Precisamente cuando la persecución religiosa estaba en su apogeo, el Padre Toribio Romo González, quien había recibido muy joven la orden sacerdotal, el 23 de diciembre de 1922, recibió la encomienda de la Parroquia de Tequila, que no era una misión apetecible, ya que el municipio era entonces uno de los lugares donde las autoridades civiles y militares más perseguía a los sacerdotes. No se intimidó por ello, y en una antigua fábrica de tequila abandonada cerca del rancho Agua Caliente, estableció refugio y lugar para seguir celebrando misas. Había nacido en Santa Ana de Guadalupe, caserío de Jalostotitlán, Jalisco, el 16 de abril de 1900, y se ordenó prebítero a los 21 años de edad, previa dispensa de la Santa Sede a causa su juventud.
Su gran amor a la Eucaristía le hacía repetir con frecuencia esta oración: «Señor, perdóname si soy atrevido, pero te ruego me concedas este favor: no me dejes ni un día de mi vida sin decir la Misa, sin abrazarte en la Comunión... dame mucha hambre de Ti, una sed de recibirte que me atormente todo el día hasta que no haya bebido de esa agua que brota hasta la Vida Eterna, de la roca bendita de tu costado herido. ¡Mi buen Jesús!, yo te ruego me concedas morir sin dejar de decir Misa ni un solo día». Asía ocurrió hasta el día de su muerte, cuando fue sorprendido durante un descanso que tomó antes de celebrar una misa.
Días antes del martirio había administrado la Primera Comunión a un grupo de 20 niños que él mismo preparó; celebró la Misa con fervor extraordinario y, a la hora de impartir la Sagrada comunión, pidió a los neocomulgantes reiteraran su fe y su amor a Jesucristo y pidieran por la paz de la Iglesia. Estaba muy emocionado, y mientras sostenía en sus manos temblorosas la Sagrada Hostia, dijo en voz alta: «¿Aceptarás mi sangre, Señor?». Las lágrimas le impidieron continuar; cuando pudo pronunciar palabra, repitió la frase: «¿Aceptarás mi sangre Señor, que te ofrezco por la paz de la Iglesia?». Asimismo, el jueves 23 de febrero de 1928, prácticamente se despidió de su hermano el Padre Román, con quien celebró el Santo Sacrificio para después confesarse con él, y pedirle su bendición; antes de irse le entregó una carta con el encargo de que no la abriera sin orden expresa.
El Padre Toribio presentía su muerte. El viernes siguiente, después de haber celebrado la Santa Misa, quiso poner todo al corriente. Invirtió esa jornada arreglando las cuentas de la parroquia; hasta en la tarde interrumpió el trabajo para rezar el Rosario y el Oficio Divino; por la noche terminó la documentación relativa a los matrimonios y bautismos, concluyendo la madrugada del sábado. A las cuatro de la mañana pensó celebrar la misa para luego acostarse, pero lo consideró y optó por dormir un rato para después celebrar mejor. Una hora más tarde, una tropa compuesta por soldados federales y agraristas, avisados por un delator, sitió el lugar, brincaron las bardas y tomaron las habitaciones del señor León Aguirre, encargado de la finca. Al verlo, un agrarista dijo: «Este no es el Cura»; enseguida ocuparon la habitación donde reposaba el Padre Toribio. Uno de la tropa, reiterándole el brazo que le ocultaba el rostro, gritó: «Este es el cura, ¡Mátenlo!». La exclamación despertó al sacerdote, quien, sorprendido, atinó a decir: «Sí soy yo, pero no me maten...» Ni siquiera pudo terminar la frase, lo acribillaron los rifles de sus verdugos, que acompañaban de insultos sus proyectiles. El Padre Toribio, herido de muerte, pudo dar algunos pasos, hacia la puerta de ingreso; una segunda descarga lo hizo caer para no levantarse más. En esos momentos, su hermana María corrió hacia él, lo tomó en sus brazos y con voz fuerte le dijo: «Valor, Padre Toribio... ¡Jesús Misericordioso, recíbelo! ¡Viva Cristo Rey!». Soldados y agraristas desnudaron a su víctima. María fue hecha prisionera; a pie y descalza se le condujo hasta un calabozo en el mismo lugar.
Días después del doloroso acontecimiento, el Padre Román recordó la carta última de su hermano Toribio. Esto fue lo que leyó: «Padre Román, te encargo mucho a nuestros ancianitos padres; haz cuanto puedas por evitarles sufrimientos. También te encargo a nuestra hermana Quica, que ha sido para nosotros una verdadera madre». Veinte años después de su sacrificio, los restos del mártir Toribio Romo regresaron a su lugar de origen, y fueron depositados en la capilla construida por él, en Jalostotitlán.