Inglaterra tomó en cierta manera parte en la abolición del tráfico de esclavos, pero también fueron los ingleses quienes, por medio de personajes tan infames como Sir John Hawkins, desempeñaron una parte muy importante en el establecimiento de ese mismo tráfico entre el África y el Nuevo Mundo, en el siglo dieciséis. Y entre los verdaderos héroes que dieron sus vidas en defensa de las víctimas de aquella siniestra explotación, pertenecientes a países que no recibiron las doctrinas de la Reforma, el más grande de todos fue, sin duda, san Pedro Claver, natural de aquella España católica, que por entonces se hallaba en el apogeo de su gloria y su poder, pero que no era, para la mayoría de los ingleses más que un país de piratas, de imperialistas sin escrúpulos y de una religión supuestamente cruel, a juzgar por el Tribunal de la Inquisición, sobre el que corrían fantásticas versiones en Inglaterra. Pedro nació en la ciudad de Verdú, en la región de Cataluña, hacía 1581 y, como desde chico dio muestras de poseer grandes cualidades de inteligencia y de espíritu, se le destinó a la Iglesia y se le mandó a estudiar a la Universidad de Barcelona. Ahí terminó sus estudios con toda clase de distinciones y, tras de recibir las órdenes menores, decidió llevar a cabo su determinación de ofrecerse a la Compañía de Jesús, que lo recibió de buen grado. A la edad de veinte años, hizo su noviciado en Tarragona; de ahí fue enviado al colegio de Montesione, en Palma de Mallorca. Entonces se produjo el encuentro con san Alfonso Rodríguez, el portero del colegio, con una reputación de santidad muy por encima de su humilde oficio; un encuentro que fijó el rumbo en la vida de Pedro Claver. Desde entonces, estudió la ciencia de los santos a los pies del hermano lego; y Alfonso, a medida que conocía más a fondo al joven estudiante, apreciaba mejor sus cualidades y veía en él, cada vez con mayor claridad, al hombre indicado para una tarea nueva, ardua y descuidada por completo hasta aquel momento. Alfonso encendió en la mente y el corazón de Pedro la idea de acudir en socorro de los miles y miles que se hallaban sin recursos espirituales en las colonias del Nuevo Mundo. Años más tarde, Pedro Claver reveló que san Alfonso no sólo le había vaticinado que iría a América, sino que le indicó exactamente los lugares donde habría de trabajar. Impulsado por aquellas exhortaciones, Pedro habló con su provincial a fin de ofrecerse para las misiones en las Indias Occidentales y se le respondió que, a su debido tiempo, sus superiores decidirían sobre su vocación. Por lo pronto, se le envió a Barcelona para estudiar teología y, al cabo de dos años, tras una nueva solicitud, se le nombró para que representase a la provincia de Aragón en la misión de jesuitas españoles que se enviaba a la colonia de Nueva Granada. Dejó para siempre las tierras de España en abril de 1610 y, tras un viaje azaroso y lento, desembarcó en Cartagena, en territorio de lo que hoy es la república de Colombia. En seguida, pasó a la casa de los jesuitas en Santa Fe para completar su estudios de teología, y se le utilizó lo mismo como enfermero y sacristán que como portero o cocinero. Después, se trasladó a la nueva casa de la Compañía en Tunja, a fin de hacer su Tercera Probación y, en 1615, regresó a Cartagena, donde fue ordenado sacerdote.
