Santo Domingo nació a principios de 1171 en Caleruega, población de Castilla (llamada en latín Calaroga). No sabemos nada de cierto sobre su padre, aparte de que llevaba el nombre de Félix y que, al parecer, pertenecía a la familia de Guzmán. La madre de santo Domingo fue la beata Juana de Aza. A los catorce años, Domingo partió de la casa de su tío, que era arcipreste de Gumiel de Izán, e ingresó en la escuela de Palencia. Era todavía estudiante cuando se le nombró canónigo de la catedral de Osma y, después de su ordenación, se consagró al cumplimiento de sus deberes de canónigo. El capítulo vivía en comunidad, bajo la regla de san Agustín y su regularidad y observancia fueron un magnífico ejemplo para el joven sacerdote. A lo que parece, Domingo vivió ahí sin distinguirse en nada de los otros canónigos, ejercitándose en la virtud y preparándose para la tarea que Dios le tenía reservada. Rara vez salía de la casa de los canónigos, y pasaba la mayor parte del tiempo en la iglesia, «llorando los pecados ajenos y leyendo y practicando los consejos que da Casiano en sus Conferencias». Cuando Diego de Acevedo fue elegido obispo de Osma hacia el año de 1201, Domingo le sucedió en el cargo de prior del capítulo. Tenía entonces treinta y un años y había practicado la vida contemplativa a la que acabamos de referirnos durante seis o siete años. En 1204 terminó ese período y el joven hizo su aparición en el mundo en forma inesperada.
Aquel año, Alfonso IX de Castilla envió al obispo de Osma a Dinamarca a negociar el matrimonio de su hijo y el prelado llevó consigo a Domingo. De camino a Dinamarca, los viajeros atravesaron el Languedoc, donde se había difundido mucho la herejía de los albigenses. En Toulouse se alojaron en casa de un albigense. Lleno de compasión por su huésped, Domingo pasó toda la noche en discusión con él y, a la salida del sol, el hombre había recuperado la fe y abjurado de sus errores. La mayoría de los autores suponen que en ese instante Domingo comprendió lo que Dios quería de él. Al regresar de Dinamarca, el obispo y Domingo fueron a Roma a pedir a Inocencio III que los enviase a predicar el Evangelio a los cumanos en Rusia. El Pontífice, que supo apreciar el celo y la virtud de los misioneros, los exhortó para que consagraran sus esfuerzos a luchar dentro de la cristiandad por desarraigar la herejía. Domingo y el obispo pasaron después por Citeaux, a cuyos monjes había encargado el Papa especialmente que lucharan contra los albigenses. En Montpellier se reunieron con el abad de Citeaux y otros dos monjes, Pedro de Castelnau y Raúl de Fontefroide, que habían trabajado en la misión del Languedoc. Diego y Domingo cayeron entonces en la cuenta de que todos los esfuerzos hechos hasta entonces por desarraigar la herejía habían resultado inútiles.
El sistema albigense se basaba en el dualismo del bien y el mal. A este ultimo principio, opuesto al bien, pertenecía la materia y todo lo material. Por consiguiente, los albigenses negaban la realidad de la Encarnación y rechazaban los sacramentos; la perfección exigía que el hombre renunciase a la procreación, comiese y bebiese lo menos posible y el suicidio era cosa laudable. Naturalmente, la mayoría de los albigenses no practicaban estrictamente su doctrina, pero el reducido círculo de los «perfectos» vivía en una pureza heroica y su proceder ascético contrastaba con la vida fácil de los monjes cistercienses. En aquellas circunstancias resultaba inútil tratar de convertir a los herejes mediante el empleo razonable de las cosas materiales, ya que el pueblo seguía instintivamente a quienes llevaban una vida heroica, que no eran ciertamente los predicadores cistercienses. Viendo esto, santo Domingo y el obispo de Osma exhortaron a los cistercienses a imitar el ejemplo de los herejes, a no viajar a caballo, a no alojarse en las mejores hosterías y a despedir a los criados que tenían a su servicio. Una vez que consiguiesen hacerse oír del pueblo, a causa de su vida de penitencia, deberían emplear las armas de la persuasión y la discusión en vez de las amenazas. La tarea era tanto más difícil, cuanto que el albigenismo constituía una religión nueva más bien que una herejía originada en el cristianismo y su forma más avanzada amenazaba la existencia misma de la sociedad humana. Santo Domingo estaba persuadido de que era posible oponer un dique al albigenismo, y Dios quiso valerse de su predicación como instrumento para hacer penetrar su gracia en el corazón de numerosos herejes.
