Santa Francisca Romana, famosa en todo el mundo, poseía en grado extraordinario el don de ganarse el amor y la admiración de cuantos la trataban. Su encanto no terminó con su muerte, pues innumerables peregrinos acuden todavía a su tumba, en Santa María Nuova. Durante la octava y la fiesta de la santa, la multitud se apiña para visitar la «Tor de Specchi» y la «Casa degli Escercizi Pii» (antiguo palacio Ponziano), cuyas puertas se abren al público, en esa ocasión, para mostrar todas las reliquias de la santa. Francisca nació en Roma, en el barrio de Trastevere, en 1384, precisamente cuando comenzaba el cisma de Occidente, que había de afligir tanto a la santa y resultar tan catastrófico para su familia. Francisca no vivió lo suficiente para ver restablecida la armonía. Su padres, Pablo Busso y Jacobella dei Roffredeschi, eran nobles acaudalados y la niña vivió en medio del lujo, pero recibió una educación muy cristiana. Francisca, que era muy precoz, pidió a sus padres permiso de ingresar en el convento a los doce años, pero recibió una rotunda negativa. En efecto, sus padres, que eran excelentes cristianos y la querían mucho, tenían planes muy diferentes para ella. Al año siguiente, anunciaron a su hija que habían determinado prometerla en matrimonio al joven Lorenzo Ponziano, cuya posición, carácter y riqueza le hacían un excelente partido. Francisca cedió al cabo de algún tiempo y el matrimonio se celebró cuando la joven tenía apenas trece años. Al principio, la santa encontró muy difícil de sobrellevar su nuevo estado; se esforzaba en vano por agradar a su marido y a los padres de éste. Vanozza, la esposa del hermano mayor de Lorenzo, sorprendió un día a Francisca llorando y ambas se hicieron confidencias; la santa le confesó que habría querido ser religiosa y descubrió que su cuñada habría preferido también una vida de retiro y oración. Tal fue el principio de una amistad que duró toda la vida. Las dos jóvenes empezaron a practicar la virtud, bajo una regla común. Modestamente vestidas, iban a visitar a los pobres de Roma y hacían cuanto podían por ellos. Sus esposos, que las amaban tiernamente, no opusieron objeción alguna a sus austeridades y obras de caridad.
Una grave y misteriosa enfermedad que afectó a Francisca interrumpió esa forma de vida durante algún tiempo y sus parientes recurrieron a la magia para tratar de curarla, sin conseguirlo. Se cuenta que entonces san Alejo se apareció a la santa y le preguntó si estaba dispuesta a morir o si prefería sanar. Francisca replicó que su único deseo era que se hiciese la voluntad de Dios. Entonces le dijo San Alejo que la voluntad de Dios era que sanase y trabajase por Su gloria. Acto seguido, el santo tendió su capa sobre Francisca y desapareció. La enfermedad desapareció también instantáneamente. Francisca y su cuñada reanudaron, con mayor fervor que antes, su vida de austeridad. Iban diariamente al hospital del Espíritu Santo de Sassia para asistir a los pacientes, particularmente a los que sufrían de las enfermedades más repugnantes. Doña Cecilia, su suegra, temiendo que se contagiara, y que su ausencia de las fiestas y banquetes fuese mal interpretada por la sociedad, aconsejó a sus hijos que las obligasen a cambiar de vida, pero éstos se negaron a intervenir. En 1400, Francisca tuvo un hijo y durante algún tiempo se vio obligada a modificar su tren de vida para atender al pequeño Juan Bautista. Al año siguiente, murió Doña Cecilia y el suegro de Francisca le rogó que tomase la dirección de la casa. En vano alegó Francisca que Vanozza era la esposa del hermano mayor; Don Andrés y Vanozza dijeron que ella tenía mayores aptitudes y Francisca no tuvo más remedio que aceptar. La santa se desenvolvió con gran gracia y habilidad en su nueva posición; trataba a sus criados como hermanos y les exhortaba a mirar por su salvación. En los cuarenta años que Francisca vivió con su esposo, no hubo entre ellos la menor discusión. Si su marido la llamaba cuando estaba haciendo oración, Francisca acudía al punto, ya que, como acostumbraba decir, «es magnífica la devoción en una mujer casada, con tal de que no olvide nunca que su principal deber es ser ama de casa; muchas veces tendrá que abandonar a Dios en el altar para encontrarle en el trabajo casero». Sus biógrafos cuentan que en cierta ocasión en que se hallaba recitando el oficio de Nuestra Señora, un paje fue a anunciarle: «Señora, mi amo me manda llamaros». La santa dejó al punto el libro y acudió al lado de su esposo. La interrupción se repitió otras tres veces; pero, cuando Francisca abrió por quinta vez el libro del oficio, encontró la antífona escrita en letras de oro. Además de Juan Bautista, Francisca tuvo otros dos hijos: Juan Evangelista e Inés. La santa no quiso abandonar a terceras manos el cuidado de su educación durante la infancia.
