BLAÁN,O

Beato Ludovico Alemán, obispo

La historia de este santo prelado nos ofrece un ejemplo palpable de que la Iglesia tiene mucho más en cuenta las virtudes del alma que las acciones externas de los hombres, y eleva al honor de los altares a aquellos a quienes juzga interiormente santos, por muy abundantes y graves que aparezcan los errores de actitud o de juicio en sus vidas y así, cuando la Iglesia considera buena y sana el alma de un hombre, toma a sus errores, como si los hubiera cometido por ignorancia o como meras equivocaciones de «buena fe». Ejemplo de lo dicho es Ludovico Allemand, quien nació a fines del siglo XIV, en la diócesis de Beley. Siguió el curso de leyes en la Universidad de Aviñón y, al obtener su graduación, recibió también, por influencias de su tío, chambelán en la corte pontificia, una serie de beneficios eclesiásticos. En 1409, el joven Luis acompañó a su tío al sínodo de Pisa, una asamblea que trató en vano de remediar la escandalosa y terrible rivalidad entre los aspirantes al trono de San Pedro (el «Gran Cisma de Occidente»), por medio de la deposición de los dos pontífices, Gregorio XII y Benedicto «XIII» (antipapa) y la elección de un tercer «papa». En 1414, Luis se hallaba presente en la reunión convocada por el rey Segismundo y el papa Juan «XXIII» (antipapa), asamblea aquella que se convirtió en el Concilio Ecuménico de Constanza y, dos años más tarde, actuaba como vice-chambelán a cargo del cónclave que eligió al Papa Martín V y puso fin al «Gran Cisma».

Ludovico se sumó desde entonces a la corte del nuevo papa, quien le nombró obispo de Maguelonne y le confió misiones de mucha responsabilidad. En 1423, fue promovido al arzobispado de Arles, nombrado gobernador de la Romaña, de Bolonia y de Ravena y, al poco tiempo, fueron reconocidos sus servicios al consagrársele sacerdote-cardenal de Santa Cecilia en Trastévere. Sin embargo, un levantamiento del partido de los Canetoli le expulsó de Bolonia y, como no pudo reconquistar la ciudad, se retiró a Roma, políticamente derrotado. Un enviado de la Orden de los Caballeros Teutones escribió por aquel entonces sobre cinco cardenales que tenían las mejores disposiciones hacia su orden, pero que «no se atrevían a hablar delante del Papa, salvo de los temas que él quiera escuchar, puesto que el pontífice ha sojuzgado a los cardenales a tal extremo, que ninguno dice una sola palabra, excepto las que él desea, y mudan de color cuando tienen que hablar en sus audiencias». Ludovico Allemand era uno de esos cinco cardenales. Cuando murió Martín V, en 1431, ocupó la sede Eugenio IV, que había sido el antecesor de Ludovico en el puesto de gobernador de Bolonia y de quien era antagonista en lo personal y en lo político. Ludovico se había identificado cada vez más con el partido que en esos momentos tenía más poder y que mantenía la supremacía de un concilio general sobre el Papa y le había reducido prácticamente a la posición de un servidor de aquel concilio. Durante el último año de su pontificado, Martín V había convocado a un concilio general en Basilea y uno de los primeros actos de Eugenio al ocupar la sede, fue el de emitir una bula para anularlo. Los pocos Padres que se habían reunido, rehusaron separarse y anunciaron su intención de llevar a cabo la asamblea. Ludovico se hallaba por entonces en Roma y, como eran bien conocidas sus simpatías, se le prohibió salir de la ciudad. Sin embargo, se aventuró a intentar una escapada y tuvo éxito. En la desembocadura del Tíber abordó un barco genovés que le llevó hasta su sede episcopal de Arles. Tal vez el objeto de aquella escapatoria era el de no verse obligado a declararse abiertamente en contra de la Santa Sede, con la esperanza de que las cosas se arreglasen por sí mismas. Sin embargo, en 1434, se hallaba en Basilea, donde actuaba evidentemente como dirigente de la extrema mayoría que estaba en oposición al cardenal Cesarini, el representante del Papa, puesto que ya para entonces, Eugenio había dejado sin efecto su decreto de disolución. Las actividades antipapales del concilio llegaron a adquirir tanta fuerza que, en 1437, el propio papa fue conminado a comparecer ante la asamblea para responder a los cargos. El Pontífice se negó y mandó que el concilio volviese a reunirse en Ferrara; el cardenal Cesarini y sus adictos obedecieron y partieron hacia Ferrara, dejando en Basilea una asamblea ilegal bajo la diestra dirección del cardenal Ludovico Allemand. En 1493, aquel concilio llegó hasta el extremo de declarar depuesto a Eugenio, en vista de su oposición a la asamblea, y de elegir a Amadeo de Saboya en su lugar, como Félix «V», el último de los antipapas. El principal actor de aquella obra fue nuestro beato, el cardenal Allemand, con la colaboración de solamente once obispos, y fue el propio Ludovico quien consagró obispo a Amadeo de Saboya y le coronó Papa. Al año siguiente, Eugenio IV declaró excomulgado a Ludovico Allemand y lo privó de su cardenalato.

