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Beato Álvaro de Córdoba, religioso presbítero

No sabemos exactamente dónde nació el beato; unos autores dicen que en Lisboa y otros que en Córdoba, España. En todo caso, en esta última ciudad pasó la mayor parte de su vida. Allí entró al convento de San Pablo de la Orden de Santo Domingo, en 1368. Con el tiempo, llegó a ser un gran predicador y trabajó con gran éxito, primero en Andalucía y luego en Italia. A la muerte del rey Enrique II de Castilla, el beato fue nombrado confesor y consejero de la reina madre Catalina (hija de Juan de Gante, duque de Lancaster) y dirigió la educación del joven rey Juan II. Álvaro de Córdoba reformó la corte; pero cuando las disensiones políticas dividieron la regencia, el beato se retiró y recomenzó su trabajo de predicador. Desde tiempo atrás había concebido el proyecto de fundar un convento donde se siguiese estrictamente la regla primitiva de Santo Domingo, según la reforma iniciada por el beato Raimundo de Cápua. Álvaro se consagró de lleno a la empresa; escogió una región montañosa cerca de la ciudad y allí construyó el convento de Escalacaeli, que pronto se convirtió en una fuente de ciencia y piedad, que atraía candidatos de todas las regiones de España. El beato formó un movimiento de oposición a Pedro de Luna, el «antipapa» Benedicto XIII, y movió al pueblo y sobre todo a la nobleza a reconocer al papa legítimo.

A pesar de su avanzada edad, el beato prosiguió su obra de catequesis, de enseñanza y predicación. Pasaba el día entero en ese trabajo y consagraba casi toda la noche a la oración en el monasterio. Éste vivía totalmente de las limosnas; el beato predicaba con frecuencia en el mercado y terminaba diciendo: «Hermanos míos, los pobres frailes de Santo Domingo del convento de la montaña se encomiendan a vuestra caridad». Las prácticas de penitencia del beato eran cada vez más severas; iba de rodillas hasta una capilla consagrada a Nuestra Señora de las Misericordias, disciplinándose durante el trayecto. Todavía existe en Córdoba una pintura que representa al beato arrodillado, con las espaldas cubiertas de sangre, rodeado por un grupo de ángeles, algunos de los cuales se ocupan en retirar los guijarros del camino. El beato construyó varias capillas en los terrenos del monasterio; cada una de ellas representaba una «estación» o escena de la Pasión, probablemente en recuerdo del viaje de Álvaro a Jerusalén. Se cuenta que una noche, mientras el beato oraba en una de dichas capillas, se desató una violenta tempestad que le aisló totalmente del monasterio. Al oír sonar el toque de maitines, el beato elevó los ojos al cielo, tomó su capa, la tendió sobre el torrente y así llegó sano y salvo a la otra orilla; echándose la capa sobre los hombros, fue a ocupar su puesto habitual en el coro. El culto del beato fue confirmado en 1741.

Ver Touron, Les hommes illustres de l'Ordre de St. Dominique, vol. III, pp. 98-110; Procter, Dominican Saints, pp. 42-44; Mortier, Maitres Généraux O.P., vol. IV, pp. 210-214. Este último historiador da a entender que el beato introdujo en el Occidente la devoción del viacrucis. Pero lo cierto es que ya San Petronio de Bolonia, en el siglo V, había proyectado una serie de «estaciones», y los agustinos Pedro y Juan de Fabriano habían construido un viacrucis, poco antes de la época del beato.