Francisca, como tantas otras almas verdaderamente interiores, se vio atacada de violentas tentaciones, que consistían principalmente en imágenes muy atractivas o muy repulsivas, y en algunos casos, llegaron a ser casi ataques físicos del demonio. Durante algunos años, reinó en su familia la mayor prosperidad. Los primeros síntomas de la mala época fueron el hambre y la peste, provocados sobre todo por las guerras civiles en que se hallaba envuelta Italia. Las gentes morían en las calles y la plaga diezmó a Roma. Francisca hizo cuanto pudo por asistir a los enfermos que encontraba a su paso, siempre ayudada por Vanozza. Al fin, se agotaron las provisiones de Palazzo Ponziani y las dos santas mujeres tuvieron que pedir limosna, de puerta en puerta, para los pobres, a pesar de los insultos y malas caras. En esos días aciagos, Francisca obtuvo de su suegro el permiso de vender sus joyas y, de allí en adelante suprimió todos los adornos en su vestimenta.
En 1408, las tropas de Ladislao de Nápoles, aliado del antipapa, habían tomado Roma. El gobierno de la ciudad había sido confiado al conde Troja, un terrateniente. La familia Ponziani había apoyado siempre al papa legítimo. En uno de los frecuentes combates, Lorenzo fue apuñalado, pero sanó gracias a los cuidados que le prodigó su santa esposa. El conde Troja decidió abandonar la ciudad, después de haberse vengado de los principales partidarios del papa, entre los que se contaban los Ponziani. El conde mandó arrestar a Paluzzo, el esposo de Vanozza y tomar como rehén al pequeño Juan Bautista. Felizmente, el niño fue puesto en libertad de un modo aparentemente milagroso, mientras su madre hacía oración en la iglesia de Ara Coeli. En 1410, cuando los cardenales se reunieron en cónclave en Bolonia, Ladislao tomó nuevamente la ciudad de Roma. Lorenzo Ponziani, cuya vida corría peligro, pues era uno de los jefes del partido papal, logró escapar; pero su familia no pudo seguirlo. Su palacio fue saqueado y las tropas se llevaron prisionero a Juan Bautista. Más tarde le dejaron en libertad y el joven pudo ir a reunirse con su padre. Las posesiones de la familia en Campanía fueron destruidas, las fincas fueron asoladas e incendiadas; los agricultores asesinados y los rebaños diezmados. Francisca habitaba en un rincón de su arruinado palacio, con Juan Evangelista, Inés y Vanozza, cuyo marido seguía preso. Las dos mujeres se consagraron al cuidado de los niños y a asistir a los pobres y enfermos, en cuanto era posible en aquellas difíciles circunstancias. Juan Evangelista murió tres años después, durante otra epidemia. Entonces Francisca convirtió una parte de su casa en hospital y Dios premió sus oraciones y trabajos, concediéndole el don de sanar a los enfermos.
Un día en que Francisca oraba, transcurrido un año desde la muerte de Juan Evangelista, el cuarto se llenó de luz y el joven se apareció a su madre, acompañado por un arcángel. Le habló de la felicidad de que gozaba en el cielo y le anunció la próxima muerte de Inés. Para consolar a su madre, Juan Evangelista le prometió que el arcángel guiaría en adelante sus pasos; así aconteció durante veintitrés años, al cabo de los cuales, un arcángel de dignidad aún más elevada, reemplazó al primero. La salud de Inés empezó pronto a debilitarse y la joven murió a los dieciséis años de edad. A partir de ese instante, según lo había predicho Juan Evangelista, santa Francisca vio al arcángel en forma de un niño de ocho años a su lado, aunque era invisible a los ojos de los demás. Sólo cuando la santa caía en alguna falta, desaparecía el arcángel, pero volvía lan pronto como Francisca se arrepentía y se confesaba. Debilitada por tantas adversidades, Francisca fue víctima de la epidemia. Cuando los médicos desesperaban ya de salvarla, la enfermedad desapareció súbitamente y la santa empezó a recuperar las fuerzas. Por aquella época, tuvo una visión tan terrible del infierno, que no podía hablar de ella, sin que se le saltasen las lágrimas. Tras de muchas dilaciones, el papa Juan XXII convocó el Concilio de Constanza, destinado a acabar con el cisma de Occidente. En el mismo año de 1414, los Ponziani volvieron del destierro y recobraron sus propiedades. Lorenzo estaba muy débil y vivía muy retirado de los asuntos mundanos, asistido tiernamente por su fiel esposa. Su gran deseo era casar a su hijo Juan Bautista antes de morir y había elegido para él a una hermosa muchacha, llamada Mobilia que resultó de carácter muy irascible y violento.