Santo Domingo no se contentó con pedir a otros el ejemplo, sino que lo dio él mismo. Así pues, organizó una serie de conversaciones con los herejes, que hicieron algún efecto en el pueblo, pero no entre los jefes de la herejía. El obispo de Osma volvió poco después a su diócesis, en tanto que su compañero se quedaba en Francia, pero antes de que partiese el prelado, santo Domingo había dado ya el primer paso para fundar la orden que estaba destinada a marcar el alto al albigenismo. Había observado que las mujeres desempeñaban un papel muy importante en la difusión de la herejía y que las jóvenes, después de recibir en su casa los principios de la mala doctrina, iban a proseguir su educación en conventos albigenses. En 1206, el día de la fiesta de santa María Magdalena, santo Domingo recibió una señal del cielo y, en menos de seis meses, fundó en Prouille un convento con nueve monjas a las que había convertido de la herejía y, cerca de ahí, alojó a los hombres que le ayudaban en el apostolado. En esa forma, empezó a preparar predicadores virtuosos, a ofrecer refugio a las mujeres convertidas, a ver por la educación de las jóvenes y a organizar una casa religiosa en la que se oraba constantemente.
El asesinato del legado pontificio, Pedro de Castelnau, a manos de un criado del conde de Toulouse, desencadenó una «cruzada» contra los albigenses, en la que se practicaron todos los horrores y crueldades de una guerra civil. El caudillo de los albigenses era Raimundo VI, conde de Toulouse; el de los católicos era Simón IV de Montfort, conde de Leicester. Santo Domingo no creía en la eficacia ni en la legitimidad de una empresa que tratase de imponer la ortodoxia por la fuerza, y es falso que haya tenido algo que ver en el establecimiento de la Inquisición, ya que el tribunal empezó a funcionar en el sur de Francia desde fines del siglo XII (la Orden se hizo cargo de la Inquisición posteriormente). El santo no se mezcló jamás en ninguna de las crueles ejecuciones que llevó a cabo la Inquisición. Los historiadores de la época mencionan únicamente, como armas de santo Domingo, la instrucción, la paciencia, la penitencia, el ayuno, las lágrimas y la oración. En cierta ocasión en que el obispo de Toulouse fue a visitar su diócesis con una comitiva de soldados y criados, el santo le reprendió con estas palabras: «En vano intentaréis convertir de esa manera a los enemigos de la fe. La oración es más eficaz que la espada y la humildad más útil que los vestidos finos». Domingo estuvo a punto de ser elegido obispo en tres ocasiones; pero se opuso firmemente, pues sabía que Dios le destinaba a otra tarea.
Santo Domingo había predicado ya diez años en el Languedoc, y a su alrededor se había reunido un grupo de predicadores. Hasta entonces, había portado el hábito de los Canónigos Regulares de San Agustín y observado su regla. Pero deseaba ardientemente reavivar el espíritu apostólico de los ministros del altar, puesto que su ausencia era la causa principal del escándalo del pueblo y del florecimiento del vicio y la herejía. Para eso proyectaba fundar un grupo de religiosos, que no serían necesariamente sacerdotes ni se dedicarían exclusivamente a la contemplación, como los monjes, sino que unirían a la contemplación el estudio de las ciencias sagradas y la práctica de los ministerios pastorales, especialmente de la predicación. El objetivo principal del santo era el de multiplicar en la Iglesia los predicadores celosos, cuyo espíritu y ejemplo facilitasen la difusión de la luz de la fe y el calor de la caridad, capaces de ayudar eficazmente a los obispos a curar las heridas que habían infligido a la Iglesia la falsa doctrina y la vida disipada. Para facilitar la tarea de Santo Domingo, el obispo Fulk, de Toulouse, le concedió, en 1214, una renta, y, al año siguiente, aprobó la fundación embrionaria de la nueva orden. Pocos meses más tarde, santo Domingo acompañó al obispo al cuarto Concilio de Letrán.
