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Beato Enrique Suso, religioso presbítero

El siglo XIV fue un periodo de notable actividad espiritual en Alemania, donde la renovación religiosa se encauzó principalmente por los caminos del misticismo. Casi todos los principales elementos de la renovación sufrieron la influencia, directa o indirecta, de Meister Eckhart. No todos eran monjes; había también profetas itinerantes y jefes de pequeñas congregaciones de «amigos de Dios», como se llamaban a sí mismos, cuyos miembros vivían más o menos en el mundo, sin ser del mundo, y consagraban gran parte de su tiempo a la oración y las buenas obras. Las enseñanzas de tales maestros se propagaban en escritos, sermones y «conversaciones de sobremesa», que correspondían aproximadamente a nuestros actuales retiros. Tal vez el más famoso de los discípulos de Eckhart fue Enrique Suso.

Su nombre de familia era Von Berg, aunque Enrique prefirió el apellido de su madre, una santa mujer que sufrió mucho por causa de su disoluto marido. Ignoramos la fecha exacta de su nacimiento y todo lo que sabemos de sus primeros años se reduce a un párrafo de su autobiografía, donde habla en tercera persona, según costumbre: «Durante su niñez, cuando llegaba el delicioso verano y aparecían las primeras flores, tenía la costumbre de no cortar ninguna, antes de haber ofrecido las flores de su vida espiritual a la Madre de Dios, la más bella de las rosas». A los trece años, entró Enrique en el convento de los dominicos de Constanza, que era su ciudad natal, como lo ha demostrado Bihlmeyer. Dicho monasterio, que se halla situado en una hermosa islita junto a la desembocadura del Rhin, fue transformado posteriormente en fábrica. Enrique permaneció allí hasta su profesión; después fue traslado al «studium general» o Universidad de Colonia. Durante algunos años parece haber llevado una vida un tanto descuidada, pero al cumplir dieciocho años, recibió lo que él describe como «una secreta iluminación de los designios de Dios», que «le apartó rápidamente del amor a las criaturas». La frase: «Renuncia a lodo», sonaba constantemente en sus oídos, hasta que decidió seguir lealmenle y por completo el llamamiento divino. En vano trató el demonio de disuadirle con consideraciones de prudencia puramente humana, sugiriéndole que su conversión había sido demasiado rápida, que la gracia no le sostendría, que la perseverancia, en esas condiciones, era imposible y que la moderación era el secreto del éxito. La prudencia celestial enseñó a Enrique a hacer frente a esos ataques del demonio y a vencerlos.

Enrique se sintió llamado a convertirse en «el siervo de la Sabiduría Eterna» y su veneración por el nombre de Dios era tal, que grabó esa palabra sobre su carne. Enrique expresó su amor a la Virgen María y sus propias experiencias espirituales en un lenguaje «místico» que, por momentos es emocionante, y a veces resulta extravagante. Practicaba penitencias corporales atroces que, en épocas como la nuestra podrian parecer morbosas. A estas mortificaciones físicas venía a añadirse la tortura de las tentaciones contra la fe, de una intensa melancolía o depresión nerviosa y del temor de sentirse inevitablemente condenado al infierno. El beato escribió, hablando de sí mismo: «Después de ese terrible sufrimiento, que había durado cerca de diez años, durante los cuales se sentía irremisiblemente condenado, fue a ver al santo maestro Eckhart y le contó sus penas. El siervo de Dios le consoló para siempre y le sacó del infierno en que había vivido». Hacia los cuarenta años, Enrique renunció también a las mortificaciones exteriores, pues Dios le reveló que tales prácticas constituían sólo el principio de la vida espiritual y que, para alcanzar la perfección, tenía que insistir en otra dirección. En vez de permanecer solo, dedicado únicamente a su propia alma, tendría que salir a trabajar por la salvación de sus prójimos. Dios le reveló también que, si bien le había librado de los sufrimientos que le atormentaban hasta entonces, no por ello dejaban de esperarle otras cruces. Hasta entonces se había mortificado voluntariamente; ahora iba a saber lo que era ser perseguido por otros, a experimentar la ingratitud y la pérdida del buen nombre y de los amigos.

