Teodoro era griego, natural de Tarso, en la Cilicia (la ciudad natal de san Pablo) y estudiante en Atenas. Fue el último en la serie de obispos extranjeros que ocuparon el trono metropolitano de Canterbury y uno de los más grandes arzobispos de aquella sede. Tras la muerte de san Deusdedit, el sexto arzobispo, en 664, Oswy, el rey de Nortumbría, y Egberto, el rey de Kent, enviaron a Roma a un sacerdote llamado Wighard, para que el propio Pontífice lo consagrase y lo confirmase debidamente, a fin de ocupar la sede. Pero Wighard murió en Italia, y san Vitaliano, quien por entonces ocupaba el trono de San Pedro, escogió a Adrián, abad de un monasterio vecino a Nápoles, para elevarlo a aquella dignidad. Aquel abad había nacido en el África, conocía perfectamente el griego y el latín y era muy versado en teología y en la disciplina monástica y eclesiástica; pero tan extremados eran sus temores ante las responsabilidades del cargo, que el Papa se vio obligado a ceder a sus negativas para aceptarlo. Sin embargo, el Pontífice insistió en que Adrián buscase una persona digna y capaz para el puesto, y éste se apresuró a presentar a un monje, llamado Andrés, que fue declarado inepto, debido a sus muchas enfermedades; entonces, Adrián buscó con mayor detenimiento y encontró a otro monje: Teodoro de Tarso. Éste fue aceptado, pero a condición de que el propio Adrián le acompañase a las islas de Bretaña, ya que era un experto en los viajes a través de Francia y el papa confiaba en él para vigilar a Teodoro para que no introdujese en la Iglesia nada contrario a la fe, «como suelen hacerlo los griegos», según el comentario de san Beda.
Por aquel entonces, Teodoro tenía sesenta y seis años de edad, había avanzado mucho en las ciencias seculares y sagradas, su vida era ejemplar, y aún no había recibido las órdenes sagradas. Tan pronto como se le eligió, fue ordenado como subdiácono, pero debió aguardar varios meses hasta que le creciera el cabello para que se lo cortasen luego en forma de corona, de acuerdo con la costumbre romana. Por este dato se puede pensar que Teodoro había sido hasta entonces monje en algunas de las órdenes de Oriente, donde los religiosos llevaban el cabello corto y que su promoción requirió lo que hoy podríamos llamar «un cambio de rito» [la primera iglesia católica de rito bizantino que hubo en Inglaterra, en el sector londinense de Saffron Hill, se dedicó justamente a San Teodoro en 1949]. Por fin, el papa san Vitaliano lo consagró obispo y lo recomendó a san Benito Biscop, quien se hallaba entonces en Roma, y éste se vio obligado a regresar a Inglaterra junto con los santos Teodoro y Adrián, en calidad de guía y de intérprete. Los tres partieron el 27 de mayo de 668, por mar hacia Marsella y, de ahí, por tierra, hasta Arles, donde fueron cordialmente acogidos por el arzobispo Juan. Teodoro pasó el invierno en París con san Agilberto, quien había sido obispo de Wessex, y pudo informar con conocimiento de causa al nuevo arzobispo sobre las circunstancias y necesidades de la iglesia de la que iba a hacerse cargo, al tiempo que le enseñaba las primeras nociones de la lengua inglesa. En cuanto Egberto, el rey de Kent, supo que su nuevo arzobispo se hallaba en París, envió a su mayordomo para que le diese la bienvenida. Este condujo a Teodoro al puerto de Quentavic, que ahora se llama Saint-Josse-sur Mer, donde éste cayó enfermo y debió permanecer durante algún tiempo; pero tan pronto como comenzó a restablecerse, se embarcó con san Benito Biscop y tomó al fin posesión de su sede de Canterbury el 27 de mayo de 669, justamente un año después de haber partido de Roma. Entretanto, san Adrián se había quedado en Francia.