Por aquel entonces, ya hacía cerca de un siglo que funcionaba en las dos Américas el tráfico de esclavos que tenía su centro principal en el puerto de Cartagena, el cual, por su situación, se prestaba para establecer ahí una especie de almacén para la mercadería humana. Por otra parte, el mercado de esclavos acababa de recibir gran incremento al descubrirse que los indígenas carecían de la resistencia física necesaria para soportar el recio trabajo en las minas de oro y plata y, en consecuencia, había gran demanda de negros de Angola y del Congo. A éstos los adquirían los tratantes en África occidental, a razón de dos coronas por cabeza, cuando no los cambiaban por algunas provisiones, y los vendían en América por doscientas coronas cada uno. Las condiciones en que los esclavos se transportaban a través del Atlántico, eran increíblemente crueles e inhumanas; baste señalar que los tratantes calculaban que una tercera parte de cada cargamento se perdía por la muerte de los esclavos; pero a pesar de todo eso, cada año desembarcaba en Cartagena un promedio de diez mil esclavos vivos. El papa Pablo III y otras muchas autoridades y personajes mundiales condenaron el enorme crimen, pero continuó el florecimiento de la «suprema vileza», como calificó el pontífice Pío IX al tráfico de esclavos. Lo más que llegaron a hacer los propietarios en respuesta a los incesantes llamados de la Iglesia, fue hacer bautizar a sus esclavos, y aquella medida resultó contraproducente. Los negros no recibían ninguna instrucción religiosa, no obtenían ninguna protección contra sus explotadores ni alivio alguno a su miserable condición, de manera que llegaron a considerar el bautismo como el signo y el símbolo de su opresión y su infortunio. El clero era impotente para remediar ese estado de cosas y no hacía más que protestar y dedicarse lo más posible a desempeñar su ministerio individualmente, a dar remedio corporal y material a la mayor cantidad de seres entre aquellos cientos de miles de hombres, mujeres y niños que sufrían. Los sacerdotes no tenían fondos de caridad a su disposición, no contaban con el apoyo de gente bien dispuesta; casi siempre tropezaban con los obstáculos y barreras que les ponían los propietarios, o se desalentaban ante la evidente hostilidad de los traficantes y, a menudo, se veían rechazados por los mismos negros a los que querían ayudar.
Cuando el padre Claver fue ordenado en Cartagena, conducía el movimiento de ayuda a los esclavos un gran misionero jesuita que pasó cuarenta años a su servicio, el padre Alfonso de Sandoval. Después de trabajar bajo sus órdenes, el joven Pedro Claver se comprometió a «ser el esclavo de los negros para siempre». No obstante que era tímido por naturaleza y no tenía mucha confianza en sí mismo, se lanzó con absoluta decisión al trabajo y se entregó a él, no con un entusiasmo delirante y desencaminado, sino con método y auténtica tenacidad. Se procuró numerosos ayudantes, voluntarios o por paga y, tan pronto como un barco cargado de esclavos entraba en el puerto, acudía Pedro Claver a esperarlo en los muelles. A los negros se les desembarcaba y, tras un recuento para comprobar las bajas, se les encerraba en corrales o terrenos cercados, a donde acudían los «mirones», como los llama el padre de Sandoval, «atraídos por la curiosidad, pero sin atreverse a acercarse demasiado». Centenares de hombres que, durante varias semanas habían estado apiñados en las estrechas bodegas de un barco, sin recibir siquiera los cuidados mínimos que se prodigan a un cargamento de ganado, eran amontonados de nuevo en espacios cercados, los buenos y sanos mezclados con los enfermos y los moribundos, bajo un sol abrasador, en un clima insoportable por su calor y humedad. Era tan horrible el espectáculo y tan repugnantes las condiciones, que un amigo del padre Claver que le acompañó una vez, no se atrevió a volver y, el propio padre de Sandoval, como se ha escrito en una de las «relaciones» de su provincia, «al tener noticias de que iba a llegar a puerto un cargamento de esclavos, comenzaba a sudar frío mientras una palidez de muerte le desteñía la piel, al recordar las tremendas fatigas y el trabajo indescriptible de las ocasiones anteriores. Las experiencias y las prácticas de varios años no pudieron habituarlo a tanto dolor». Por aquellos corrales, cercados o cobertizos, se adentraba Pedro Claver, cargado con medicinas y alimentos, con pan, aguardiente, limones, tabaco y otras cosas que pudiese distribuir entre los negros. Muchos de ellos estaban demasiado asustados o demasiado enfermos para aceptar los regalos. «Primero tenemos que hablar con ellos con nuestras manos y después tratamos de comunicarnos con ellos por la palabra», decía el padre Claver. Al encontrarse con algún moribundo, se detenía para bautizarlo y también reunía a todos los niños nacidos durante el viaje para que recibiesen el bautismo. En todo el tiempo que los negros pasaban en aquellos corrales, tan estrechamente apiñados que, en realidad, tenían que dormir uno pegado al otro, san Pedro Claver permanecía con ellos, ocupado en atender los cuerpos de los enfermos y las almas de todos.
