Edita era la hija del rey Edgardo y de Wulfrida (a veces, llamada santa), venida al mundo en circunstancias oscuras y aun extremadamente escandalosas. Poco después de haber nacido en la localidad de Kemsing, en Kent, en el año de 962, según refiere la tradición, fue llevada por su madre a la abadía de Wilton, donde quedó hasta su muerte, de manera que las palabras del Martirologio Romano son literalmente ciertas: «... desde su más temprana edad se consagró a Dios en un monasterio, ignorando, más que abandonando, el mundo.»
Aún no cumplía quince años, cuando su real padre la visitó en Wilton para asistir a su profesión. En aquella ocasión, el rey hizo que se pusiera ante el altar una carpeta con oro, plata, ornamentos y joyas, para mostrar lo que perdía su hija, mientras Wulfrida se hallaba de pie al lado de la carpeta con un velo de monja, un salterio, un cáliz y una patena. «Todos rogaban a Dios, que conoce todas las cosas, un signo claro para demostrar a una joven doncella de tan poca edad y experiencia, la clase de vida que debía escoger». Es posible que Edgardo orase para que su hija eligiera el mundo y las riquezas, puesto que trató de adelantarse a su decisión y, antes de que Edita tomara uno u otro partido, le ofreció el puesto de abadesa en tres casas distintas (Winchester, Barking y otra), aunque evidentemente no tenía edad suficiente para gobernarlas más que de nombre. Pero de todas maneras, Edita declinó aceptar los bienes, las dignidades y los superioratos para quedarse en la co munidad de Wilton, sujeta a su madre, Wulfrida, que era la abadesa. Al poco tiempo, las monjas insistieron para que Edita aceptara el título honorario de abadesa, y así lo hizo la joven, «aunque continuó como antes al servicio de sus hermanas en los oficios más arduos, como una verdadera Marta». Al poco tiempo murió el rey Edgardo y le sucedió su hijo, Eduardo el mártir. A raíz de la trágica muerte de éste último, la nobleza, adicta al monarca asesinado, pidió que Edita, su media-hermana, dejara el monasterio para ocupar el trono; pero ella se negó rotundamente y, a las perspectivas de la corona, prefirió el estado de humildad y obediencia en el servicio de Dios.
Edita construyó la iglesia de San Dionisio, en Wilton y, a la ceremonia de dedicación de la misma, invitó a san Dunstano, el arzobispo de Canterbury. Los fieles observaron que, al oficiar la misa, el prelado derramó abundantes lágrimas y, al preguntársele las razones de su llanto, dijo que se le había revelado que Edita iba a ser arrebatada pronto de este mundo, «mientras nosotros -agregó- tendremos que continuar aquí abajo, en la oscuridad y a la sombra de la muerte». De acuerdo con la predicción de san Dunstano, cuarenta y tres días después de la solemne ceremonia, el 16 de septiembre de 984, Edita se fue a descansar en el Señor, cuando no tenía más de veintidós años de edad. Hay una tierna fábula donde se relata que santa Edita se apareció poco después de su muerte, cuando se bautizaba a un recién nacido del que ella se había comprometido a ser la madrina; la aparición de Edita sostuvo a la criatura sobre la pila bautismal. También se apareció, aunque esta segunda vez llena de santa indignación, ante el rey Canuto, que había tenido la temeridad de poner en tela de juicio algunas de las maravillas que se relataban sobre la bienaventurada Edita.
Las autoridades en la materia son Guillermo de Malmesbury, Simeón de Durham y Capgrave; pero conviene consultar también la Analecta Bollandiana, vol. LVI (1938), pp. 5-101 y 265-309, dónde Dom A. Wilmart incluye y comenta la leyenda en prosa y verso, escrita por Goscelin (y dedicada a Lanfranco de Canterbury), que fue tomada del MS. de Rawlinson, en la Bodleiana, leyenda ésta que resulta muy distinta a la versión abreviada que se imprimió en el Acta Sanctorum, sept. vol. V, p. 369.