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Beato Bernardo, penitente

Nada sabemos sobre los primeros años de Bernardo, excepto que nació en la diócesis de Maguelone, en la Provenza. Ni siquiera su biógrafo y contemporáneo pudo averiguar cuáles eran los crímenes que había cometido al participar en un motín contra un gobernador impopular, que resultó muerto. Sin embargo, ha llegado hasta nosotros el texto exacto del certificado que le extendió su obispo en el momento en que abrazó la vida de penitencia:

Juan, por la gracia de Dios, obispo de Maguelone, desea la salvación eterna de todos los pastores y fieles de la Iglesia Católica. Queremos haceros saber que, a causa de los horribles crímenes por él cometidos, hemos impuesto al portador de esta carta, que se llama Bernardo, la penitencia siguiente: debe andar descalzo durante siete años; no podrá usar camisa durante el resto de su vida; se abstendrá de carne y grasas todos los miércoles y, los viernes sólo podrá comer pan y beber un poco de vino. Igualmente, ayunará durante los cuarenta días anteriores a la fiesta de la Navidad. Los viernes de cuaresma y los otros viernes de ayuno obligatorio, sólo beberá agua. Los sábados que no coincidan con alguna gran festividad, no comerá carne ni grasas, a no ser por enfermedad. Así pues, rogamos a vuestras caridades en Jesucristo que, por la salvación de vuestras almas y por compasión, déis a este pobre penitente la comida y el vestido necesarios y le abreviéis la penitencia en cuanto sea razonable. Dada en Maguelone, en el mes de octubre del Año de la Encarnación de 1170. Válida sólo por siete años.

Vestido con el hábito de los penitentes y cargado de cadenas, Bernardo hizo varias peregrinaciones, en el curso de las cuales sufrió mucho. Se cuenta que fue tres veces a Jerusalén y una vez a la India, para implorar la intercesión de santo Tomás apóstol. En cierta ocasión en que se hallaba en Saint-Omer, recibió del cielo la orden de no hacer más peregrinaciones. Un generoso bienhechor le cedió una casita contigua al monasterio de Saint-Bertin y los monjes le permitieron entrar en la iglesia a cualquier hora del día o de la noche. Bernardo era siempre el primero en los oficios nocturnos. Aun en lo más crudo del invierno, permanecía en pie, descalzo, sobre las losas de piedra. El resto del tiempo lo ocupaba en asistir a los pobres y en limpiar las iglesias. Las gentes se acostumbraron pronto a ver a aquel penitente que saludaba a todos con estas palabras: «Que Dios nos conceda un buen fin». Al cabo de cierto tiempo, Bernardo se atrevió a pedir la admisión en el monasterio; los monjes se la concedieron de buena gana, pues le consideraban como un santo. Hacia el fin de su vida, Dios le concedió el don de profecía y, a la intercesión de Bernardo se atribuyeron numerosos milagros. La multitud que invadió la iglesia durante sus funerales fue inmensa. Todos querían un fragmento de sus vestidos o algún objeto tocado por el beato. El biógrafo de Bernardo afirma que había sido testigo presencial de muchas de las curaciones milagrosas que narra.

El autor de la biografía que se halla en Acta Sanctorum (abril, vol. II), se llama a sí mismo Juan, monje de la abadía de Saint Bertin.