Las monjas «hospitalarias» de la orden de San Juan de Jerusalén tenían un floreciente convento en Beaulieu, entre Figeac y el santuario de Rocamadour. Alrededor del año 1324 ingresó en dicho convento una devota novicia de buena familia, llamada Flora. Si acaso podemos fiarnos de la biografía que poseemos, Flora había tenido una infancia extraordinariamente inocente y había resistido a todos los intentos que hicieron sus padres para casarla. Desde el momento de su ingreso en Beaulieu, Flora tuvo que hacer frente a toda clase de pruebas espirituales. En una época, le asaltó la tentación de considerar que la vida que llevaba era demasiado fácil y confortable. Más tarde tuvo que luchar contra el deseo insidioso de volver al mundo y entregarse a todos los placeres. A consecuencia de ello, sufrió una depresión nerviosa, y la tristeza que se revelaba en su rostro y en toda su actitud irritaba profundamente a sus hermanas, quienes la hicieron sufrir mucho. En efecto, no sólo declararon que era una hipócrita o una loca y se burlaron de ella, sino que así la presentaban a los extraños y los incitaban a tratarla como demente.
Durante esa época, gracias a la ayuda ocasional de un confesor que parecía comprenderla, la santa hizo grandes progresos en la vida espiritual, y Dios le concedió al fin las más extraordinarias gracias místicas. Se cuenta que en cierta ocasión fue arrebatada en éxtasis desde la fiesta de Todos los Santos hasta el día de Santa Cecilia, tres semanas después, y que durante todo ese tiempo no probó alimento alguno. También se cuenta que en otra ocasión un ángel le trajo la comunión desde una iglesia que distaba doce kilómetros del convento. El sacerdote que celebraba la misa en dicha iglesia creyó que por negligencia suya un fragmento de la hostia se le había caído del corporal y se había extraviado. Inmediatamente fue a consultar el asunto con la hermana Flora, cuyo don de sabiduría era ya famoso. La santa le recibió muy sonriente y le dio a entender que ella había comulgado con el fragmento perdido. Digamos de paso que esta leyenda se parece demasiado a un incidente semejante que se cuenta en la vida de santa Catalina de Siena. En otra ocasión, cuando santa Flora se hallaba meditando sobre el Espíritu Santo durante la misa del domingo de Pentecostés, se elevó cuatro palmos sobre el suelo y empezó a cantar, a la vista de todos los presentes. Pero tal vez la más curiosa de sus experiencias místicas fue la sensación de que llevaba dentro de su cuerpo una cruz de madera de la que pendía el cuerpo del Salvador. Los brazos de la cruz le perforaban las axilas y le producían abundantes hemorragias; las hemorragias eran bucales en algunos casos y, en otras ocasiones, la sangre manaba de una herida que la santa tenía en el costado. Se cuentan muchos ejemplos de las profecías de santa Flora acerca de acontecimientos de los que no podía tener ningún conocimiento natural. Murió en 1347, a los treinta y ocho años de edad. En su tumba tuvieron lugar numerosos milagros. El culto de santa Flora fue confirmado indirectamente, ya que la Santa Sede aprobó el oficio en su honor para la diócesis de Cahors.
Los bolandistas no lograron al principio obtener ninguna información detallada acerca de santa Flora, pero en 1709, recibieron el texto latino de una biografía escrita en francés antiguo, que se conservaba en Beaulieu, y lo publicaron en un apéndice de Acta Sanctorum, junio, vol. II. El texto en francés antiguo vio la luz en Analecta Bollandiana, vol. LXIV (1946), pp. 5-49. Dicho texto es anterior a 1482 y está basado en un original latino que se ha perdido y que se atribuía al confesor de la santa. Véase C. Lacarriére, Vie de Ste Flore ou Fleur (1886); y Analecta juris pontificii, vol. xvui (1879), pp. 1-27.