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Beata Cristina «la Admirable», virgen

Cristina nació en Brusthem, población de la diócesis de Lieja, en 1150. Al cumplir los quince años, ella y sus dos hermanas mayores quedaron huérfanas. La familia pertenecía a la clase campesina. A los veintidós años, Cristina tuvo un ataque, probablemente de catalepsia y los vecinos la creyeron muerta y trasladaron el cuerpo de la joven en un féretro a la iglesia para una misa de réquiem. Súbitamente, después del «Agnus Dei», Cristina se irguió, saltó fuera del féretro «como un pájaro», según cuenta su biógrafo y quedó colgada en una de las vigas del techo. Todos huyeron al punto de la iglesia, excepto la hermana mayor de la beata, que dio ejemplo de recogimiento y permaneció inmóvil hasta que la misa terminó. Entonces, el sacerdote que la celebró, ordenó a Cristina que descendiese del techo (donde se había refugiado, según se dice, porque no podía soportar el hedor de los cuerpos humanos). La beata reveló que había estado realmente muerta, que había descendido al infierno, donde reconoció a muchos amigos, y también al purgatorio, donde encontró a otros conocidos. Finalmente, había ascendido al cielo, donde se le había puesto en la alternativa de permanecer ahí o retornar a la tierra a sacar del purgatorio, con sus oraciones y sufrimientos, a quienes había visto ahí. Eligió volver a la tierra y su alma había reanimado el cadáver en el preciso instante del «Agnus Dei».

Esto fue sólo el comienzo de una increíble serie de sucesos. Cristina se retiró a sitios muy remotos. Se encaramaba en los árboles, en las torres o en los acantilados y se escondía en los hornos para huir del hedor de los humanos. Podía manejar el fuego sin quemarse, entraba a las aguas heladas del río en lo más crudo del invierno sin sentir el frío y podía pasar, sin sufrir heridas, bajo una rueda de molino. Solía orar balanceándose en lo alto de una jaula o acurrucada por tierra en forma de pelota. No sin razón, las gentes la tenían por loca o «endemoniada» y varias veces la encerraron, pero Cristina se las arregló siempre para escapar. Cierta vez, un hombre logró echarle mano al darle un golpe en una pierna con tanta fuerza, que parecía haberle roto los huesos. Las gentes llevaron a la herida a casa de un cirujano de Lieja, quien vendó fuertemente la pierna y encadenó a la joven a una columna. Cristina escapó durante la noche. En otra ocasión, un sacerdote que no la conocía, asustado al ver su aspecto, se negó a darle la comunión; entonces la joven salió corriendo por las calles, se arrojó en el río Meuse y se echó a nadar hacia la otra orilla. Se vestía de andrajos, vivía de limosna y su conducta era verdaderamente sorprendente. Su biógrafo escribe, como si experimentase cierto sentido de tranquilidad, que después de que Cristina se encaramó a la pila baustismal de la iglesia de Wellen, «su conducta empezó a asemejarse más a la del resto de los hombres: se volvió menos inquieta y pudo soportar un poco mejor el hedor de los mortales».

Cristina pasó los últimos años de su vida en el convento de Santa Catalina de Saint-Trond, donde murió a los setenta y cuatro de edad. Aun en el convento no faltaban quienes la consideraban con el mayor respeto. Luis, el conde de Looz, la trataba como a una amiga, la recibía en su castillo, aceptaba sus reprensiones y en su lecho de muerte insistió en abrirle su conciencia. La beata María de Oignies le profesaba cierta admiración; la superiora del convento alabó la obediencia de Cristina y santa Lutgarda solía pedirle consejo.

Los extraños sucesos que hemos narrado no provienen de documentos posteriores. El cardenal Jacobo de Vitry, que los presenció, dio testimonio de ellos. El biógrafo de Cristina, Tomás de Cantimpré, O. P., era su contemporáneo y, si bien no la conoció personalmente, recogió el testimonio de quienes la habían conocido. Indudablemente que la biografía de Cristina contiene exageraciones, falsas interpretaciones y cierta manía de edificación, muy comunes entre los escritores de la época. En todo caso, la conclusión que se saca de dicha biografía es que Cristina de Brusthem constituía, simplemente, un caso patológico.

De todos los testimonios sobre Cristina el más autorizado es el que nos dejó el cardenal Jacobo de Vitry en su biografía de María de Oignies. Puede verse, junto con la biografía de Tomás de Cantimpré, en Acta Sanctorum, julio, vol. V.