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Beatos Francisco de Santa María y catorce compañeros, mártires

Un día en Nagasaki Fray Francisco de Santa María era huésped del terciario Gaspar Vaz junto con el Fray Bartolomé Laurel y algunos terciarios, cuando un grupo de guardias irrumpieron en la casa y arrestaron a los dos religiosos, seis terciarios, a Gaspar Vaz y María su mujer. Mientras eran conducidos a la prisión encadenados, un joven japonés se enfrentó con valor al gobernador para reprocharle su crueldad y ofrecerse a morir con su maestro, fue recibido por éste en la Primera Orden y alcanzó da gracia del martirio: Fray Antonio de San Francisco. Estos son datos de algunos de los quince mártires celebrados hoy. Algunos fueron quemados vivos y otros decapitados, el 27 de agosto de 1627 en Nagasaki, en la Santa Colina. Fueron beatificado por Pío IX el 7 de julio de 1867.

Francisco de Santa María,era nativo de Alvernajo, cerca de Toledo, España. Siendo joven fue admitido en la Orden de los Hermanos Menores, donde fue admirado por sus cohermanos a causa de sus virtudes y su inteligencia. El amor de Dios y de las almas lo movió a ofrecerse como misionero para dedicar su vida a la conversión de los infieles. En 1623 junto con el franciscano mejicano Bartolomé Laurel llegó al Japón, donde desarrolló una dinámica actividad apostólica. Tuvo la fortuna de encontrar un óptimo catequista a quien en la cárcel podría luego recibir en la Orden de los Hermanos Menores en calidad de hermano, y que luego también lo acompañaría en el martirio: el Beato Antonio de San Francisco.

Bartolomé Laurel era nativo de México. Siendo joven vistió el hábito religioso en la Orden de los Hermanos Menores y profesó la regla de San Francisco en calidad de religioso no clérigo. Se hizo compañero y amigo inseparable del Beato Francisco de Santa María, con quien en 1609 llegó a Manila en Filipinas y de allí en 1622 arribó a las costas del Japón, donde trabajó intensamente como catequista. Atendió a la asistencia de los enfermos en los hospitales, trabajó también como médico; preparaba a los fieles a recibir los últimos sacramentos y a los paganos a abrazar la fe cristiana. Dio continuos ejemplos de humildad, mortificación, modestia y celo apostólico.

Antonio de San Francisco era japonés de nacimiento y de nacionalidad. Era catequista del Padre Francisco de Santa María y terciario franciscano. Desarrolló incesantes obras de caridad entre los cristianos y los paganos de Nagasaki: los visitaba y asistía al Padre Francisco en su laborioso ministerio apostólico. No estaba presente cuando fue apresado el misionero en la casa del beato Gaspar Vaz, pero avisado, corrió a donde el gobernador para enfrentarlo, gritándole: «Tú tienes una multitud de espías y verdugos. Considerables son las recompensas prometidas a los delatores. Pues bien, aquí delante de ti tienes un delator que viene a denunciar a un adorador de Cristo. Ese adorador soy yo, que hace muchos años me ocupo sin descanso en apoyar a los fieles y convertir a los paganos, muchos de los cuales han sido conducidos a la fe. Quiero que me des la recompensa por mi delación; quiero ser asociado a mi querido padre y maestro y a mis queridos cohermanos en la prisión, en los padecimientos y en la muerte».

Antonio fue escuchado de inmediato, y en la prisión vio realizado otro ardentísimo deseo suyo, el de ser recibido en la Orden de los Hermanos Menores. Con vivísima alegría fue admitido al noviciado, cumplido el cual hizo la profesión en manos de su «padre y maestro de novicios», P. Francisco de Santa María, en la Primera Orden en calidad de religioso no clérigo. En la historia de la Orden Franciscana quizás es de los pocos casos de una admisión, un año de noviciado y una profesión cumplidos en la cárcel. Este valeroso cristiano, fiel catequista y ardiente franciscano, junto con otros dos religiosos y quien lo hospedaba, el Beato Gaspar Vaz consumó su martirio en el fuego, mientras María Vaz y otros cinco terciarios fueron decapitados. La constancia de estos intrépidos atletas dio un solemne testimonio de la fe y dejó pasmados a los mismos paganos.

