Los evangelios son catequesis, la catequesis de la primera Iglesia, fijada y puesta como norma de toda transmisión de la fe para los tiempos futuros, como son los nuestros. Si bien cabe la posibilidad de centrar nuestra atención en los detalles «biográficos» de la vida de Jesús y de los suyos, y para ello no tengamos otro remedio que leer los evangelios como recuerdos histórico-biográficos (ya que son nuestra única fuente primaria, o al menos la más completa en este punto), lo cierto es que leyéndolos así los desnaturalizamos y empequeñecemos. Y no porque la historia, «lo que pasó», no sea importante -¡en definitiva, somos seres históricos, heredamos historia, hacemos historia, y dejamos historia en herencia!-, sino porque en los evangelios, como catequesis que son, «lo que pasó» está al servicio de anunciar lo permanente, algo que no va a caducar ni cambiar (como lo hacen los hechos de la historia): la buena noticia de quién es Jesús.
Tal ocurre con esta escena de la Visitación. Podríamos pasarnos horas y días tratando de reconstruir «lo que pasó», incluso podríamos partir de la historia de la Visitación para admirarnos de cómo «movida por la caridad, María no se detuvo ante las dificultades y peligros del viaje desde Nazaret de Galilea hasta el sur de las montañas de Judea...» (Butler) o ditirambos semejantes; pero, ¿le haríamos justicia a lo que san Lucas nos enseña en este pasaje? Y cuando la liturgia nos propone la Visitación como centro de la meditación orante de la Iglesia, ¿le hacemos justicia quedándonos en una vaga evocación biografista de lo singular que fue que la Virgen emprendiera semejante viaje?
A través del «elogio» de la fecha, el Martirologio (y con él la liturgia del día) pone su acento en lo que realmente estamos celebrando, en lo que de verdad evocamos en esta fecha:
Fiesta de la Visitación de la Bienaventurada Virgen María, con motivo de su viaje al encuentro de su prima Isabel, que estaba embarazada de un hijo en su ancianidad, y a la que saludó. Al encontrarse gozosas las dos futuras madres, el Redentor que venía al mundo santificó a su precursor, que aún estaba en el seno de Isabel, y al responder María al saludo de su prima, exultante de gozo en el Espíritu Santo, glorificó a Dios con el cántico de alabanza del Magníficat.
Ese «con motivo de» marca el tono peculiar de esta fiesta: no es el viaje como tal el centro, no es el esfuerzo de la Virgen, no es la lejanía del lugar, no es ni siquiera el encuentro de las dos mujeres el centro, sino que el centro está en que «al encontrarse gozosas... el Redentor santificó a su precursor», y que «al responder María ... glorificó a Dios». El centro de toda esta fiesta está puesto en dos focos: el Redentor y Dios, rodeados, evocados, celebrados en María.
Los exégetas bíblicos están en general de acuerdo en que el modo como san Lucas narra esta escena no sólo no tiene ningún punto casual o meramente anecdótico, sino que cada pequeña expresión está al servicio de evocar algún aspecto del Antiguo Testamento, según el modo propio de la catequesis de la primera Iglesia, en la que el Antiguo Testamento mostraba el modelo (el «typos») de la actuación de Dios en la historia, y por lo tanto, comprender cualquier personaje, situación o significado de la Nueva Alianza -incluido al propio Jesús- equivalía a encontrar en el Antiguo Testamento un modelo para ello.
Y así, por ejemplo, el «Magnificat» es, si se me permite el retruécano, un magnífico cántico, pero lo es más todavía no por su originalidad, sino precisamente porque no es del todo original, sino que quiere ser una evocación de muchos textos del AT, pero principalmente del «Cántico de Ana» de 1Samuel 2,1-10. Es posiblemente difícil para nosotros, ávidos de novedad y que incluso juzgamos que algo tiene más valor precisamente y porque es «nuevo» y «original», vibrar con esta pasión de la Biblia por la «repetición»: ésa es, para la catequesis bíblica, la mejor garantía, el sello de Dios: que lo que ocurre ya ha ocurrido, y se realiza así en nuestra cambiante historia la permanencia de Dios. Por eso es tan difícil partir de la Biblia para conocer la historia, porque cuando nosotros nos preguntamos «qué pasó», en realidad queremos decir: «¿qué tuvo este hecho de diferente a todos los demás hechos de la historia?», mientras que la Biblia se empeña en mostrarnos lo que es, a través de y en el prisma de lo que fue una vez, y otra vez, y otra vez.
Podemos gozar mucho de lo que transmite la historia de la Visitación si la leemos, por ejemplo, a través del prisma de 2 Samuel 6. Posiblemente el versículo 9 de esa historia sea uno de los motores generadores de ésta. Se pregunta David: «¿Cómo voy a llevar a mi casa el arca de Yahveh?»; se pregunta Isabel: «¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?». No se trata de una mera repetición (incluso están invertidas, llevar-venir) sino de una repetición tipológica: en el arca de la Alianza la primera Iglesia vio anunciado el misterio de cómo Dios se presenta en medio de su pueblo, a la vez patente y oculto: Dios está, pero hay que hacer algo para poder verlo. «¡Bendita tú entre las mujeres!», dice Isabel; y con sólo esa frase, san Lucas abre un espejo en el cual contemplamos la densidad tipológica de María en el Antiguo Testamento; la misma frase la encontramos en Jueces 5,24 y sobre todo la alabanza de Judith (es decir, «la Judía» por antonomasia): «¡Bendita seas, hija del Dios Altísimo más que todas las mujeres de la tierra! Y bendito sea Dios, el Señor, Creador del cielo y de la tierra, que te ha guiado para cortar la cabeza del jefe de nuestros enemigos.» (Judit 13,18). «Cortar las cabezas», ¡qué feo suena!, pero de eso trata la Visitación, como nos lo anuncian sus relatos-espejo: en lo oculto de Jesús se ha dado ya el golpe mortal al poder y la soberbia, a la suficiencia que traen las riquezas, se ha inaugurado por fin el auténtico reinado de los pobres de Dios: en Jesús, oculto en María pero visible a los que se dejan inundar por el Espíritu, Dios «derribó a los poderosos de su trono».
Y concluye esta visita, para que no queden dudas de que comprender la Visitación consiste en escudriñar las promesas antiguas, con un festivo «...como había anunciado a nuestros padres, en favor de Abraham y de su linaje por los siglos.». Y al igual que «El arca de Yahveh estuvo en casa de Obededom de Gat tres meses, y Yahveh bendijo a Obededom y a toda su casa» (2Samuel 6,11), así también María estuvo en casa de Isabel tres meses antes de volver a su tierra.
Bibliografía: lo mejor es sentarse con una buena Biblia que tenga referencias marginales (como Biblia de Jerusalén o cualquier otra similar) e ir siguiendo en el Antiguo Testamento los trazos de la escena. Se puede profundizar en el valor y los límites de la tipología de esta escena a través de, por ejemplo, «El nacimiento del Mesías», de Raymond Brown. Cualquier comentario bíblico a Lucas (el viejo o el nuevo «Comentario Bíblico san Jerónimo», por ejemplo) trata los puntos de contacto del Magnifiocat y de toda la escena con los libros de Samuel.
El cuadro es la «Visitación» de Marx Reichlich, de 1511, que se encuentra en la Alte Pinakothek, de Munich.