Teodoro inició sus tareas con una visita general a las iglesias de la nación inglesa, tan pronto como pudo acompañarle el abad Adrián. En todas partes fue bien recibido, escuchó con atención lo que sus fieles tuviesen que decirle, habló para enseñar las reglas morales más simples, confirmó la disciplina de la Iglesia para la celebración de la Pascua e introdujo el canto romano en los divinos oficios, hasta entonces practicado en muy pocas de las iglesias de Inglaterra, aparte de las de Kent. También estableció otros reglamentos relacionados con el servicio divino, combatió los abusos e impuso reformas para eliminarlos y ordenó a obispos para enviarlos a los lugares donde se necesitaban. Cuando visitó la Nortumbría, tuvo que entendérselas con las dificultades que habían surgido entre san Wilfrido y Chad, los dos obispos que reclamaban sus derechos sobre la sede de York. El arzobispo Teodoro juzgó que Chad había sido indebidamente consagrado, lo cual acabó por admitir éste antes de retirarse voluntariamente a su monasterio de Lastingham. Poco después, al morir el obispo de los mercianos, Teodoro elevó a Chad a la sede vacante. San Wilfrido fue confirmado como el verdadero obispo de York, con el apoyo de todos los partidarios de una política favorable a Roma, cuyo antagonismo con los elementos celtas de Nortumbría fue la causa principal de que el Papa enviase a san Adrián a Inglaterra junto con san Teodoro. Pero éste se las arregló para penetrar hasta el baluarte de la influencia celta, en Lindisfarne, donde consagró la iglesia en honor de San Pedro. Se afirma que durante aquellas jornadas, impartió órdenes para que cada uno de los jefes de familia dijese a diario, junto con todos los miembros de la misma, el Padre Nuestro y el Credo.
Teodoro fue el primer arzobispo al que obedeció toda la Iglesia de Inglaterra, el primer metropolitano en las islas de Bretaña y su fama llegó hasta los rincones más remotos de aquellas tierras. Muchos estudiantes se reunieron en torno a aquellos dos prelados extranjeros que sabían griego y latín, puesto que los propios Teodoro y Adrián impartían enseñanzas sobré las Escrituras e instruían en las ciencias, particularmente en la astronomía y en la aritmética (para calcular la fecha de la Pascua), así como a componer versos latinos. Muchos de sus alumnos más aprovechados llegaron a utilizar el griego y el latín con tanta facilidad como su propia lengua. Desde que los ingleses pusieron pie en las islas, no hubo tiempos tan dichosos como los del gobierno episcopal de san Teodoro. Dice san Beda que por aquel entonces, los reyes llegaron a ser tan poderosos y valientes, que ninguna de las naciones bárbaras osaba atacarlos, mientras que los súbditos de los reyes eran tan buenos cristianos, que sólo aspiraban a conquistar la paz y la felicidad del reino de los cielos, que, últimamente se les había presentado en una nueva forma. Todos los que querían aprender encontraban quien los instruyera.
A la sede de Rochester, que desde muy largo tiempo atrás había estado vacante, Teodoro le dio un obispo en la persona de Putta y autorizó la inclusión de toda Wessex en la sede de Winchester. Después, en 673, convocó al primer concilio nacional de la Iglesia inglesa, en la localidad de Hertford. Acudieron a aquella asamblea, Bisi, obispo de los anglos del este, Putta, el de Rochester, Eleuterio, obispo de Wessex, Winfrido, el de los mercianos, y los representantes de san Wilfrido. San Teodoro, que presidía el acto, les habló de esta manera: «Os rogamos, muy amados hermanos, que por el amor y el temor de nuestro divino Redentor, lleguemos a tratar todos en común los asuntos relacionados con la fe y que están encaminados al fin que ha sido decretado y definido por los santos y venerables padres y que es hacia el cual todos debemos mirar invariablemente». Después de aquel concilio, escribió un libro de cánones eclesiásticos, entre los cuales destacaban diez particularmente importantes para Inglaterra. El primero establecía que la Pascua debía observarse en todas partes el domingo siguiente a la fecha en que aparece la luna llena, antes o después del 21 de marzo, de acuerdo con las ordenanzas del Concilio de Nicea y en contra de los celtas recalcitrantes. Otros de aquellos cánones consolidaron en Inglaterra el sistema diocesano común de la Iglesia; la adopción de los reglamentos por parte de los obispos puede considerarse como el primer acto legislativo, eclesiástico o civil, para todo el pueblo inglés. Entre los cánones figuraba uno que convocaba a un sínodo anual de los obispos, que deberían reunirse cada 1 de agosto en Clovesho. Hubo otro concilio provincial convocado por san Teodoro siete años después, en Hatfield, con el propósito de salvaguardar la pureza de la fe entre su clero, de cualquier vestigio de los errores monofisitas. Luego de discutir la teología del misterio de la Encarnación, los miembros del concilio expresaron su adhesión a los decretos de los cinco concilios ecuménicos habidos hasta entonces y condenaron las doctrinas herejes.
