Santa Juliana fue una de las dos glorias de la noble familia de los Falconieri, junto con su tío, san Alejo, uno de los Siete Santos Fundadores de la Orden Servita. Su padre, Chiarissimo, y su madre, Riguardata, formaban una pareja muy devota y de gran riqueza, que costeó la construcción total de la magnífica iglesia de la Annunziata, en Florencia. Tanto él como ella habían pasado de la edad madura después de largos años de matrimonio sin haber tenido hijos, cuando nació Juliana, en 1270, como respuesta a la oración constante de la pareja. Después de la muerte de Chiarissimo, ocurrida cuando Juliana era muy pequeña, su tío Alejo compartió con Riguardata la tarea de educarla. Juliana nunca se preocupó por las diversiones y ocupaciones que interesaban a las niñas de su edad y prefería pasar el tiempo en la iglesia o en ejercicios de devoción. Su madre solía decirle que, si descuidaba la aguja y la rueca, le sería difícil encontrar marido. Pero aquella amenaza no provocaba ningún temor en Juliana y, al descubrir que su familia estaba en tratos con otras para arreglarle un matrimonio de conveniencia, llamó a solas a su tío y a su madre y les anunció su decisión inflexible de consagrarse a Dios y renunciar el mundo. Por entonces, sólo tenía quince años. Luego de recibir minuciosas y profundas instrucciones por parte de san Alejo, recibió el hábito de las servitas de manos de san Felipe Benizi, en la iglesia de la Annunziata y, un año después, hizo su profesión como terciaria de la orden.
Al parecer, el ritual empleado en aquella ocasión fue idéntico al que se utilizaba para recibir la profesión de un monje servita. Juliana continuó en su casa, y Riguardata, que en un principio se había opuesto a la profesión de su hija, acabó por ponerse bajo su dirección. Juliana tenía treinta y cuatro años cuando perdió a su madre, en 1304, y entonces abandonó su casa para trasladarse a otra, donde llevó una vida comunitaria con otras varias mujeres que se dedicaban a la plegaria y las obras de misericordia. Su hábito se asemejaba al de los monjes de la Orden Servita, sólo que, para facilitar sus trabajos manuales, llevaban mangas un poco más cortas por lo que se les puso el sobrenombre de «Mantellate», un término que, posteriormente, se aplicó a las terciarias en general. Luego de reiteradas negativas y a causa de los ruegos de sus compañeras, Juliana aceptó desempeñar el puesto de superiora y redactó un código de reglamentos que fue confirmado oficialmente por el Papa Martín V, ciento veinte años más tarde. De la misma manera como la Orden de las Siervas de María se adjudica a san Felipe Benizi, porque fue él quien redactó su constitución, también se venera a santa Juliana como fundadora de todos los sectores para religiosas de la Orden Servita, a pesar de que no fue ella la primera en figurar en sus filas.