Inocencio III acogió muy amablemente al santo y aprobó el convento de religiosas de Prouille. Además, introdujo en el décimo canon del Concilio una cláusula que ponía de relieve la obligación de predicar y la necesidad de elegir pastores poderosos en obras y palabras, capaces de instruir y edificar a los fieles con el ejemplo y la predicación. Aunque en dicho canon el Pontífice subrayaba la necesidad de formar predicadores aptos, la aprobación de la nueva orden no era tarea fácil, porque el mismo Concilio había legislado contra la multiplicación de las órdenes religiosas. Se dice que Inocencio III había resuelto negarse a la petición, pero que aquella misma noche soñó que la iglesia de San Juan de Letrán estaba a punto de derrumbarse y que santo Domingo la sostenía. Como quiera que fuese, lo cierto es que el Papa aprobó verbalmente la nueva fundación y ordenó al santo que consultase con sus hermanos cuál de las reglas religiosas ya aprobadas querían seguir. En agosto de 1216, se reunieron en Prouille, Domingo y sus dieciséis compañeros, de los cuales ocho eran franceses, siete españoles y uno inglés. Tras de discutir los pros y los contras, decidieron adoptar la regla de San Agustín, que era la más antigua y menos detallada de cuantas existían, que había sido escrita para sacerdotes por un sacerdote y predicador eminente. Santo Domingo añadió algunas cláusulas, tomadas en parte de las reglas de los premonstratenses. Inocencio III murió el 18 de julio de 1216 y Honorio III fue elegido para sustituirle. Ello retardó un poco el viaje de santo Domingo a Roma, pero entretanto, terminó el primer convento de Toulouse, al que el obispo regaló la iglesia de San Román. Ahí empezaron los primeros dominicos a llevar vida comunitaria con votos religiosos.
Santo Domingo llegó a Roma en octubre de 1216. Honorio III aprobó ese mismo año la nueva comunidad y sus constituciones, «en consideración a que los religiosos de vuestra orden serán paladines de la fe y luz del mundo, Nos confirmamos vuestra orden». Santo Domingo continuó sus prédicas en Roma con gran éxito, hasta después de la Pascua. Fue entonces cuando se hizo amigo del cardenal Ugolino (más tarde Gregorio IX) y de san Francisco de Asís. Según cuenta la leyenda, santo Domingo soñó que la ira divina estaba a punto de descargarse sobre el mundo pecador, pero lo salvó la intercesión de Nuesta Señora ante su hijo al señalarle a dos personajes: el uno era el propio santo Domingo, el otro era un desconocido. Al día siguiente, se hallaba el santo en oración en la iglesia, cuando entró en ella un mendigo cubierto de harapos. El santo reconoció inmediatamente en él al hombre de su sueño; así pues, se le acercó, le abrazó y le dijo: «Vos sois mi compañero y tenéis que estar a mi lado, pues si permanecemos unidos no habrá poder humano capaz de resistirnos». El encuentro de los dos hombres de Dios, Domingo y Francisco se celebra dos veces al año, en sus respectivas fiestas; en efecto, en esos días los miembros de cada orden cantan la misa en las iglesia de los de la otra y se reúnen «para comer el pan que no ha faltado en siete siglos». Algunos autores han comparado a santo Domingo con san Francisco; pero la comparación es poco inteligente, ya que ambos santos se completan y corrigen el uno al otro, y los únicos puntos que tienen en común, son la fe, cl celo y la caridad.
El 13 de agosto de 1217, los frailes predicadores se reunieron con el fundador en Prouille. Santo Domingo les dio instrucciones sobre la manera de predicar y enseñar y los exhortó a estudiar sin descanso; sobre todo, les recordó que su principal obligación era la santificación propia y que estaban llamados a proseguir la obra de los Apóstoles para establecer en el mundo el reino de Cristo. También les habló de la humildad, de la desconfianza en sí mismos y de la confianza en Dios; en esa forma serían capaces de superar todas las aflicciones y persecuciones, y de pelear la gran batalla contra el mundo y los poderes del infierno. Con gran sorpresa de todos, pues la herejía había ganado terreno en el sitio en que se encontraban, santo Domingo dispersó a sus hermanos el día de la Asunción en todas direcciones, diciéndoles: «Tened confianza en mí. Yo sé lo que hago. Nuestra obligación no es almacenar la semilla, sino sembrarla». Cuatro de los frailes partieron a España, siete a París, dos volvieron a Toulouse, dos permanecieron en Prouille y el fundador se dirigió a Roma en el mes de diciembre. Santo Domingo tenía la intención de renunciar a su papel en la naciente orden e ir a predicar el Evangelio a los tártaros, pero Dios iba a disponer las cosas de otro modo.