Ahora bien, no se puede dudar de que muchos de los miembros del «partido conciliar» estaban sinceramente animados por el deseo de mejorar las condiciones de la Iglesia, por la esperanza de convertir a los que se hallaban en el error y por el ánimo de restablecer la paz y la unidad. Tampoco debe suponerse que el beato Ludovico era el único hombre bueno que estaba gravemente equivocado en cuanto a los rectos métodos que debían emplearse para obtener los fines perseguidos. Durante largo tiempo, Ludovico tuvo el apoyo del sabio y justo cardenal Nicolás de Cusa, así como el de Eneas Silvio Piccolimini, que por entonces era un laico y ciertamente no era un santo, pero llegó a convertirse en el papa Pío II. El concilio, luego de su período de asamblea rebelde, discutió la doctrina de la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora y, con la vigorosa participación del beato Ludovico Allemand, acabó por declarar que el dogma estaba en consonancia con la fe católica, con el culto, con el buen sentido y las Sagradas Escrituras, auqnue esta declaración -por ser el concilio inválido- careció de eficacia dogmática, y hubo que esperar varios siglos hasta una declaración formal en consonancia con ésta. Hubo una época en que Basilea se vio azotada por el flagelo de una epidemia, y el cardenal Allemand fue el primero en organizar la ayuda para las víctimas y en alentar a los otros obispos para unirse a él en la administración de los sacramentos a los enfermos y moribundos. Durante todo este tiempo, ignoró la excomunión que el papa Eugenio había pronunciado contra él y puso todo su celo al servicio del antipapa Félix. Pero en 1447, murió el papa Eugenio, y el antipapa Félix manifestó su deseo de renunciar en favor del legalmente electo Nicolás V. Entonces, Nicolás tuvo un gesto magnánimo en favor de la paz y revocó todas las suspensiones, excomuniones y otras penas en las que hubiesen incurrido el antipapa, los recalcitrantes miembros del concilio y sus simpatizantes. Así, el beato Ludovico quedó restablecido en su dignidad cardenalicia. Se mostró profundamente arrepentido por la parte que había desempeñado para empujar a la Iglesia en el cisma y se retiró a su sede de Arles, donde pasó tranquilamente el año de vida que le quedaba, en el ejercicio de la plegaria y la penitencia, que siempre había practicado en privado. Sus restos mortales fueron sepultados en la iglesia de San Trófimo donde su tumba fue el escenario de muchos milagros. El culto que se inició después de su muerte fue aprobado por el Papa Clemente VII, en 1527. La fiesta del beato Ludovico Allemand se celebra en varias diócesis del sur de Francia.

Se encontrará una cantidad considerable de material biográfico, con prolegómenos, en el Acta Sanctorum, sept. vol. v. El período del «Gran Cisma» es complejo, confuso, pero imprescindible para comprender muchos aspectos de la posterior vida de la Iglesia, hasta cierto «conciliarismo» muy en boga en nuestros días; naturalmente, esto se sale del marco de la biografía del beato, y hace a la historia general de la Iglesia.