Existe un documento, una "Vida de Santa Siclética", que fue utilizado ya por san Juan Clímaco (siglo VI), lo que atestigua su antigüedad. Dicho texto fue atribuido durante siglos a san Atanasio, lo que le dio también mucho prestigio. Sin embargo, aunque no fuera -como hoy sabemos- correcta esta atribución, el anónimo autor parece haber conocido a la santa personalmente. Lo que se cuenta allí puede resumirse como sigue:
Santa Sincletica nació en Alejandría de Egipto, de una rica familia de Macedonia. Su gran fortuna y belleza le atrajeron numerosos pretendientes, pero Sinclética había consagrado su corazón al Esposo celestial y para librarse de aquellos recurría a la fuga. Sin embargo consideraba a su propio cuerpo como a su peor enemigo y se dedicó a domarlo con ayunos y otras asperezas. Su mayor sufrimiento era verse obligada a comer más frecuentemente de lo que deseaba. Sus padres la constituyeron heredera de toda su fortuna, pues sus dos hermanos habían muerto y su única hermana era ciega y estaba confiada a su custodia. Habiendo distribuido su fortuna entre los pobres. Sinclética se retiró con su hermana a una cámara sepulcral abandonada, que formaba parte de las posesiones de sus parientes. Allí se cortó los cabellos, en presencia de un sacerdote, para mostrar su absoluto despego del mundo, y renovó su consagración a Dios. A partir de ese instante, la oración y las buenas obras constituyeron su principal ocupación; pero su total retiro, que la ocultó a los ojos del mundo, nos ha dejado también a nosotros sin noticias.
Numerosas mujeres acudían a ella en busca de consejo. Si su humildad le hacía difícil instruir a otros, su caridad la impulsaba a hacerlo. Sus palabras tenían un acento tan profundo de humildad y de convencimiento, que impresionaban profundamente a sus oyentes. «¡Oh -exclamaba Sinclética-, cuan felices seríamos si trabajáramos por ganar el cielo y servir a Dios, como los mundanos trabajan por acumular riquezas y bienes perecederos! En tierra arrostran a los bandidos y salteadores; en el mar se exponen a los vientos y a las olas y sufren naufragios y calamidades; todo lo intentan y a todo se atreven; en cambio nosotros, que servimos a un Señor tan grande y esperamos un premio inefable, tenemos miedo de la menor contradicción». Frecuentemente predicaba la humildad: «Un tesoro sólo está seguro cuando está escondido; descubrirlo equivale a exponerlo a la codicia del primero que venga y a perderlo; igualmente, la virtud sólo está segura cuando permanece secreta, y quien la ostenta la verá disiparse como el humo». Con estos y otros discursos exhortaba nuestra santa a la caridad, a la vigilancia y a todas las virtudes.
A los ochenta años de edad, Sinclética contrajo una intensa fiebre que le atacó los pulmones, al mismo tiempo que una violenta gangrena le consumía los labios y las mandíbulas. Llevó su enfermedad con increíble paciencia y resignación, a pesar de que en los últimos tres meses el dolor no le dejaba reposo. Aunque la gangrena la había privado del uso de la palabra, su paciencia era un sermón más eficaz que cualquier predicación. Tres días antes de su muerte, Sinclética tuvo una visión en la que le fue revelada la hora en que su alma abandonaría el cuerpo. Al llegar el momento previsto, aureolada de una luz celestial y consolada con divinas visiones, Sinclética entregó su alma a Dios, a los ochenta y cuatro años de edad.
En las colecciones de Apotegmas de los Padres del Desierto se encuentran muchas sentencias de la santa.
La «Vita» puede verse en Acta Sanctorum, 5 de enero, tomo I, pág 242. En todas las recopilaciones de sentencias de los Padres del Desierto figuran pensamientos de santa Sinclética, por ejemplo en esta colección. El presente artículo reproduce con escasos cambios el correspondiente del Butler-Guinea.