A diferencia de la mayoría de los clérigos, el padre Claver no consideraba que su ignorancia de la lengua le eximiera de la obligación de instruirlos en las verdades de la religión, las reglas de la moral y las palabras de Cristo que llevaban a sus espíritus el consuelo indispensable. Para sus comunicaciones, el padre contaba con siete intérpretes, uno de los cuales hablaba cuatro dialectos africanos y, con su ayuda, instruía a los esclavos y los preparaba para el bautismo en grupos e individualmente. «Eran seres muy atrasados y lentos para comprender», decía el padre Claver, y agregaba que él mismo tenía dificultades insuperables para aprender la lengua y darse a entender. Por eso recurría a las estampas e imágenes de Nuestro Señor en la cruz o bien unas ingenuas ilustraciones que presentaban a los Papas, príncipes y otros grandes personajes «blancos» que observaban regocijados cómo se bautizaba a un negro. Pero sobre todo, trataba de infundir en ellos cierto grado de respeto propio, de dignidad, para darles por lo menos una idea del valor altísimo que tiene un ser humano redimido por la sangre de Cristo, aun cuando fueran despreciados y explotados como esclavos. Asimismo, para despertar en ellos el dolor y el arrepentimiento por sus culpas y sus vicios, les mostraba una espantable representación del infierno que esgrimía con gesto amenazador, como una advertencia. Después, dándose a entender como podía, les aseguraba que se les amaba mucho más de lo que ellos pudieran pensar y que el amor de Dios no debía ser ultrajado por la práctica del mal, por el odio y por la sensualidad. Era necesario tomar a cada uno en particular y repetirle hasta el cansancio la más simple de las enseñanzas, como la de hacer el signo de la cruz o aprender las palabras de la breve oración que todos debían saber: «Jesucristo, Hijo de Dios, Tú serás mi Padre y mi Madre y todo mi bien. Yo te amo. Me duele haber pecado contra Ti. Señor, te quiero mucho, mucho, mucho». Las dificultades con que tropezaba para enseñar, quedan demostradas por el hecho de que en los bautismos colectivos a cada grupo de diez catecúmenos se les daba el mismo nombre para que lo recordaran. Se calcula que, en cuarenta años, san Pedro Claver instruyó y bautizó de esta manera a más de 300.000 esclavos. Cuando había tiempo y ocasión, les enseñaba también con grandes trabajos lo que significaba el sacramento de la penitencia y la manera de practicarlo; se afirma que en un año oyó las confesiones de unos cinco mil negros. Infatigablemente se esforzaba por convencerlos de que debían evitar las ocasiones de pecado y, con el mismo empeño, insistía ante los propietarios para que se preocuparan por el alma de sus esclavos. El sacerdote llegó a ser la representación de la fuerza moral en Cartagena y se cuenta la historia de un negro que consiguió librarse del asedio de una mujer liviana en las calles de la ciudad tan sólo con decirle: «¡Cuidado! ¡Allá viene el padre Claver!»
