Un contemporáneo de Eusebio, obispo de Cesárea (por supuesto que no debe confundirse con el historiador), nos dejó un relato del martirio de san Procopio, el protomártir de la persecución de Diocleciano en Palestina, así como de algunos otros mártires conocidos en Oriente con el nombre de «los Grandes» (megalomártires). He aquí el texto de dicho relato:
El primero de los mártires en Palestina fue Procopio. Era un varón lleno de la gracia divina, que desde niño se había mantenido en castidad y había practicado todas las virtudes. Había domado su cuerpo hasta convertirlo, por decirlo así, en un cadáver; pero la fuerza que su alma encontraba en la palabra de Dios, daba vigor a su cuerpo. Vivía a pan y agua; y sólo comía cada dos o tres días; en ciertas ocasiones, prolongaba su ayuno durante una semana entera. La meditación de la palabra divina absorbía su atención día y noche, sin la menor fatiga. Era bondadoso y amable, se consideraba como el último de los hombres y edificaba a todos con sus palabras. Sólo estudiaba la palabra de Dios y apenas tenía algún conocimiento de las ciencias profanas. Había nacido en Aelia (Jerusalén), pero residía en Escitópolis (Bet Shean), donde desempeñaba tres cargos eclesiásticos. Leía y podía traducir el sirio, y arrojaba los malos espíritus mediante la imposición de las manos.
Enviado con sus compañeros de Escitópolis a Cesarea, fue arrestado en cuanto cruzó las puertas de la ciudad. Aun antes de haber conocido las cadenas y la prisión, se encontró ante el juez Flaviano, quien le exhortó a sacrificar a los dioses. Pero él proclamó en voz alta que sólo hay un Dios, creador y autor de todas las cosas. Esta respuesta impresionó al juez. No encontrando qué replicar, Flaviano trató de persuadir a Procopio de que por lo menos ofreciese sacrificios a los emperadores. Pero el mártir de Dios despreció sus consejos. «Recuerda -le dijo- el verso de Homero: No conviene que haya muchos amos; tengamos un solo jefe y un solo rey». Como si estas palabras constituyesen una injuria contra los emperadores, el juez mandó que Procopio fuese ejecutado al punto. Los verdugos le cortaron la cabeza, y así pasó Procopio a la vida eterna por el camino más corto, al séptimo día del mes de Desius, es decir, el día que los latinos llaman las nonas de julio, el año primero de nuestra persecución. Este fue el martirio que tuvo lugar en Cesarea.
Es difícil comprender cómo un relato tan sencillo e impresionante pudo dar origen a las increíbles leyendas que se inventaron posteriormente sobre San Procopio. Esas fábulas, tan asombrosas como absurdas, transformaron al austero monje en un aguerrido soldado y, con el andar del tiempo, dieron origen en Persia a tres figuras diferentes: el asceta, el soldado y el mártir. Según la forma primitiva de la leyenda, san Procopio, en su discusión con el juez, citaba los nombres de Hermes Trimegisto, Homero, Platón, Aristóteles, Sócrates, Galeno y Kscaniandro, para probar la unicidad de Dios; sufría las más increíbles formas de tortura y paralizaba el brazo de su verdugo. Más tarde, la leyenda convirtió al santo en un duque de Alejandría y en autor de los milagros más fabulosos; su conversión al cristianismo tuvo por causa una visión de san Pablo y del «Labarum»; con el arma de una cruz milagrosa, dio muerte a seis mil bárbaros que merodeaban por la región; además, convirtió en la prisión a un regimiento de soldados y a siete nobles matronas y obró mil prodigios por el estilo. Los milagros que esta leyenda atribuía a san Procopio fueron posteriormente incorporados en las «Actas» de san Efisio de Cagliari y de un mártir desconocido, llamado Juan de Constantinopla. La evolución de la leyenda de san Procopio, si es que puede llamarse evolución a esta serie de saltos arbitrarios, en la cronología y en la historia, es un caso típico en la hagiología. Felizmente, el sobrio relato de Eusebio nos ha conservado los hechos.
El P. Delehaye consagra todo un capítulo de Las Leyendas de los Santos (c. V), a la transformación de san Procopio en soldado. El mismo autor publicó el mejor de los textos griegos en Les légendes grécques des saints militaires, pp. 214-233.