Según parece, la biografía de santa María Egipciaca se basa en un corto relato, bastante verosímil, que forma parte de la «Vida de San Ciriaco», escrita por su discípulo Cirilo de Escitópolis. El santo varón se había retirado del mundo con sus seguidores y, según se dice, vivía en el desierto al otro lado del Jordán. Un día, dos de sus discípulos divisaron a un hombre escondido entre los arbustos y le siguieron hasta una cueva. El desconocido les gritó que no se acercasen, pues era mujer y estaba desnuda; a sus preguntas, respondió que se llamaba María, que era una gran pecadora y que había ido allí a expiar su vida de cantante y actriz. Los dos discípulos fueron a decir a San Ciriaco lo que había sucedido. Cuando volvieron a la cueva, encontraron a la mujer muerta en el suelo y la enterraron allí mismo. Este relato dio origen a una complicada leyenda muy popular en la Edad Media, que se halla representada en los ventanales de las catedrales de Bourges y de Auxerre. Podemos resumirla así:
Durante el reinado de Teodosio, el Joven, vivía en Palestina un santo monje y sacerdote llamado Zósimo. Tras de servir a Dios con gran fervor en el mismo convento durante cincuenta y tres años, se sintió llamado a trasladarse a otro monasterio en las orillas del Jordán, donde podría avanzar aún más en la perfección. Los miembros de ese monasterio acostumbraban dispersarse en el desierto, después de la misa del primer domingo de cuaresma, para pasar ese santo tiempo en soledad y penitencia, hasta el Domingo de Ramos. Precisamente en ese período, hacia el año 430, Zósimo se encontraba a veinte días de camino de su monasterio; un día, se sentó al atardecer para descansar un poco y recitar los salmos. Viendo súbitamente una figura humana, hizo la señal de la cruz y terminó los salmos. Después levantó los ojos y vio a un ermitaño de cabellos blancos y tez tostada por el sol; pero el hombre echó a correr cuando Zósimo avanzó hacia él. Este le había casi dado alcance, cuando el ermitaño le gritó: «Padre Zósimo, soy una mujer; extiende tu manto para que puedas cubrirme y acércate». Sorprendido de que la mujer supiese su nombre, Zósimo obedeció. La mujer respondió a sus preguntas, contándole su extraña historia de penitente: «Nací en Egipto -le dijo-. A los doce años de edad, cuando mis padres vivían todavía, me fugué a Alejandría. No puedo recordar sin temblar los primeros pasos que me llevaron al pecado ni los excesos en que caí más tarde». A continuación le contó que había vivido como prostituta diecisiete años, no por necesidad, sino simplemente para satisfacer sus pasiones. Hacia los veintiocho años de edad, se unió por curiosidad a una caravana de peregrinos que iban a Jerusalén a celebrar la fiesta de la Santa Cruz, aun en el camino se las arregló para pervertir a algunos peregrinos. Al llegar a Jerusalén, trató de entrar en la iglesia con los demás, pero una fuerza invisible se lo impidió. Después de intentarlo en vano dos o tres veces más, se retiró a un rincón del atrio y, por primera vez reflexionó seriamente sobre su vida de pecado. Levantando los ojos hacia una imagen de la Virgen María, le pidió con lágrimas que le ayudase y prometió hacer penitencia. Entonces pudo entrar sin dificultad en la iglesia a venerar la Santa Cruz. Después volvió a dar gracias a la imagen de Nuestra Señora y oyó una voz que le decía: «Ve al otro lado del Jordán y allí encontrarás el reposo».
Preguntó a un panadero por dónde se iba al Jordán y se dirigió inmediatamente al río. Al llegar a la iglesia de San Juan Bautista, en la ribera del Jordán, recibió la comunión y, en seguida cruzó el río y se internó en el desierto, en el que había vivido cuarenta y siete años, según sus cálculos. Hasta entonces no había vuelto a ver a ningún ser humano; se había alimentado de plantas y dátiles. El frío del invierno y el calor del verano le habían curtido y, con frecuencia había sufrido sed. En esas ocasiones se había sentido tentada de añorar el lujo y los vinos de Egipto, que tan bien conocía. Durante diecisiete años se había visto asaltada de éstas y otras violentas tentaciones, pero había implorado la ayuda de la Virgen María, que no le había faltado nunca. No sabía leer ni había recibido ninguna instrucción en las cosas divinas, pero Dios le había revelado los misterios de la fe. La penitente hizo prometer a Zósimo que no divulgaría su historia sino hasta después de su muerte y le pidió que el próximo Jueves Santo le trajese la comunión a la orilla del Jordán.