Cuando por fin a los esclavos se les reunía para enviarlos a las ruinas y las plantaciones, San Pedro se desvivía por infundirles sus recomendaciones y consejos, puesto que le sería muy difícil volver a verlos. Tenía una confianza absoluta de que Dios velaría por ellos y, a diferencia de algunos reformadores sociales de tiempos posteriores, no pensaba que ni aun el más brutal de los propietarios de esclavos, fuese un bárbaro despreciable al que no podía llegar la misericordia de Dios. También los dueños de plantaciones, los encomenderos y los hacendados tenían almas iguales a las de los negros, por eso san Pedro apelaba a las almas de los señores del lugar para que administraran justicia física y espiritual, no tanto por el bien de los demás como por el suyo propio. Para los espíritus cínicos o escépticos, la confianza del santo en la bondad humana debe haber parecido pueril, y sin duda que todos pensaban que san Pedro quedaría desilusionado con mucha frecuencia. Sin embargo, es imposible pasar por alto el hecho de que ni siquiera las infamias del más cruel encomendero español podían compararse con el trato ordinario que los más correctos plantadores ingleses de Jamaica, por ejemplo, daban a sus esclavos en el siglo diecisiete y en el dieciocho, ya que sus crueldades físicas eran infernales y su indiferencia moral sólo podía calificarse de diabólica. Las leyes de España para sus colonias autorizaban, por lo menos, el matrimonio de los esclavos, prohibían que fueran separadas las familias, los protegía de los castigos y su captura, una vez que conseguían su libertad. San Pedro Claver hizo todo lo que estaba de su mano para que se observasen estas leyes. Cada primavera, después de Pascua, hacía san Pedro una gira por las plantaciones, minas y haciendas cercanas a Cartagena, a fin de comprobar cómo andaban sus negros. No siempre era bien recibido. Los dueños se quejaban de que hacía perder el tiempo a los esclavos con sus sermones, oraciones y cánticos; las damas afirmaban que durante una larga temporada, después de que los negros asistían en tropel a la iglesia durante las visitas del sacerdote, era materialmente imposible entrar al templo. Y, si acaso los siervos se desmandaban un poco, se le echaba la culpa al padre Claver. «¿Qué clase de hombre soy, si no puedo hacer un poco de bien sin causar una gran confusión?», solía preguntarse a sí mismo. Pero no por eso se desalentaba y no cesó en sus tareas ni aun cuando las autoridades eclesiásticas prestaron oídos a las quejas de sus enemigos.
La mayoría de las historias en relación con el heroísmo o los poderes milagrosos de san Pedro Claver, se refieren a los cuidados solícitos que tenía para con los negros cuando estaban enfermos, pero aún encontraba tiempo para ocuparse de otros que sufrieran, aparte de los esclavos. En Cartagena había dos hospitales: uno, el de San Sebastián, atendido por los hermanos de San Juan de Dios, que se ocupaban de todos los casos en general; el otro, el de San Lázaro, estaba destinado a los leprosos, los atacados por enfermedades contagiosas y los que padecían el mal llamado «fuego de San Antonio» (ergotismo). San Pedro visitaba indefectiblemente los dos hospitales cada semana, aliviaba las necesidades materiales de los pacientes y administraba tan efectivos consuelos espirituales, que muchos criminales y pecadores empedernidos se arrepintieron e hicieron penitencia después de charlar con él. También ejerció su apostolado entre los mercaderes y marineros protestantes e incluso logró la conversión de un dignatario anglicano que dijo ser archidiácono de Londres y a quien conoció cuando visitaba a los prisioneros de guerra en un barco anclado en la bahía. Por consideraciones temporales, el pastor inglés no se dejó conquistar de buenas a primeras, pero cayó enfermo, fue llevado al hospital dc San Sebastián y, antes de morir, entró a la Iglesia católica guiado por el padre Claver. Muchos ingleses de Cartagena siguieron su ejemplo. Menor éxito tuve el santo jesuita en sus esfuerzos por convertir a los musulmanes que llegaban al puerto y que, como dice el biógrafo de Claver, «es bien sabido que, entre todos los pueblos del mundo, son ellos los que más se obstinan en sus errores»; pero en cambio, devolvió al buen camino a gran número de moros y turcos renegados, aunque uno de ellos tardó treinta años en convencerse y aun fue necesario que tuviese una visión de Nuestra Señora para rendirse. También los criminales condenados a muerte gozaron de la benéfica influencia del padre Claver; los registros afirman que no hubo una sola ejecución en Cartagena durante la existencia del sacerdote, sin que éste se hallara presente para consolar al ajusticiado; por sus palabras, tal vez por su sola presencia, muchos criminales endurecidos pasaron sus últimas horas en la oración y el llanto por sus pecados. Y muchos, muchísimos más a quienes la justicia humana no había condenado, acudían a buscarle en el confesionario, donde