Suso se había distinguido como estudiante en la Universidad de Colonia y, cuando empezó a predicar, su sabiduría y su elocuencia le ganaron numerosos discípulos de ambos sexos. Se cuenta que predicó durante treinta y siete años, que convirtió a numerosos pecadores y obró muchos milagros. En cierta ocasión en que predicaba en Colonia, sus oyentes vieron brillar su rostro como el sol. Pero las dificultades no escaseaban. Sus enemigos le acusaron de robo y de sacrilegio, basándose en el falso testimonio de un niño. En otra ocasión, se levantaron contra él sospechas de que había envenenado a una persona. Más tarde, se le acusó de haber fingido un milagro y tuvo que salir huyendo para salvar la vida. En los Países Bajos las autoridades eclesiásticas le reprendieron por haber escrito obras heréticas. Aunque el beato pudo probar su inocencia, esta pena le produjo una grave enfermedad. Su hermana, que era religiosa, cayó en un triste pecado y huyó del convento. Suso no descansó hasta dar con ella, la reconvirtió y la condujo a otro convento, donde la religiosa murió santamente. Menos éxito tuvo en el caso de otra pecadora que se había puesto bajo su dirección y le engañaba diciéndole que había cambiado de vida. Cuando el beato descubrió el engaño, se negó a seguirla dirigiendo. Para vengarse, la mujer le acusó de ser el padre de su hijo; según parece, las gentes creyeron a la mujer. Tal vez contribuyó a ello la caritativa actitud del beato, quien se encargó cariñosamente del niño abandonado por su madre, hasta que logró encontrarle un hogar. Para evitar el escándalo, el superior general de la orden mandó hacer una investigación sobre el caso, que demostró plenamente la inocencia de Suso. El beato fue elegido prior de un monasterio cargado de deudas. En vez de hacer el intento de conseguir dinero pidiendo limosna u obteniendo un préstamo, mandó celebrar una misa especial en honor de Santo Domingo, confiado en la promesa que había hecho el santo en su lecho de muerte de no abandonar jamás a sus hijos. Los otros frailes murmuraban: «Nuestro prior debe estar loco. ¿Cree acaso que Dios nos va a enviar del cielo la comida y la bebida?» El beato se hallaba todavía en el coro, haciendo oración, cuando le llamaron a la portería a recibir un regalo de veinte libras de un canónigo, a quien Dios había ordenado que acudiese a socorrer a Suso. Con ese regalo, salió de deudas el monasterio y quedó asegurado su sostenimiento, durante el superiorato del beato.

Enrique Suso murió en Ulm, el 25 de enero de 1365 y fue enterrado en el convento de Santo Domingo de dicha ciudad. Se cuenta que su cuerpo fue encontrado incorrupto y vestido con el hábito, por los obreros que efectuaban unos trabajos en el convento, doscientos cuarenta años más tarde. Sin embargo, no hay pruebas serias sobre este hecho, pues la identificación era imposible. El burgomaestre ordenó que se dejase el cuerpo en el mismo sitio y no se ha vuelto a encontrar. El culto del beato fue confirmado en 1831.

Suso nos dejó varios libros de devoción muy bellos. Uno de ellos, «El Libro de la Sabiduría Eterna», alcanzó una popularidad extraordinaria, al fin de la Edad Medial. Según la tradición, debemos la conservación de la autobiografía del beato a una de sus hijas espirituales, Isabel Stagel, del convento de Santo Domingo de Töss, en las cercanías de Winterthur. Aunque dicha autobiografía se basa en los datos que proporcionó el beato, es evidente que fue escrita por otra mano. Por ello, los autores modernos han puesto en duda la autenticidad de dicha obra. Los libros de Suso conservan el recuerdo de algunas de las ocasiones en que le fue dado contemplar, sin velos, el otro mundo. No sólo tuvo visiones de Cristo, de la Virgen María y de muchos santos, sino que también se le aparecieron numerosas personas a las que había conocido en vida, como a sus padres, Isabel Stagel y su querido maestro Eckhart. A éste, el beato lo contempló en la gloria y le preguntó qué debía hacer para alcanzar la felicidad enterna, a lo que Eckhart respondió con palabras que resumen perfectamente la vida del beato: «Morir a ti mismo y a todas las creaturas; recibirlo todo como venido de la mano de Dios y ser infinitamente paciente con todos los hombres por brutales o molestos que sean».

La vida y las obras de Enrique Suso han provocado grandes discusiones en nuestra época. Quienes deseen conocer a fondo la cuestión pueden leer la tercera parle de la obra de Xavier de Hornstein, Les grands mystiques allemands du XIVe. siecle (1922). Además de una buena bibliografía, encontrarán en dicha obra una exposición clara de los diferentes puntos de vista. Ver también Wilms, Der s. Heinrich Seuse; J. Ancelet-Hustache Le bx. Henry Suso (1943). El P. Denifle publicó en 1880 la primera edición crítica de «Die deutschen Schriften» (sus escritos en alemán), a la que han seguido nuchas otras.