En el año 250 la persecución de Decio hacía estragos en Alejandría y los magistrados buscaban activamente a los cristianos. Alejandro y Epímaco cayeron en sus manos. Como no titubearon en confesar el nombre de Cristo, se los cargó de cadenas y se los tuvo largo tiempo en confinamiento absoluto. Los mártires salieron victoriosos de aquélla prueba de su fe y de su paciencia. Entonces, los jueces los mandaron azotar, dieron orden de que les desgarrasen los costados con garfios y, finalmente los condenaron a perecer en la hoguera.
San Dionisio, Obispo de Alejandría, que presenció una parte del martirio de los dos santos, nos dejó los datos de su muerte; también menciona a otras cuatro cristianas que conquistaron la palma del martirio el mismo día y en el mismo sitio: la primera de ellas, Amonaria (o Amonarión), fue cruelmente torturada para obligarla a repetir las blasfemias que el juez le indicaba, pero ella se negó y fue condenada a morir, probablemente decapitada. La segunda, Mercuria, era ya anciana. La tercera, Dionisia, que tenía varios hijos, los encomendó a Dios y sufrió el martirio por su amor. No sabemos cómo se llamaba la cuarta. El juez, que estaba furioso por no haber logrado vencer a Amonaria, no quiso exponerse a otro fracaso, de suerte que condenó inmediatamente a muerte a las otras tres, sin someterlas a torturas previas.
A san Epímaco se lo identifica habitualmente con el santo mencionado en el elogio de san Goridiano, del Martirologio del 10 de mayo; las reliquias de Epímaco fueron trasladadas de Alejandría a Roma, y quedaron asociadas a las de Gordiano -con quien carecían de relación- por una posterior traslación en época de Carlomagno.
Todo lo que sabemos sobre san Epímaco, san Alejandro y sus compañeras de martirio, procede de un resumen de una carta de san Dionisio de Alejandría, que se halla en Eusebio, Hist. Eccl., lib. VI,41,17-18.