solía pasar hasta quince horas consecutivas en la tarea de reconvenir, aconsejar, alentar y absolver. Sus misiones primaverales por los campos, en el curso de las cuales rehuía en lo posible hospedarse en las grandes casas de los dueños para buscar refugio en las chozas de los esclavos, eran continuadas en el otoño por otras misiones más difíciles, entre los mercaderes, traficantes y marineros que, por aquella época, llegaban en gran número a Cartagena y aumentaban el desorden y el vicio en el puerto. Algunas veces, san Pedro se pasaba el día entero en la plaza grande de la ciudad, donde desembocaban las cuatro calles principales, para predicar ante todo el que se detenía a escucharle. Después de haber sido el apóstol de los negros, lo fue de toda la ciudad de Cartagena. Un trabajo tan enorme recibió la ayuda de Dios, que otorgó al padre Claver los dones que siempre concedió a sus apóstoles, de obrar milagros, de profetizar y de leer en los corazones. Pocos han sido los santos que desarrollaron sus actividades en circunstancias tan adversas y repugnantes como él, pero aun aquellas mortificaciones de la carne no eran bastantes, puesto que el santo usaba de continuo instrumentos para las más severas penitencias; muchas veces oraba a solas en su celda con una corona de espinas en la cabeza y una cruz muy pesada sobre sus hombros. Evitaba los más inocentes regalos para sus sentidos, no fuera que éstos lo desviaran del sendero de sacrificio que había elegido; por eso, jamás usó para sí mismo de la indulgencia y la bondad que usaba para con los demás. Cierta vez en que alababan su celo apostólico, replicó: «Así tiene que ser y no hay nada de extraordinario en ello. Es el resultado de mi temperamento entusiasta e impetuoso. Si no fuera por este trabajo, yo sería una insoportable molestia para mí mismo y para los demás».
Y, para que nadie alabara su aparente falta de sensibilidad al tratar las enfermedades más repugnantes, decía: «Si el ser un santo consiste en no tener olfato y en tener un estómago a toda prueba, puede ser que yo sea un santo». En el año de 1650, san Pedro Claver viajó a lo largo de la costa para predicar entre los negros, pero apenas iniciado el viaje, una enfermedad atacó su cuerpo débil y agotado y tuvo que regresar a la residencia de Cartagena. Poco tiempo después, estalló en la ciudad una violenta epidemia de viruela, y una de las primeras víctimas entre los padres jesuitas fue el santo misionero, que estuvo al borde del sepulcro. Pero, después de recibir los últimos sacramentos volvió a la vida, aunque quedó deshecho. Durante el resto de su existencia, los dolores no le abandonaron ni un instante, sus miembros temblorosos no le sostenían y le era imposible oficiar la misa. Por fuerza abandonó toda actividad y, sólo de vez en cuando oía confesiones, en especial las de su querida amiga Doña Isabel de Urbina, que siempre había apoyado generosamente su trabajo. En ocasiones, se hacía llevar a un hospital o a la cárcel, para atender a un moribundo o bien a un condenado a muerte. Cierta vez, cuando llegó a Cartagena un cargamento de esclavos procedente de una región del África no explotada hasta entonces, el padre Claver recuperó su antigua energía. Lo llevaron en vilo a los muelles y no descansó hasta encontrar un intérprete que le ayudó a reunir a los niños para bautizarlos y a dar algunas instrucciones a los adultos. Pero aquella recuperación fue momentánea. San Pedro pasaba la mayor parte del tiempo en su celda, no sólo inactivo, sino olvidado e incluso abandonado; se había reducido mucho el número de los jesuitas en la casa de Cartagena y, los pocos que quedaban, tenían todo su tiempo ocupado en los múltiples deberes de su ministerio, aumentados por la persistencia de la epidemia; pero aun así es inexplicable la indiferencia que demostraron hacia el santo. Doña Isabel y su hermana permanecieron fieles a su amistad y eran las únicas que lo visitaban, junto con su antiguo ayudante, el hermano Nicolás González. Fuera de estos tres, san Pedro Claver no veía a nadie más que a un joven negro que le atendía, pero que era impaciente y brusco y que, a menudo, dejaba al viejo sacerdote durante días enteros sin la menor atención. Una vez, las autoridades recordaron que aún existía, porque surgieron quejas de que el padre Claver había caído en la costumbre de rebautizar a los negros. Naturalmente, que el santo nunca había hecho semejante cosa, excepto condicionalmente en caso de duda; pero de todas maneras se le prohibió bautizar en lo futuro. «Me arrepiento, escribió una vez, de no haber imitado siempre el ejemplo del asno. Cuando se habla mal de él y se le insulta, se hace el sordo. Cuando lo matan de hambre, se hace el sordo. Cuando le cargan en demasía, se hace el sordo. Cuando le desprecian y le abandonan, todavía se hace el sordo. Jamás se queja en ninguna circunstancia, porque no es más que un asno. Así deberían ser los siervos de Dios: Ut jumentum factus sum apud Te.»