Cuando santo Domingo llegó a Roma, el Papa le confió la Iglesia de San Sixto. Al mismo tiempo que fundaba allí un convento, enseñaba teología; su predicación en San Pedro llamó la atención de la multitud. En aquella época, la mayoría de las religiosas de Roma no observaban la clausura y vivían sin reglas, unas en pequeños conventos y otras en casa de sus padres o amigos. Inocencio III había intentado varias veces reunir a todas las religiosas dispersas en un convento de clausura, pero no lo había logrado. Así pues, encargó a santo Domingo de llevar a cabo esa reforma y así lo hizo éste. Cedió a las religiosas su propio monasterio de San Sixto, que acababa de construir; el Papa le dio, en cambio para sus frailes una casa en el Aventino y la iglesia de Santa Sabina. Se cuenta que el Miércoles de Ceniza de 1218, la abadesa y las religiosas que iban a transladarse al convento de San Sixto, se hallaban en la casa capitular con santo Domingo y tres cardenales, cuando un mensajero les llevó la noticia de que un joven, Napoleón, sobrino del cardenal Stephen, acababa de matarse al caer del caballo. Santo Domingo ordenó que transportasen el cadáver a la casa capitular y pidió al hermano Tancredo que prepararse el altar para la misa. Los cardenales y sus comitivas, la abadesa y sus monjas, los frailes y una gran multitud que se había reunido, se dirigieron a la iglesia. Al terminar la celebración del santo sacrificio, santo Domingo enderezó un tanto los maltrechos miembros del cadáver, se arrodilló a orar e hizo la señal de la cruz sobre el muerto. En seguida, levantó las manos al cielo y exclamó: «Napoleón, en el nombre de Nuestro Señor Jesucrito te mando que te levantes». El joven resucitó al punto, sin una sola herida, en presencia de la multitud.
Como fray Mateo de Francia había tenido éxito en la fundación de una casa de la orden en la Universidad de París, santo Domingo envió a algunos de sus hermanos a la Universidad de Bolonia, donde el beato Reginaldo de Orléans llevó a cabo la fundación de uno de los más famosos conventos de la orden. Entre 1218 y 1219, el fundador viajó por España, Francia e Italia, fundando conventos. En el verano de 1219, llegó a Bolonia, donde estableció su residencia habitual hasta el fin de su vida. En 1220, Honorio III confirmó al santo en el cargo de superior general. En Pentecostés de ese mismo año, se reunió el primer capítulo general de la orden, en Bolonia; en él se redactaron las constituciones definitivas, que hicieron de la Orden de Predicadores «la más perfecta de las organizaciones monásticas que produjo la Edad Media» (Hauck): una orden religiosa en el sentido moderno de la palabra, donde la unidad es la orden y no el convento, cuyos miembros dependen de un superior general y cuyas reglas llevan la marca inconfundible del fundador, particularmente por lo que se refiere a la capacidad de adaptación y a la supresión de la propiedad. Santo Domingo predicaba en todos los sitios por donde pasaba y oraba constantemente por la conversión de los infieles y de los pecadores. Si tal hubiese sido la voluntad de Dios, el santo habría querido verter su sangre por Cristo e ir a predicar a los bárbaros la buena nueva del Evangelio. Por ello, hizo del ministerio de la palabra el fin principal de su institución. Quería que todos sus religiosos se entregasen a la predicación, cada uno según su capacidad, y que los que tenían especial talento de predicadores sólo interrumpiesen el ministerio para retirarse, de cuando en cuando, a predicarse a sí mismos en la soledad y el silencio. La vocación dominicana consiste en «compartir con los demás el fruto de la contemplación». Esa es la razón por la cual los miembros de la orden se preparan largamente, mediante la práctica de la oración, de la humildad, de la abnegación y de la obediencia. Santo Domingo repetía frecuentemente: «Quien domina sus pasiones es amo del mundo. Quien no las domina se convierte en su esclavo. Más vale ser martillo que yunque». Santo Domingo enseñó a sus misioneros a hablar directamente al corazón, mediante la práctica de la caridad. Alguien le preguntó una vez en qué libro había preparado el sermón que acababa de predicar: «En el libro del amor», respondió el fundador. La cultura, la enseñanza y el estudio de la Biblia fueron, desde el primer momento, elementos esenciales de la orden; nada tiene de extraño que los dominicos se hayan distinguido en el trabajo intelectual, ni que haya llamado al fundador «el primer Ministro de Instrucción Pública en la Europa moderna».