Al año siguiente, Zósimo se dirigió al lugar de la cita, llevando al Santísimo Sacramento y el Jueves Santo divisó a María al otro lado del Jordán. La penitente hizo la señal de la cruz y empezó a avanzar sobre las aguas hasta donde se hallaba Zósimo. Recibió la comunión con gran devoción y recitó los primeros versículos del «Nunc dimittis» (Cántico de Simeón). Zósimo le ofreció una canasta de dátiles, higos y lentejas dulces, pero María sólo aceptó tres lentejas. La penitente se encomendó a sus oraciones y le dio las gracias por lo que había hecho por ella. Finalmente, después de rogarle que volviese al año siguiente al sitio en que la había visto por primera vez, María pasó a la otra ribera, en la misma forma en que había venido. Cuando fue Zósimo al año siguiente al sitio de la cita, encontró el cuerpo de María en la arena; junto al cadáver estaban escritas estas palabras: «Padre Zósimo, entierra el cuerpo de María la Pecadora. Haz que la tierra vuelva a la tierra y pide por mí. Morí la noche de la Pasión del Señor, después de haber recibido el divino Manjar». El monje no tenía con qué cavar, pero un león vino a ayudarle con sus zarpas a abrir un agujero en la arena. Zósimo tomó su manto, que consideraba ahora como una preciosa reliquia y regresó, para contar a sus hermanos lo sucedido. Siguió sirviendo a Dios muchos años en su monasterio y murió apaciblemente a los cien años de edad.
Esta leyenda se difundió mucho y alcanzó gran popularidad en el Oriente. Según parece, San Sofronio, patriarca de Jerusalén, que murió en el año 638, fue quien le dio forma definitiva. Sofronio tenía a la vista dos textos: la digresión que Cirilo de Escítópolis introdujo en su Vida de San Ciriaco y una leyenda semejante relatada por Juan Mosco en «El Prado Espiritual». Tomando numerosos datos de la vida de San Pablo de Tebas, dicho autor construyó una leyenda de dimensiones respetables. San Juan Damasceno, que murió o mediados del siglo VIII, cita largamente la Vida de Santa María Egipciaca, que considera aparentemente como un documento auténtico. Un poema medieval con la «Vida de Santa María Egipcíaca» reproduce así la oración de la penitente a la Virgen en la iglesia de la Santa Cruz:
Tornó la cara on sedia,
vio huna ymagen de Santa María.
La ymagen bien figurada
en su mesura taiada;
María, quando la vio,
leuantósse en pie; ant ella se paró.
Los ynogos ant ella fincó,
tan con uerguença la cató.
A tan piadosamente la reclamó, e dixo:
«¡Ay, duenya, dulçe madre,
que en el tu vientre touiste al tu padre,
Sant Gabriel te aduxo el mandado,
e tul respondiste con gran recabdo;
tan bueno fue aqueil día,
que él dixo: Aue María,
en ti puso Dios ssu amança,
llena fuste de la su gracia.
En ti puso humanidat
el fidel Rey de la magestat.
Lo que él dixo tú lo otorgueste,
e por su ançilla te llameste;
por esso eres del çiello reyna,
tú seyas oy de mi melezina.
A mis llagas, que son mortales,
non quiero otros melezinables.
En tu fijo metre mi creyença,
tornarme quiero a penitencia.
Tornar-me quiero al mío Senyor,
a tu metre por fiador,
en toda mi vida lo seruiré,
iamás del non me partiré;
entiéndeme duenya esto que yo te fablo
que me parto del diablo,
e de sus companyías,
que non lo sierua en los míos días.
E dexaré aquesta vida,
que mucho la e mantenida;
e ssiempre auré repintençia,
mas faré graue penitençia.
Creyó bien en mi creyençia.
que Dios fue en tu nasçençia;
en ti priso humanidat,
tú non perdiste virginidat.
Grant marauilla fue del padre
que su fija fizo madre;
e fue marauillosa cosa
que de la espina sallió la rosa.
Et de la rosa ssallió friçió,
porque todo el mundo saluó.
Virgo, reyna, creyo por ti
que si al tu fiio rogares por mí,
si tú pides aqueste don,
bien ssé que hauré perdón.
Si tú con tu fijo me apagas,
bien sanaré de aquestas plagas.
Virgo, por quien tantas marauillas sson,
acába-me este perdón.
Virgo, en pos partum virgo,
acábame amor del tu fiio.»
H. Leclercq, en Dictionnaire d'Archéologie chrétienne et de Liturgie, vol. X (1932), cc. 2128-2136, presenta toda la cuestión y da una bibliografía muy nutrida. Ver también Acta Sanctorum, abril, vol. I; y A. B. Bujila Rutebeuf; La Vie de Sainte Marie l'Egyptienne (1949). El poema medieval, que no formaaba parte del artículo del Butler, proviene de un manuscrito de fines del siglo XIV que se conserva en El Escorial, y que tomamos de «Los mejores textos sobre la virgen María», por Pie Regamey, Ed. Patmos, 1992, pág 96ss.