En el verano de 1654, el padre Diego Ramírez Fariña llegó a Cartagena procedente de España con una comisión del rey para trabajar por los negros. San Pedro Claver se regocijó tanto, que se levantó del lecho para dar la bienvenida a su sucesor. Pocos días más tarde, oyó en confesión a Doña Isabel y le dijo que esa sería la última. El 6 de septiembre, después de asistir a misa y recibir la comunión, le dijo a Nicolás González: «Ya voy a morir». Aquella misma tarde cayó enfermo y quedó en estado de coma. El rumor de que estaba agonizante, circuló por toda la ciudad rápidamente y, de pronto todos parecieron recordar la existencia del santo. Una verdadera muchedumbre llegó a besar sus manos antes de que fuera demasiado tarde. Las gentes que venían, despojaron la celda y aun el lecho del santo de todo lo que pudieron llevarse como una reliquia. San Pedro Claver no volvió a recuperar el conocimiento y murió dos días después, el 8 de septiembre de 1654, día de la Natividad de Nuestra Señora. Las autoridades civiles que habían mirado con frialdad la solicitud del sacerdote por los infelices negros, y los sacerdotes, que habían calificado de indiscreto su celo y de desperdicio su enérgica actividad, rivalizaron entonces para honrar su memoria. Los magistrados de la ciudad ordenaron que se le enterrara con gran pompa, a costa del erario municipal, y el vicario general de la diócesis ofició en el funeral. Los negros y los indios hicieron celebrar por cuenta propia una misa a la que fueron invitadas las autoridades españolas. La iglesia era un mar de luces, cantaron los coros y el tesorero de la iglesia de Popayán pronunció una oración fúnebre que fue una loa a las «excelsas virtudes, a la santidad, al heroísmo y a los estupendos milagros del padre Claver». Desde entonces, ya nadie se olvidó de san Pedro Claver, y su fama se extendió por todo el mundo. Fue canonizado en 1888, al mismo tiempo que su amigo san Alfonso Rodríguez. El Papa León XIII lo declaró patrón de todas las misiones entre los negros en todas las partes del mundo. Su fiesta se celebra en América y en muchas otras partes.
Parece ser que no existe una biografía propiamente dicha de san Pedro Claver, pero los registros y declaraciones en los procesos de beatificación nos proporcionan abundante material. Posiblemente el mejor resumen es el que figura en el capítulo 8 del 5º volumen de la Historia de la Compañía de Jesús en la Asistencia de España, de F. Astrain, pp. 479-495. Lo mejor de lo que podíamos llamar una biografía, es la de J. M. Solá, Vida de San Pedro Claver (1888), que toma los datos del libro de J. M. Fernández. Hay varias otras «vidas», la mayoría de las cuales son breves compendios y entre las cuales, se podía mencionar el libro de J. Charrau, L'Esclave des Négres (1914).