La inscripción de este grupo de mártires tiene una curiosa historia cúltica: comienza con una capilla que hubo en la archibasílica de San Juan de Letrán, en Roma, dedicada a san Venancio y a un conjunto de mártires que posiblemente pertenecieron al mismo grupo martirial. Esa capilla se encontraba al lado de la de San Juan Evangelista (que existe desde antiguo y hasta la actualidad), pero en alguna de las sucesivas remodelaciones de la gran basílica romana, fue reemplazada por capillas de personajes que se juzgaron más relevantes en los tiempos de esas remodelaciones.
Había albergado desde el siglo VII las reliquias del obispo y sus compañeros, así como pinturas y esculturas que adornaban su tumba y narraban su historia. Según la "Vida de los pontífices romanos", atribuida a Anastasio el bibliotecario, erudito del siglo IX, el papa Juan IV, que gobernó la iglesia entre el 640 y el 642, era dálmata, e hijo de Venancio (podría tratarse de hijo en sentido propio, o de discípulo). Las luchas arrianas y las invasiones de pueblos (posiblemente eslavos) estaban haciendo estragos en la península de Istria y en Dalmacia, por lo que hizo trasladar un primero de abril las reliquias de estos venerados mártires a Roma, y las presentó al culto en la capilla lateranense mencionada, y además hizo pintar en el ábside el martirio de estos santos para que se preservara la historia.
También el papa León III, 150 años más tarde, embelleció la capilla de estos santos, y pontífices posteriores estimularon su culto con indulgencias. Lamentablemente las sucesivas destrucciones y refacciones en la archibasílica acabaron con todos estos testimonios de culto, de lo que apenas nos han quedado las breves crónicas, y como las pinturas se perdieron, también la memoria de los hechos concretos en los que dieron su testimonio.
El Cardenal Baronio preservó la memoria inscribiéndolos en el Martirologio Romano, y otros martirologios siguieron su ejemplo. El hagiógrafo hispánico Tamayo Salazar (siglo XVII) inscribió a Venancio en su calendario haciéndolo obispo de Toledo, pero fue, sin duda, un error de los tantos de este curioso hagiógrafo que enriqueció el martirologio hispánico tomando prestados nombres de todo el resto del mundo.
Ver Acta Sanctorum, abril I, pág. 6; B. Platinae Cremonensis, De vitis ac gestis summorum pontificum, pág. 91.