Los esposos Gaspar y María Vaz habían dedicado su vida a la mayor gloria de Dios y a la evangelización de los fieles. Su casa se había convertido como la casa de Betania, donde los tres hermanos, Lázaro, Marta y María acogieron muchas veces a Jesús y a los apóstoles, con gran cordialidad. También la casa de Gaspar y María acogía a menudo a los misioneros y a los cristianos para alojamiento, comida, reuniones de fieles, etc. Así como en Roma las catacumbas acogieron a los primeros cristianos perseguidos, así durante la persecución del Japón los fieles se recogían en la casa de esta familia. Pero un día un traidor los denunció ante las autoridades. Fueron arrestados junto con sacerdotes y fieles, encerrados en una dura prisión y luego condenados a muerte. También ellos subieron a la Santa Colina, Calvario de su inmolación. Por Cristo y su fe sufrieron el martirio: Gaspar fue quemado vivo, María fue decapitada. Así juntos los dos heroicos esposos de la Betania de esta tierra, alcanzaron la Betania del cielo, ejemplo sobre todo para los esposos en un plan de vida dedicado a la caridad y a la hospitalidad.

Una de las características del apostolado de los misioneros en tierras del Japón era el rodearse de activos colaboradores para el apostolado y las diversas necesidades. Los japoneses, al poseer perfectamente la lengua, conociendo las instituciones y las costumbres de los diversos lugares, eran preciosa vanguardia de los misioneros. La catequesis de niños y de los adultos en el período de catecumenado como preparación para el bautismo generalmente era confiada a catequistas japoneses. La asistencia a los enfermos en los hospitales o en las casas privadas, la ayuda a los pobres, los orfanatos para acoger a los niños abandonados o sin padres eran encomendadas a estos maravillosos cristianos, que repetían en el Japón los prodigios de los cristianos de la primitiva Iglesia.

Los mejores catequistas, los más formados espiritualmente, los que mostraban indicios de vocación, eran admitidos a la Tercera Orden o inclusive, a la Primera Orden. Y así más ligados al apostolado misionero e imbuidos del espíritu franciscano trabajaban con mayor diligencia. Entre estos catequistas y terciarios franciscanos se cuentan a Miguel Kizayemon y Lucas Kiyemon.

Miguel Kizaemon nació en Conga, de padres japoneses, los cuales desde pequeño lo abandonaron. Fue acogido por los cristianos y confiado a la Santa Infancia, donde recibió el bautismo y una educación cristiana. De joven, fue entregado a un mercader español. Más tarde pasó a la misión y fue acogido por el franciscano Padre Rojas, quien lo inició en los estudios, lo hizo su catequista, y, a petición suya, lo inscribió en la Tercera Orden franciscana. De Boniba, a donde había ido por motivos catequísticos, regresó a Nagasaki junto con su queridísimo amigo, también él activo catequista, Lucas Kiyemon, con quien trabajó para la gloria de Dios y el bien de las almas de 1618 a 1627. En tiempos de furiosa persecución religiosa, dada la pericia que tenían como carpinteros, trabajaron en la construcción de refugios para esconder y salvar a los misioneros. Por estas múltiples actividades suyas, fueron reconocidos como cristianos, arrestados y llevados a la cárcel, donde pasaron varios meses. El 16 de agosto de 1627 fueron sacados de la cárcel, llevados a Nagasaki y conducidos hasta la colina santa o monte de los mártires. Allí fueron decapitados y así, con la palma del martirio, alcanzaron la gloria del cielo.