Mobilia concibió un gran desprecio por santa Francisca, quejándose de ella ante su esposo y su suegro y ridiculizándola en público. En cierta ocasión en que estaba hablando mal de la santa, le sobrevino una grave enfermedad, pero su suegra la asistió con gran cariño; esto cambió el corazón de Mobilia y en adelante, las dos mujeres vivieron en estrecha intimidad. Ya para entonces, la fama de los milagros y virtudes de santa Francisca se había divulgado en Roma y de todas partes la llamaban para que curase a los enfermos y arreglase las disputas. Lorenzo, cuyo respeto y amor por su mujer crecieron con el tiempo, se mostró dispuesto a libertarla de todas las obligaciones matrimoniales, a condición de que siguiera viviendo en su casa. Así, pudo la santa llevar a cabo el proyecto, concebido desde largo tiempo atrás, de formar una congregación de mujeres que vivieran en el mundo, sin más votos que la obligación de consagrarse interiormente a Dios y al servicio de los pobres. El confesor de la santa, Don Antonio, aprobó los planes y obtuvo la afiliación de la congregación a la orden de las benedictinas del Monte Oliveto, a la que él mismo pertenecía. El pueblo cambió el nombre original de Oblatas de María por el de Oblatas de Tor de Specchi. Cuando la congregación llevaba ya siete años de fundada, se juzgó conveniente comprar para la comunidad el edificio conocido con el nombre de Tor de Specchi. Santa Francisca pasaba allí todo el tiempo que le dejaban libre sus obligaciones caseras y compartía la vida y las obligaciones de sus oblatas. Jamás permitió que la llamasen fundadora de la congregación, e insistía en que todas obedeciesen a Inés de Lelis, que había sido elegida superiora. Tres años después, murió Lorenzo y fue sepultado junto con sus hijos, Juan Evangelista e Inés. Santa Francisca anunció su intención de retirarse a Tor de Specchi y el día de San Benito suplicó humildemente ser admitida en la congregación, donde se la recibió con gran júbilo. Inés de Lelis insistió en su deseo de renunciar al cargo de superiora y Santa Francisca no tuvo más remedio que aceptar.
De ahí en adelante, su vida estuvo más unida que nunca a Dios. Lo que la santa ya no podía aumentar eran sus austeridades, porque desde hacía largo tiempo no vivía sino de pan, agua y un poco de verduras, sumando a los ayunos, crueles disciplinas con agudos cilicios de metal. Sus visiones y éxtasis empezaron a multiplicarse y pasaba con frecuencia la noche entera en oración. En la primavera de 1440, aunque se sentía muy mal, insistió una noche en ir a visitar a Juan Bautista y Mobilia. En el camino encontró a su director espiritual, Juan Matteotti, quien, al verla tan enferma, le ordenó que volviese inmediatamente a casa de su hijo. La agonía duró una semana. Al atardecer del 9 de marzo, su rostro empezó a brillar con una luz extraña y la santa pronunció sus últimas palabras: «El ángel ha terminado su tarea y me manda que le siga». En cuanto corrió la noticia de su muerte, el palacio Ponziani se vio invadido por una muchedumbre que iba a llorar a la difunta y llevaba a los enfermos para que los curase. El cuerpo de Francisca fue transladado a Santa María Nuova, donde la muchedumbre aumentó más todavía, pues se había divulgado la noticia de nuevos milagros. Santa Francisca fue enterrada en la capilla de dicha iglesia, reservada a las oblatas. En la actualidad, las oblatas continúan en Tor de Specchi su trabajo educacional; su hábito sigue siendo el vestido de las mujeres nobles de la época. Santa Francisca Romana fue canonizada en 1608 y la iglesia de Santa María Nuova se conoce con el nombre de la santa.
La más importante de las fuentes sobre santa Francisca Romana es la colección de sus visiones, milagros y detalles biográficos que compiló en italiano el P. Matteotti. El mismo autor tradujo en latín su obra, con algunos cambios. El P. Matteoti había sido el confesor de santa Francisca durante los últimos diez años de su vida, pero no existe ninguna prueba de que la hubiese conocido desde antes. La biografía publicada en el siglo XVII por María Magdalena Anguillaria, superiora de Tor de Specchi, añade pocos detalles a la obra del P. Matteotti fuera tal vez de algunos hechos consignados en el proceso de canonización; En el oficio de lecturas de la memoria de la santa puede leerse una semblanza sobre la paciencia y caridad de la santa, tomada de esa vida. En Acta Sanctorum, marzo, vol. II, se hallará una traducción latina de todos estos documentos. El texto italiano de Matteotti fue publicado por Armellini; pero cf. M. Peláoz, en Archivio Soc. Romana di Storia patria, vols. XIV y XV (1891-1892). El cuadro, de Nicolás Poussin (1660), ilustra una de las visiones de la santa.