Bárbara Basinsin, la madre de nuestra santa, sufrió mucho antes de darla a luz, debido a los malos tratos de su iracundo marido y a una serie de sueños espantosos que tuvo. Para consolarse, abrió su corazón al franciscano san Juan José de la Cruz y al jesuita Francisco de Jerónimo. Ambos santos la reconfortaron y profetizaron la santidad de la niña que estaba por nacer. Vio ésta la luz en Nápoles, en 1715 y fue bautizada con los nombres de Ana María Rosa Nicolasa. Cuando Ana tenía dieciséis años, su padre, Francisco Gallo, intentó casarla con un pretendiente de buena familia que estaba enamorado de la belleza y virtud de la joven. Pero Ana, que había determinado ya consagrarse a Cristo, desafió la cólera de su padre y se negó a contraer matrimonio. Dejándose llevar de su carácter brutal, Francisco Gallo golpeó a su hija y la encerró en su habitación a pan y agua. La joven aprovechó con gran gozo esa ocasión de sufrir por Dios. Entre tanto, su madre hacía cuanto podía por persuadir a su marido a que permitiese a la joven seguir su vocación e ingresar en la tercera orden de San Francisco. Para ello mandó llamar a un fraile de la observancia, llamado Teófilo, quien logró hacer ver a Francisco que su conducta era injusta y poco razonable, de suerte que éste desistió de obligar a su hija a contraer matrimonio.
El 8 de septiembre de 1731, Ana tomó el hábito de la tercera orden en la iglesia de los franciscanos de la reforma alcantarina, en Nápoles. En prueba de su devoción a la Pasión de Cristo, tomó el nombre de María Francisca de las Cinco Llagas. Según se acostumbraba entonces, la joven vivió en su casa, entregada a la piedad y el trabajo. Durante los últimos treinta y ocho años de su existencia, fue ama de casa de un sacerdote secular llamado Juan Pessiri. La hermana Francisca María se vio sujeta a una serie de fenómenos místicos extraordinarios.
Cuando rezaba el Viacrucis, especialmente los viernes de cuaresma, sufría los diferentes dolores de la Pasión del Señor: la agonía del huerto, la flagelación, la coronación de espinas, etc. Cada semana se veía sometida a una tortura diferente, en el mismo orden en que las sufrió Cristo y, el último viernes de cuaresma, entraba en un trance semejante a la muerte. También se cuenta que tenía grabados en su carne los estigmas de la Pasión. Pero los fenómenos más extraordinarios estaban relacionados con la comunión, que recibía diariamente con permiso de su confesor. Se cuenta que en tres ocasiones la hostia voló a posarse en los labios de la santa; una vez se escapó de las manos del sacerdote en el momento en que éste recitaba el «Agnus Dei», otra vez voló desde el copón y, en la tercera ocasión, voló la partícula que el sacerdote se disponía a depositar en el cáliz durante la misa. Por otra parte, el barnabita Francisco Javier Bianchi dio testimonio de otros milagros aún más sorprendentes, relacionados con la Preciosa Sangre. En la Navidad de 1741, María Francisca llegó a las alturas del matrimonio místico. Hallábase orando ante el nacimiento y le pareció que el Niño Jesús extendía la mano y le decía: «Esta noche serás mi esposa». Tal experiencia le produjo una ceguera que duró hasta el día siguiente. Las visiones y éxtasis de la santa eran tan frecuentes que sería imposible enumerarlos.
A los sufrimientos que mencionamos arriba, se añadían la mala salud y la pena que le causaban su padre y otros miembros de su familia con su actitud agresiva. Como si ello no fuese suficiente, la hermana María Francisca se imponía severas penitencias y pedía a Dios que le permitiese compartir las penas de las almas del purgatorio (también pedía por su padre cuando murió) y las de sus vecinos enfermos. Un día, el confesor de la santa le dijo que él se preguntaba algunas veces si «había realmente almas en el purgatorio, dada la cantidad de penitencias que María Francisca hacía por ellas». Se cuenta que los muertos se aparecieron a la santa en varias ocasiones para pedirle que orase por ellos. María Francisca confesó al P. Cayetano Laviosa, provincial de los teatinos, que había sufrido en su vida cuanto podía sufrir. Los sacerdotes, los religiosos y los laicos acudían a ella en busca de ayuda y consejo. En cierta ocasión, dijo la santa a fray Pedro Bautista, franciscano de la reforma alcantarina: «Tened cuidado de no fomentar los celos entre vuestras penitentes. Nosotras, las mujeres, somos muy inclinadas a ello, como lo sé por propia experiencia. Yo me vi atacada de celos, pero doy gracias a Dios de que mi confesor se haya portado como se portó, ya que me ordenó que me confesase después de todos los otros penitentes y, cuando me acercaba yo al confesonario, me decía bruscamente: 'Id a comulgar'. Entonces el diablo me metió en la cabeza la idea de que mi confesor no me apreciaba y de que no se daba cuenta de lo que me hacían sufrir mi padre y mis hermanas cuando volvía yo a casa de la iglesia. Pero lo que más me angustiaba eran los comentarios de las vecinas, porque me confesaba yo con demasiada frecuencia. Os cuento esto para que seáis amable y bondadoso y también para que sepáis tratar con cierta severidad a quienes lo necesitan».
Santa María Francisca vivió hasta el principio de la Revolución Francesa y predijo claramente el desarrollo general de los acontecimientos. Más de una vez dijo: «Lo único que veo son desastres en el presente y desastres todavía mayores en el porvenir. Pido a Dios que no permita que yo los presencie». Dios la llamó a sí el 6 de octubre de 1791. Fue sepultada en la iglesia de Santa Lucía del Monte, en Nápoles. La santa había prometido a san Francisco Javier Bianchi que se le aparecería tres días antes de la muerte de éste y así lo hizo, el 28 de enero de 1815. Fue canonizada en 1867.
Poco después de la muerte de la santa, el P. Laviosa, que la había conocido personalmente, publicó una breve biografía que, corregida y aumentada, fue publicada de nuevo en 1866, con motivo de la canonización, que tuvo lugar al año siguiente; llevaba por título Vita di Santa Maria Francesca delle Cinque Piaghe di Gesú Cristo. L. Montella publicó otra biografía en 1866. Acerca de los fenómenos místicos, cf. H. Thurston, The Physical Phenomena of Mysticism (1952).