San Fructuoso fue un celoso y apostólico obispo de Tarragona, en la época en que dicha ciudad era la capital de la Hispania Citerior. El año 259, durante la persecución de Valeriano y Galieno, fue arrestado por orden del gobernador, junto con sus dos diáconos Augurio y Eulogio, el domingo 16 de enero. Los guardias le sorprendieron en el lecho, y el santo les pidió unos instantes para calzarse. Después, les siguió alegremente, con sus otros dos compañeros, a la prisión. Fructuoso bendecía a los fieles que iban a visitarle, y el lunes bautizó en la cárcel a un catecúmeno llamado Rogaciano. El miércoles observó el ayuno de las estaciones hasta las tres de la tarde. [Miércoles y viernes eran días de ayuno en aquella época, pero sólo hasta la hora de nona, es decir, hasta las tres de la tarde. Tal práctica se conocía con el nombre de ayuno de las estaciones.] El viernes, sexto día de su prisión, compareció ante el gobernador, quien le preguntó si conocía los edictos del emperador. El santo respondió que no, pero que en todo caso era cristiano. «Los emperadores -replicó Emiliano- ordenan que todos sacrifiquen a los dioses». Fructuoso respondió: «Yo adoro a Dios, que ha hecho los cielos, la tierra y todas las cosas». Emiliano le dijo: «¿Sabes que existen además otros dioses?» «No», replicó el santo. El procónsul le dijo: «Yo haré que lo sepas muy pronto». Diciendo estas palabras, el procónsul se volvió hacia Augurio y le rogó que no tuviese en cuenta las respuestas de Fructuoso, pero Augurio le contestó que él adoraba al mismo Dios todopoderoso. Emiliano preguntó entonces al otro diácono, Eulogio, si también él adoraba a Fructuoso. Eulogio respondió: «Yo no adoro a Fructuoso, sino al Dios que Fructuoso adora». Emiliano preguntó a Fructuoso si era obispo; como el santo contestara afirmativamente, el procónsul replicó: «Di más bien que lo eras», con lo cual quería indicar que Fructuoso iba pronto a perder el título junto con la vida. En efecto, el procónsul condenó inmediatamente a los tres mártires a ser quemados vivos.
Los mismos paganos no podían contener las lágrimas, cuando los mártires se dirigían al anfiteatro, porque amaban a Fructuoso a causa de sus extraordinarias virtudes. Los cristianos acompañaban a los testigos de Cristo afligidos y a la vez gozosos por el martirio. Los fieles ofrecieron a san Fructuoso una copa de vino, pero éste no quiso probarlo, porque no eran sino las diez de la mañana, y el ayuno de los viernes obligaba hasta las tres de la tarde. El santo obispo esperaba terminar el tiempo del ayuno en compañía de los patriarcas y profetas en el cielo. Una vez que se hallaban en el anfiteatro, el lector del obispo, Augustal, se acercó a éste y le rogó que le permitiera desatar las correas de sus zapatos, pero el mártir se rehusó, diciendo que podía hacerlo él mismo sin dificultad. Félix, un cristiano, se adelantó a rogarle que no le olvidase en sus oraciones, a lo que el santo respondió en voz alta: «Estoy obligado a orar por la Iglesia católica, difundida en todo el mundo, desde el oriente hasta el occidente». San Agustín, quien admira mucho la respuesta del santo, observa que parecía decir: «Si quieres que pida por ti, no abandones nunca a la Iglesia por la que pido». Marcial, un cristiano de su diócesis, le rogó que dijese unas palabras de consuelo a su desolada Iglesia. El obispo, volviéndose hacia los cristianos, les dijo: «Hermanos míos, el Señor no os abandonará como a ovejas sin pastor, porque Él es fiel a sus promesas. El tiempo del sufrimiento es corto».
Los mártires fueron atados a sendas estacas para ser quemados, pero las llamas parecían al principio respetar sus cuerpos y sólo consumían las cuerdas que ataban sus manos, de suerte que los mártires pudieron extender los brazos en oración y entregaron su alma a Dios, de rodillas, sin que las llamas les consumieran. Babilas y Migdonio, dos cristianos que formaban parte de la servidumbre del gobernador, vieron abrirse el cielo y entrar en él a los santos, portando la corona de los mártires. El procónsul Emiliano levantó también los ojos al cielo, pero no fue juzgado digno de participar en tal espectáculo. Los fieles se acercaron durante la noche, apagaron con vino las hogueras y retiraron los cuerpos medio quemados. Muchos de ellos llevaron a sus casas parte de las santas reliquias; pero, amonestados por el cielo, las depositaron todas en el mismo sepulcro. San Agustín nos ha dejado un panegírico de san Fructuoso, pronunciado en el aniversario de su martirio.
Los sitios, mayormente españoles, que le tributan culto litúrgico a estos santos lo hacen el día 21 de enero, que es una fecha más antigua y arraigada.
La narración de la pasión de san Fructuoso pertenece a la reducida categoría de actas que todos los críticos consideran como auténticas. El mismo Harnack (Chronologie bis Eusebias, vol. II, p. 473) dice que este documento «no despierta sospechas». Se encuentran dichas actas en Acta Sanctorum, 21 de enero, en Ruinart y en otras obras. Ver Delehaye. Les passions des martyrs... (1921), p. 144, y Origines du culte des martyrs (1933), pp. 66-67. Uno de los principales argumentos en favor de la autenticidad de las Actas de san Fructuoso es que san Agustín y Prudencio las conocieron ciertamente.
Puede descargarse desde la Biblioteca la Obra Completa de San Agustín; el tomo XXV (archivo OSAbil25.rar) contiene el sermón al que se refiere este escrito; es el sermón 273, el primero que aparece en el tomo, cuya lectura es altamente recomendable, no sólo para leer sobre san Fructuoso, sino para meditar con san Agustín sobre el recto culto a los santos.