El espíritu de oración y recogimiento es otra de las características de los dominicos, como lo fue de santo Domingo, quien pedía incesantemente a Dios que le concediese el verdadero amor del prójimo y la capacidad de ayudar a los otros. El santo exigía inflexiblemente el cumplimiento de las reglas que había impuesto. Al llegar a Bolonia, en 1220 advirtió en el convento que se edificaba, cierta elegancia que cuadraba mal con el espíritu de pobreza de la orden; sin vacilar un instante, mandó que se detuviese la construcción. Gracias a ese enérgico espíritu de disciplina, la orden se extendió rápidamente. En 1221, cuando se reunió el segundo capítulo general, había ya unos sesenta conventos, distribuidos en ocho provincias; los dominicos habían llegado ya a Polonia, Escandinavia, Palestina y el hermano Gilberto con otros doce frailes habían fundado las casa de Canterbury, Londres y Oxford. Al terminar el segundo capítulo general, Santo Domingo fue a visitar al cardenal Ugolino en Venecia. A la vuelta de ese viaje, se sintió enfermo y fue iransladado al campo para que respirase un aire más puro, pero, ya había comprendido que se aproximaba la hora de su muerte. Habló a sus hermanos acerca de la belleza de la castidad. Como no poseía bienes temporales, redactó su testamento en estos términos: «Hijos míos muy queridos, he aquí mi herencia: conservad la caridad entre vosotros, permaneced humildes y observad voluntariamente la pobreza». Después de exhortar largamente a sus hijos a la pobreza, el santo pidió que le transladasen de nuevo a Bolonia, porque deseaba per sepultado «bajo los pies de sus hermanos». Los frailes del convento de Bolonia se reunieron a rezar las oraciones por los agonizantes en torno al fundador y, al llegar al «subvenite», santo Domingo repitió esas hermosas palabras y exhaló el último suspiro. Era el atardecer del 6 de agosto de 1221; el santo tenía cincuenta y dos años. Su muerte fue un ejemplo de la pobreza de la que había hablado poco antes a sus hermanos, puesto que expiró «en el lecho del hermano Moneta, ya que carecía de una cama propia, vestido con el hábito del hermano Moneta, porque no tenía otro para reemplazar el que había llevado durante tantos años». El beato Jordán de Sajonia había escrito en la vida del santo: «Lo único que podía turbar la serenidad de su alma era el sufrirniento ajeno. El rostro de un hombre revela si es feliz o no; el rostro anuble y transfigurado de gozo de Domingo revelaba la paz de su alma. Poseía tal bondad y tal deseo de ayudar al prójimo, que nadie escapaba a la fuerza de su encanto y cuantos le veían una vez le amaban para siempre». Al firmar el decreto de canonización de su amigo, en 1234, Gregorio IX (el tdrnul Ugolino) afirmó que estaba tan seguro de su santidad como de la de san Pedro y san Pablo.
Santo Domingo y el Rosario: la oración del santo Rosario es fruto de un lento crecimiento, desde los 150 padrenuestros que los hermanos legos de la Orden Clunianense rezaban en reemplazo de los 150 salmos, hacia el siglo X, hasta la redacción del Avemaría como nosotros lo conocemos, a fines del siglo XIV, y que terminó integrándose en el rezo de las 150 avemarías en las "Cofradías del Rosario" que comenzaron a florecer, sobre todo en el entorno dominico.
Santo Domingo de Guzmán no tiene relación directa con el rosario, puesto que esta devoción ni existía aun ni se debe a su creatividad, pero dado que es la orden por él fundada una de las más vehemenes en su difusión, la piedad popular fue asociándola al nombre del fundador, y la iconografía hizo el resto, representando como un motivo artístico habitual la donación mísitica del rosario a santo Domingo por manos de Nuestra Señora.
La primera biografía de santo Domingo fue la que escribió el beato Jordán de Sajonia, quien le sucedió en el cargo de superior general. Existen, además, numerosos documentos biográficos relativamente antiguos. Sin entrar en detalles, baste con decir que los principales documentos se hallan reunidos en Acta Sanctorum, agosto, vol. II; en Scriptores O.P., de Quétif y Echard; y en Monumenta O.P. Historica, vols. XV y XVI. Para una historia del Rosario y su relación con la Orden de Predicadores, ver en la web española de la Orden un trabajo muy bien resumido y presentado.