La Iglesia ha sido siempre (y lo sigue siendo) martirial; el testimonio de los mártires la sostiene y hace crecer. Así, cuando en los primeros años del siglo IV acabaron la más terribles persecuciones romanas, comenzaron sin descanso en otros sitios. Aunque en ese siglo no faltaron martirios en el Imperio, puede contarse la persecución del rey sasánida Sápor II de Persia (actuales Irak e Irán) como de las más numerosas de la antigüedad.
Este rey llevó al imperio sasánida a la plenitud de su capacidad militar y de conquista. Se sacudió los límites que territoriales que le imponían una paz con Roma firmada a fines del siglo anterior por su padre, y amplió las fronteras de su dominio. Esto ocurría siendo emperador romano Constantino, que acababa de dictar su edicto de tolerancia, que en la práctica implicó una promoción del cristianismo en el Imperio. Los cristianos devinieron así de enemigos en amigos de Roma. Sápor, que alentaba el mazdeísmo -con su culto al sol- como fuerza espiritual aglutinante de su reinado, veía en los cristianos una peligrosa presencia romana.
El grueso de la persecución duró un siglo (del 342 al 450, más allá del reinado de Sápor II), y se cobró miles de testigos. El historiador eclesiástico Sozómeno, que vivió apenas un siglo después habla de que sólo en época de Sápor se pueden contar 16 mil víctimas. Entre ellas muchos obispos, dos de los cuales celebramos hoy; pero el nombre de la mayor parte de los mártires de este período es desconocido: presbíteros, diáconos, monjes, vírgenes, laicos que en un incontable número llenan las listas de la iglesia oriental. En el martirologio Romano no están representados todos, sólo aquellos que en la tradición occidental se fueron conociendo, sobre todo con el traslado de sinaxarios (santorales) orientales a Roma y otras ciudades.
El Sinaxario Constantinopolitano registra en esta fecha los nombres de dos obispos, Abdas y Abdieso, y un número de compañeros de martirio que aparece de distintas formas según las distintas copias o recensiones; en algunas pasa el centenar, en otras son cerca de setenta personas, etc. El Martirologio actual opta por una lista moderada, representada en los manuscritos más antiguos, de treinta y ocho acompañantes de distintos estados eclesiásticos, todos anónimos.
«Interrogados por el rey, confesaron a Cristo, y enviados a comparecer ante Arthes, hermano del rey, para ser sometidos por él a tormentos. Cuando estuvieron ante él, prudentemente respondieron con razones, dejándolo perplejo. Fueron atados con cuerdas a maderos, y sus huesos descoyuntados. Tanto los obispos como sus compañeros fueron sometidos a tales violencias, que se oía el ruido de los huesos al romperse. Luego de siete días, casi muertos, fueron puestos en la cárcel, sin que se les diera ninguna comida. Pero recibiendo por la ventana pan y agua de algunas mujeres, glorificaban a Dios. Luego fueron sacados de la cárcel, expuestos a los rayos del sol, apedreados en la boca, y sus cabezas cortadas.»
Así narra el Sinaxario Constantinopolitano la gloriosa gesta de estos mártires, que en el Martirologio Romano queda como representante, junto con unas pocas entradas más, de una persecución que, no por desconocida entre nosotros, fue menos cruel -pero a la vez fecunda- que las del Imperio Romano.
Ver Acta Sanctorum, mayo III, pág. 574 (de allí traduje el texto del sinaxario). Sozómeno, Historia Eclesiástico, libro II, cap. 15. Leclerq, Les Martyrs, tomo III pass.