Dos años antes, en el 678, el «año del cometa», habían surgido dificultades entre Egfrido, el rey de Nortumbria y san Wilfrido, quien había brindado su apoyo a la esposa del rey, santa Etheldreda, para que se retirase a un convento. La actividad administrativa de san Wilfrido en la extensa diócesis no había sido bien recibida, ni aun por aquéllos que simpatizaban con sus propósitos, y Teodoro aprovechó aquellas desavenencias para afirmar su autoridad metropolitana en el norte; por lo tanto, ordenó que se formasen tres sedes de la gran diócesis de York y, de acuerdo con el rey Egfrido, procedió a nombrar obispos para ellas. San Wilfrido se opuso a tales medidas, apeló a Roma y aun viajó a la ciudad para litigar personalmente en favor de su caso, en tanto que san Teodoro consagraba a los nuevos obispos en la catedral de York. El papa san Agatón decidió que Wilfrido debía ser restablecido en su sede y recomendó a éste que eligiera obispos sufragáneos que le ayudasen en su gobierno. Sin embargo, el rey Egfrido se negó a aceptar la decisión del papa, alegando que en todo el asunto se había recurrido al soborno y, a fin de cuentas, Wilfrido partió al exilio, circunstancia que aprovechó el santo para evangelizar a los sajones del sur. San Teodoro no hizo nada para dejar sin efecto o aliviar siquiera la rigurosa medida adoptada por el monarca y, poco después, consagró a san Cutberto, en reemplazo del desterrado, como obispo de Lindisfarne en la catedral de York. Pero si acaso fue culpable de alguna injusticia en aquel caso, no pasó mucho tiempo sin repararla, puesto que san Teodoro y san Erconwaldo se entrevistaron con Wilfrido en Londres, hubo una completa reconciliación y éste aceptó hacerse cargo de nuevo de la diócesis de York, que ya había quedado muy reducida. San Teodoro escribió al rey Ethelredo de Mercia y al rey Aldfrido de Nortumbria para recomendar a san Wilfrido, así como a santa Elfleda, la abadesa de Whitby, y a otras personas que se habían opuesto a Wilfrido o que eran parte interesada en el asunto de su reposición.
Las mejores obras de san Teodoro se desarrollaron en la esfera de sus actividades como organizador y administrador; el único trabajo literario que lleva su nombre, es una colección de normas disciplinarias y cánones, llamada el «Penitencial de Teodoro» y que tal vez no es todo de él. Suele decirse que fue san Teodoro de Canterbury quien organizó el sistema parroquial en Inglaterra, pero eso no puede ser cierto, ya que, entre los ingleses, dicho sistema llegó a establecerse con mucha lentitud, al cabo de muchas dificultades y esfuerzos que no hubiese podido realizar un solo hombre. Lo que sí hizo en los veintiún años de su episcopado fue transformar la Iglesia de Inglaterra, que no era más que una misión dividida y sin verdadera cohesión, en una verdadera provincia de la Iglesia católica, debidamente organizada, separada en diócesis que consideraban a Canterbury como su sede metropolitana. El trabajo que realizó, llegó a subsistir como un monumento a su memoria durante ochocientos cincuenta años y hasta hoy es, todavía, la base en la organización jerárquica para la Iglesia de Inglaterra. Murió el 19 de septiembre de 690 y fue sepultado en la iglesia de la abadía de San Pedro y San Pablo en Canterbury, de manera que el monje griego quedó enterrado junto a su primer predecesor el monje romano Agustín. «Para decirlo en pocas palabras», escribe San Beda, «las iglesias de Inglaterra prosperaron más durante el pontificado (de san Teodoro) que todo lo que habían progresado antes, desde su nacimiento»; mientras que Stubbs dice lo siguiente: «Es difícil cuando no imposible, estimar la deuda que Inglaterra, Europa y la civilización cristiana tienen con san Teodoro por el trabajo que realizó». Eso es lo que no se ha olvidado y hoy se celebra su fiesta en seis de las diócesis de Inglaterra y en las congregaciones inglesas de benedictinos.
Nuestra más autorizada fuente de información, por supuesto, es san Beda en su Ecclesiastical History, que en muchos puntos ha sido elucidada por C. Plummer con valiosos comentarios; en segundo lugar contamos con la Vita Wilfridi de Edio. Mucho es lo que se ha publicado en Inglaterra sobre Teodoro y sobre su época, pero aparte de algunas valiosas ilustraciones arqueológicas, libros tales como Theodore and Wilfrith, de Browne, Golden Days of English Church History, de Sir Henry Howorth y el Chapeters on Early English Church History del canónigo Bright, tienen un pronunciado tono antiromano. En cuanto a la parte desempeñada por Teodoro en el mencionado «Penitencial» conviene ver el resultado de las investigaciones practicadas por Paul Fournier, que figuran en su libro Historie des Collections canoniques en Occident (1931-1932). Ahí se pone en duda que el arzobispo haya tomado parte siquiera en la realización de aquel libro, como dicen que lo hizo Wasserschleben y Stubbs. Ver a W. Stubbs en DCB, vol. IV, pp. 926-932. F. M. Stenton, Anglo-Saxon England (1943), pp. 131-141. El Dr. W. Reany publicó una biografía en 1944.