Justino Orona Madrigal nació en Atoyac, Jalisco, México, el 14 de abril de 1877, en un hogar sumido en la pobreza; desde muy temprana edad manifestó su inclinación por el sacerdocio. Su familia se opuso porque contaban con su mano de obra para obtener recursos; finalmente pudo ingresar al Seminario Conciliar de Guadalajara en octubre de 1894.
Fue ordenado sacerdote por su arzobispo, Don José de Jesús Ortiz, el 7 de agosto de 1904 y fue asignado a diferentes parroquias, hasta que el 19 de octubre de 1916, se le confió la Parroquia de Cuquío, con un especial encargo de atender la preceptoría del Seminario establecida en esa población. Los vecinos de Cuquío se distinguía por su apatía a las prácticas religiosas y aún por actitudes anticlericales; lo cual, lejos de intimidar al pastor, le sirvió de estímulo. Sobrellevó con dignidad las muestras gratuitas de odio que le fueron proferidas por su condición de consagrado, inclusive murmuraciones calumniosas acerca de su vida privada.
Sus virtudes, en especial la esperanza, le permitieron afrontar la adversidad con entereza: cuantas mayores eran los trabas, más aumentaba su ahínco para ganar adeptos a la causa de Cristo. Quienes lo trataron afirmaron que su vida fue ejemplar, edificante y entregada, sin tasa ni medida; en su trato habitual era amable y bondadoso, especialmente con los pobres. No supo límites en la cura de almas, y durante los tiempos de persecución religiosa aprovechó al máximo la oportunidad de ejercitar su fortaleza, sufrió con heroicidad las agresiones contra su ministerio de parte de agentes del gobiernos civil. Cuando la persecución arrecio, san Justino se alejó de la cabecera parroquial pero sin abandonar a los suyos.
A partir de agosto de 1926 ejerció su ministerio en aldeas, ranchos y no pocas veces a campo abierto, entre muchas limitaciones, a veces con los perseguidores pisando sus huellas. Así se mantuvo casi dos años hasta el día de su sacrificio. En 1928 las tropas gubernamentales se posesionaron de Cuquío. El sábado 30 de junio, sin angustias ni aflicciones, el Padre Justino presintió su muerte, y refiriéndose a la escasez de lluvia que inquietaba a los campesinos en las Cruces les dijo: «No se preocupen, yo pronto iré con mi Madre Santísima y les mando la lluvia».
Atilano Cruz Alvarado nació en Ahuentia de Abajo, aldea de Teocaltiche, Jalisco, el 5 de octubre de 1901. Sus padres, José Isabel Cruz y Máxima Alvarado, conformaban una familia cristiana, pero de una precaria situación económica, por lo que durante su infancia se ocupó de cuidar ganado. Después de mucho insistir, obtuvo el permiso de sus padres para cursar la instrucción primaria en el Colegio llamado de Los Dolores, en Teocaltiche.
Inició su vida clerical durante los peores años de la persecución religiosa y pese a ello, se mantuvo firme en su convicción de ser sacerdote, por lo que recibió presbiterado de manos de su obispo, don Francisco Orozco y Jiménez, en algún lugar de la Barranca de San Cristóbal, el 24 de julio de 1927.
A partir de la suspensión del culto público, el 1° de agosto de 1926, pertenecer al clero llegó a convertirse en sinónimo de proscripción. El 11 de enero de 1927, pocos meses antes de la ordenación de nuestros santo, el gobernador de Jalisco había girado una circular telegráfica confidencial a los presidentes municipales, en cuya parte final ordena; «...sírvase asimismo aprehender desde luego a todos los sacerdotes católicos, es a comprensión de su mando y remitirlos esta Capital, disposición Ejecutivo».
Desde entonces fueron asesinados algunos sacerdotes por su condición de ministros del culto. Tales antecedentes, lejos de amedrentar a Atilano, lo decidieron a afrontar con valor sus riesgos. Su vida fue muy breve, vivió solo 27 años, de los cuales sólo uno fue sacerdote, por lo que tuvo un único nombramiento, como Vicario Cooperador de la Parroquia de Cuquío, a donde llegó en el mes de septiembre de 1927, luego de haber sido ordenado sacerdote. Ejerció su ministerio en calidad de fugitivo: administrado los Sacramentos a salto de mata en los ranchos donde el párroco le indicaba; a fin de sortear los peligros, vestía el humilde atuendo de los campesinos, calzón blanco, huaraches y sombrero de falda ancha.
Entonces, el muncipio de Cuquío se encontraba bajo la férula de José Ayala, personaje de poca solvencia moral, quien atribuyéndose facultades amplísimas que desbordaban su autoridad, puso precio a la vida de los sacerdotes que atendían Cuquío, les tendió un cerco. La noche del 30 de junio fue denunciado el paradero de los sacerdotes gracias a la indiscreción de Simplicio Gómez. Un nutrido contingente salió de Cuquío, capitaneado por José Ayala, el capitán Vega y Gregorio Gonzáles Gallo, quienes llegaron a las Cruces a las 2:00 horas, sitiando la vivienda donde pernoctaban los clérigos. Los soldados, haciendo alarde de fuerza, despertaron a golpes y gritos a sus ocupantes; al abrir la puerta de su aposento, el párroco alzó la voz y exclamó: «¡Viva Cristo Rey!». En respuesta José Ayala, el capitán Vega y Gregorio Gonzáles Gallo, lo tirotearon dejándolo muerto en el dintel de la puerta, la cual remataron asesinando a los indefensos presbíteros Atilano Cruz y a José María Orona. Los asesinos se enfilaron a Cuquío llevando como carga los cadáveres, que exhibieron en la plaza del pueblo durante cuatro o cinco horas, ya que una muchedumbre cerró filas en torno a los muertos.
Algunos vecinos, desafiando el mandato, lavaron, vistieron y colocaron en ataúdes los restos de las víctimas, a fin de proceder al sepelio, que convocó a muchísimas personas. Los restos mortales, veneradas reliquias, descansan ahora en el templo parroquial de San Felipe, de Cuquío. Fueron canonizados el 21 de mayo del 2000.