vivir con la mujer de tu hermano». Herodes temía y respetaba a Juan, pues sabía que era un hombre de Dios, pero se sintió muy ofendido por sus palabras. Aunque le respetaba como santo, le odiaba como censor y fue presa de una violenta lucha entre su respeto por la santidad del profeta y su odio por la libertad con que le había reprendido. Finalmente, la cólera del tetrarca, azuzada por Herodías, triunfó sobre el respeto. Para satisfacer a Herodías y tal vez también por temor de la influencia que Juan ejercía sobre el pueblo, Herodes le encarceló en la fortaleza de Maqueronte, cerca del Mar Muerto. Al respecto señala el mismo Flavio Josefo en la obra citada: «La gente iba agrupándose alrededor de Juan (pues se maravillaban al oír sus palabras), y Herodes, temiendo que una tal persuasión sobre los hombres acabara con una revuelta (pues parecía que actuaban en todo siguiendo su consejo), decidió que era mejor anticiparse y hacerlo matar antes de que alguien se alzara sobre él y luego tener que arrepentirse enredado en asunto. Por eso Juan, por causa de la sospecha de Herodes, fue llevado cautivo a Maqueronte...» Pero Herodías no perdía la ocasión de azuzar a Herodes contra Juan y de buscar la oportunidad de perderle. La ocasión se presentó con motivo de una fiesta que dio Herodes el día de su cumpleaños a los principales señores de Galilea. Salomé la hija de Herodías y de Filipo, danzó ante los comensales con tal arte, que Herodes juró concederle cuanto le pidiera, aunque fuese la mitad de sus dominios. Herodías aconsejó a su hija que pidiese la cabeza del Bautista y, para impedir que el tetrarca tuviese tiempo de arrepentirse, sugirió a Salomé que exigiese que la cabeza del santo fuese inmediatamente traída en una fuente. Esa extraña petición sorprendió a Herodes. Alban Butler comenta: «Aun aquel hombre de ferocidad poco común se asustó al oír hablar en esa forma a la damisela en aquella fiesta de alegría y regocijo». Pero no pudo negarse por no faltar a su palabra. Sin embargo, como explica San Agustín, con ello cometió el doble pecado de hacer un juramento precipitado y cumplirlo criminalmente. Sin preocuparse de juzgar al Bautista, el tirano dio inmediatamente la orden de que le decapitasen en la prisión y de que trajesen en una fuente su cabeza a Salomé. La joven no tuvo reparo en tomar el plato en sus manos y ofrecérselo a su madre. Así murió el gran precursor del Salvador, el profeta más grande «de cuantos han nacido de mujer». Todo el episodio está contado con detalles en Marcos 6. El historiador judío ya mencionado añade que los judíos atribuyeron al asesinato del Bautista las desgracias que cayeron sobre Herodes.

La fiesta de la degollación de san Juan Bautista empezó a celebrarse en Roma en fecha relativamente tardía. No así en otras ciudades del occidente, ya que la mencionan el Hieronymianum, los dos sacramentarios Gelasianos y el «Liber Comicus» de Toledo (siglo VII) . Además, dicha fiesta ya se celebraba probablemente desde antes en Monte Cassino. Como esta conmemoración es distinta a la del Nacimiento del Bautista, de la que los Sinaxarios de Constantinopla hacen mención el mismo día (29 de agosto), podemos suponer que se originó en Palestina. En el Hieronymianum aparece relacionada con la conmemoración del profeta Eliseo. Ello se debe a que en tiempos de san Jerónimo se creía que ambos profetas habían sido sepultados en Sebaste, a una jornada de Jerusalén. El libro de los evangelios de Wurzburgo que data aproximadamente del año 700, conmemora la «Deposición de Elíseo y de San Juan Bautista»; también otros libros de los evangelios conmemoran en la misma fecha a ambos personajes.

Este artículo está basado en el del Butler-Guinea, tomando muchos párrafos literalmente, pero no el conjunto. Las citas de Flavio Josefo se tomaron de la Historia Eclesiástica de Eusebio, I,XI,4-6, quien cita a su vez el L XVIII de las Antigüedades. Sobre este testimonio de Josefo, importantísimo como testigo externo a la fe cristiana, y en su conjunto incuestionado por los historiadores, puede leerse el Cap. 12 y su «excursus» en Meier, Un Judío Marginal, vol II,1, ed. castellana Verbo Divino. Acerca de la fiesta de hoy, cf. Morin, en Revise Bénédictine (1891), p. 487; 1893, p. 120; y 1908, p. 494; F. Cabrol en Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie, vol. V, c. 1431; y L. Duchesne, Christian Worship (1931), p. 270. La iconografía sobre el martirio del Bautista es inmensa; se ha seleccionado: El Martirio de Juan Bautista, de Caravaggio, 1608, en el Museo de San Juan, de La Valletta, y la Fiesta de Herodes, de Spinello Aretino, 1385, en el Szépmûvészeti Múzeum, de Budapest.

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