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Beata Isabel Achler «la buena», virgen y reclusa

Isabel «la buena» nació en Waldsee (Alemania) el 25 de noviembre de 1386, hija del tejedor Juan Achler y de Ana, humildes y virtuosos padres. Desde joven se distinguió por una rara piedad, inocencia virginal y un carácter tan dulce y amable, adquirió el sobrenombre que le duraría por siempre. El padre Conrado Kigelin, su confesor, director espiritual y biógrafo, le aconsejó dejar el mundo para tomar el hábito de San Francisco en la Tercera Orden. Isabel tenía entonces 14 años. Observó la regla franciscana primero en su casa, pero luego, considerando los peligros de la vida, que le obstaculizaban el camino de la perfección, se fue a vivir con una piadosa terciaria franciscana. El demonio, envidioso de los progresos de Isabel en el camino de la perfección, la atormentaba con frecuencia. Mientras aprendía el arte de tejedora, le enredaba el hilo, le dañaba su labor, la forzaba a perder la mitad del tiempo reparando los daños. Isabel luchó con paciencia y perseverancia.

A los 17 años, no sin resistencia por parte de sus familiares, el confesor, padre Conrado Kigelin, la guió hacia la comunidad religiosa de Reute, cerca de Waldsee, donde algunas religiosas seguían con fervor la regla franciscana de la Tercera Orden. Le encargaron el servicio de la cocina, oficio que Isabel ejerció con dulzura y obediencia. Fue asidua en la oración y la penitencia, y amante de la soledad: no salía del convento sino por graves motivos, tanto que la llamaron «la reclusa». Se la veía a menudo orando en el jardín, de rodillas, como arrebatada en contemplación. Su conducta era tan inocente que su confesor no encontraba de qué absolverla. El demonio siguió persiguiéndola en forma de sospechas por parte de las compañeras, con situaciones de abatimiento, con la lepra y otras enfermedades y pruebas, pero ella todo lo soportaba con inalterable paciencia, con ayuda de la oración y bendiciendo a Dios. El secreto de su fortaleza estaba en la meditación de la Pasión de Cristo, objeto de su amor y regla de su vida. El Señor la favoreció marcando su cuerpo algunas veces con los signos de su Pasión: heridas como de espinas en la cabeza, signos de flagelación e incluso estigmas. Aunque aparecían sólo de vez en cuando, su dolor era continuo. Pero ella, en medio del sufrimiento, no dejaba de exclamar: «¡Gracias, Señor, porque me haces sentir los dolores de tu Pasión!».

También fue privilegiada con visiones de los santos del cielo y de las almas del purgatorio, y obtuvo que que algunas de dichas almas se aparecieran a su confesor para solicitarle los sufragios y las aplicaciones de santas misas. Durante el concilio ecuménico de Costanza predijo el final del gran cisma de Occidente y la elección del papa Martín V. Y tuvo el don de ver en lo secreto del corazón humano. Sin embargo, pese a haber sido enriquecida por tantos dones del Espíritu, Isabel conservó siempre una gran humildad. El padre Conrado Kigelin, canónigo regular agustino, la guió y acompañó siempre, y nos dejó también una pequeña biografía de la beata escrita por él mismo. Murió en Reute el 25 de noviembre de 1420, a los 34 años de edad. Su culto se hizo popular en Suecia, sobre todo después del reconocimiento de su cuerpo en 1623, por parte del preboste de Waldsee. A consecuencia de sus numerosos milagros pidieron a la Santa Sede el reconocimiento del culto, que fue aprobado por Clemente XIII el 19 de junio de 1766.