Sus contemporáneos y las monjas que tuvieron el privilegio de ser conducidas por ella, dan testimonio de que su celo, su caridad y sus austeridades eran extraordinarios. Todos los que tuvieron alguna relación con ella, gozaron de su afectuosa bondad; nunca dejó escapar una oportunidad de ayudar a otros, sobre todo cuando se trataba de reconciliar a los enemigos, rescatar a los pecadores y aliviar a los enfermos. Sus mortificaciones llegaron a afectar gravemente su salud y, hacia el fin de su existencia, sufrió mucho a causa de los trastornos gástricos. Había adquirido la costumbre de comulgar tres veces a la semana y le causó una pena muy honda dejar de hacerlo durante su última enfermedad, porque sus frecuentes vómitos le impedían recibir el sacramento. Juliana murió en 1341, a los setenta y un años de edad y fue canonizada en 1737. En la colección de datos para la canonización, se hace referencia al hecho milagroso con que la Sagrada Eucaristía la consoló en sus últimos momentos. Asimismo, en memoria de aquel acontecimiento, las monjas de la orden llevan, en la parte superior izquierda de su hábito, sobre el pecho, la figura de una hostia circundada por rayos. Se declaró que todavía existe un documento que fue redactado a los dieciocho días de la muerte de santa Juliana, en presencia de numerosos testigos que rodeaban su lecho. El original está en latín y su traducción es ésta:
«El dejó memoria de sus maravillosas palabras» (Sal. 111,4). Pongamos nosotros en un registro cómo, hace dieciocho días, murió nuestra hermana Juliana y voló al cielo para reunirse con su esposo Jesús. Sucedió de esta manera:
Tenía más de setenta años de edad y su estómago se había debilitado a tal extremo, a causa de las penitencias que se imponía voluntariamente, a causa de los ayunos, las cadenas, los cinchos de acero, a causa de las disciplinas, las vigilias, las mortificaciones y abstinencias, que no podía ingerir ni retener ningún alimento. Al saber que, por aquella razón, estaría privada del viático del Sacratísimo Cuerpo de Cristo, nadie puede imaginar lo mucho que se lamentó y lloró, hasta el grado de que todos cuantos la observaban temieron que fuera a morir por la vehemencia de su dolor. Con toda su humildad, suplicó al padre Giacomo de Campo Reggio que, por lo menos le trajese al Santísimo Sacramento en una píxide y lo colocase frente a ella. Así se hizo; pero en cuanto apareció el sacerdote que portaba el Cuerpo de Nuestro Señor, ella se arrojó de bruces al suelo, extendió los brazos en cruz y adoró a su Maestro.
Todos vieron entonces que se le iluminó la cara, como la de un ángel. Suplicó entre sollozos que si no se le permitía unirse a Jesús, se la autorizara al menos a besarlo; pero el sacerdote se rehusó. Sin que cesaran sus gemidos, pidió que sobre la hoguera de su pecho extendiesen un velo y dejasen encima la hostia consagrada. Esta gracia le fue otorgada; pero entonces, ¡oh prodigio maravilloso!, la hostia que acababa de tocar el sitio bajo el cual latía su amante corazón, se perdió de vista y nunca más pudo ser hallada. Y en el preciso momento en que la hostia desapareció, Juliana, con una expresión de indescriptible júbilo en el rostro, como si estuviera arrobada en éxtasis, murió en el beso a Su Señor para asombro y admiración de todos los que estaban presentes: testigos: hermana Juana, hermana María, hermana Isabel, el padre Giacomo y otros de la casa.
La mencionada hermana Juana llegó a ser la beata Juana Soderini (l de septiembre), quien sucedió a la fundadora en el cargo de superiora general. Lo más curioso del caso es que no se mencione en el escrito el dato de haberse encontrado sobre la carne, en la parte izquierda del pecho de la santa, una marca redonda, con la forma de la hostia, como se comprobó después. Ninguna de las autoridades en la materia hizo mención de este prodigio antes de 1384, fecha en que apareció un manuscrito titulado "Giornale o Ricordi", escrito por el monje servita Nicola Mati, que trae una frase al respecto. El monje dice textualmente, al referirse a la beata Juana Soderini: «Ella fue la dichosa discípula que descubrió, antes que la hermana Isabel o cualquier otra, sobre el pecho de santa Juliana, la increíble maravilla de la figura de Cristo en la cruz, grabada sobre su carne, dentro de un círculo como una hostia». Debe admitirse, sin embargo, que el padre Mati habla del prodigio como de algo que, en su tiempo, era bien sabido por todos.
A pesar de lo que pueda suponerse, las informaciones que pueden obtenerse sobre la vida de Santa Juliana, son muy escasas. Los promotores de la causa de su beatificación parecen haberse conformado con obtener pruebas sobre un culto antiquísimo y sobre los milagros obrados por sus reliquias. Los bolandistas tuvieron que darse por satisfechos con reproducir en el Acta Sanctorum, junio, vol. IV, una breve biografía traducida del italiano por el Padre Archangelo Giani. Hay otra breve biografía escrita en francés por Fr. Soulier y otra más, en el mismo idioma, por el cardenal Lépicier; en italiano existen las de Poletti (1903), Barbagallo (1912) y Panichelli (1928).