Úrsula Giuliani nació en Mercatello de Urbino, en 1660. Sus padres eran personas de posición en la ciudad. Se cuenta que la niña empezó a dar muestras de excepcional piedad desde muy temprana edad; a los seis años, regalaba ya a los pobres su comida y sus vestidos y, a los once años, la devoción por la Pasión de Cristo había empezado ya a transformar su vida. Úrsula tenía el defecto de molestarse porque los otros no tomaban parte en sus devociones, pero después de haber tenido una visión en la que su corazón se le apareció como si estuviese hecho de acero, dejó de insistir para que los demás la imitaran en sus actos de piedad. El padre de la joven fue nombrado para ocupar un puesto público en la ciudad de Piacenza, y Úrsula se regocijó mucho por la dignidad que ello confería a su familia y por las ventajas económicas que le traía. Tal complacencia no era mala en sí, pero la santa se la reprochó constantemente en su vida posterior.
A raíz de una aparición de la Santísima Virgen, Úrsula hizo voto de ingresar en el convento, pero su padre, Francisco Giuliani se opuso firmemente, deseoso de ver casada a su hija y empezó a presentarla a los jóvenes de las mejores familias. Úrsula enfermó de pena, y su padre acabó por ceder. En 1677, la joven ingresó en el convento capuchino de Citta di Castello, en Umbría, donde tomó el nombre de Verónica. Su noviciado fue difícil; además de las pruebas interiores que debió sufrir, sus superiores, que desconfiaban un tanto de su ambición espiritual, la sometieron también a severas pruebas, tanto más cuanto que el obispo que le había conferido el hábito predijo que sería santa. Después de la profesión, aumentó todavía más la devoción de Verónica a la Pasión de Cristo; a raíz de una visión de Nuestro Señor con la cruz a cuestas, Verónica empezó a sufrir de un agudo dolor en el costado. En 1693, tuvo otra visión en la que el Señor le dio a gustar su cáliz; Verónica lo aceptó, no sin gran resistencia de su sensibilidad y, desde aquel momento, los estigmas de la Pasión empezaron a grabarse en su cuerpo y en su alma. Al año siguiente, las marcas de la corona de espinas aparecieron sobre su frente y las huellas de las cinco llagas se formaron en sus miembros el Viernes Santo de 1697. A pesar de que los médicos trataron de curar las llagas de los estigmas, no obtuvieron resultado alguno. Cuando la noticia llegó a oídos del obispo de Citta di Castello, éste acudió al Santo Oficio en busca de consejo. El Santo Oficio le ordenó que guardase silencio y no se mezclase en el asunto. Sin embargo, cuando los estigmas se agudizaron aún más, el prelado decidió examinarlos por sí mismo; así lo hizo en el recibidor del convento, en presencia de cuatro religiosas, y quedó convencido de su existencia objetiva. Para evitar todo fraude posible, dio orden de que se vigilase continuamente a la hermana Verónica: ésta no debía recibir la comunión ni hablar con las otras religiosas ni con ninguna persona del exterior, y una hermana lega tenía que estar junto a ella día y noche. El obispo mandó además que se pusiese una venda sobre los estigmas, que Verónica llevase las manos enguantadas y que se sellase el broche de los guantes con el sello episcopal. La santa sobrellevó estas prudentes medidas con paciencia ejemplar. Los estigmas no se modificaron en lo absoluto. Entonces, el obispo comunicó el hecho al Santo Oficio y manifestó la obediencia y humildad con que la religiosa lo había soportado todo. El Santo Oficio respondió que se dejase a Verónica volver a la vida normal del convento.
Santa Verónica, como Santa Teresa y todos los grandes contemplativos, añadía a los dones sobrenaturales y místicos los del sentido común y la habilidad. Durante treinta y cuatro años, desempeñó en su convento el cargo de maestra de novicias, lo cual basta para probar su destreza en el cargo. Once años antes de su muerte, fue elegida abadesa. Verónica no permitía que sus novicias leyesen ninguna obra de alta mística; prefería que se contentasen con el «Ejercicio de Perfección y Virtudes Cristianas» del P. Rodríguez y juzgaba que las novicias tenían suficiente trabajo con tratar de echar los cimientos de la humildad, la obediencia y la caridad. Es de suponer, por lo demás, que, siendo una mística, santa Verónica sabía muy bien el daño que puede hacer n los incipientes la lectura de los grandes maestros, que es demasiado elevada para ellos. Nada tiene de raro que una mujer tan práctica se haya preocupado además por ensanchar los edificios del convento y por mandar construir una cañería para el agua.
Al fin de su vida, santa Verónica, que durante casi cincuenta años había sufrido con admirable paciencia, resignación y aun gozo, se vio atacada de una apoplejía. Murió a consecuencia de esa enfermedad, el 9 de julio de 1727. Por orden de su confesor, dejó escrito un relato de su vida y sus experiencias místicas, que fue de gran utilidad en el proceso de beatificación. La canonización tuvo lugar en 1839. Mucho antes de su muerte, santa Verónica había dicho a su confesor que los instrumentos de la Pasión del Señor estaban impresos en su corazón y aun le había dado un burdo dibujo de su corazón, en el que se hallaban representados, pues decía que los sentía porque cambiaban de posición. Después de la muerte de la santa, se hizo la autopsia del cadáver, en presencia del obispo, del alcalde, de varios cirujanos y de otros testigos. La autopsia puso al descubierto una serie de objetos minúsculos, que correspondían exactamente a los que Verónica había dibujado.
Por lo que toca a los fenómenos místicos, el caso de Santa Verónica es tal vez el más notable de toda la hagiología. El P. Thurston, autor del artículo que acaba de leerse, tuvo ocasión de consultar personalmente, en la biblioteca de los bolandistas, el rarísimo summarium de las declaraciones de los testigos que se presentó para la beatificación. El confesor de la santa y sus bermanas en religión afirmaron con juramento que las beridas se abrían y sangraban cuando Verónica quería, y que se cerraban y quedaban perfectamente secas en un cortísimo espacio de tiempo, como sucedió en presencia del obispo. Además, en el artículo no se hace mención de muchos otros fenómenos, como la levitación, los olores aromáticos, etc.
Probablemente, la menos mala de las biografías de santa Verónica es la que escribió el P. Salvatore (1839), basándose en las actas del proceso. El P. Pizzicaria editó en diez volúmenes el diario espiritual de la santa. El P. Désiré des Planches hizo una buena selección de dicha obra en Le journal de Ste. Véronique Giuliani (1931); el comentario médico que hay en este libro del P. des Planches se debe a la pluma de J. F. Gentili. Pueden verse otros extractos en Franciscan Annals (1944 y 1945). Véase también el artículo del P. L. Veuthey en Vita Cristiana, vol. XV (1943), pp. 481-489, 566-589.