Uno de los gloriosos defensores de la religión cristiana, que arrebató de este mundo la cruel persecución que suscitaron los moros en Córdoba al mediados del siglo IX, fue san Pablo, natural de la misma Ciudad: joven ilustre, de talle airoso , y de una hermosura corporal extraordinaria, vivo retrato de la que ilustraba su alma. No se dejó llevar en sus primeros años de aquellas vanas esperanzas con que le lisonjeaba la fortuna. Inspiróle su virtud dictámenes muy contrarios; pues considerando el fin caduco de todos los bienes de la tierra, quiso conseguir los eternos, y para aprender el verdadero camino que conduce al hombre a la patria celestial, empleó su juventud en el estudio de las letras divinas, y de las laudables costumbres que se enseñaban en la Iglesia de San Zoilo, donde en ambos ramos se instruían los hijos de los cristianos por los mas hábiles preceptores, en la desgraciada época que se hallaba Córdoba bajo el tirano yugo de los africanos.
Hizo Pablo grandes progresos en las ciencias, y dedicado al estado eclesiástico, recibió el sagrado orden de diácono, en el que se distinguió por la sencillez de su corazón, por la integridad de su fe, y por el testimonio de su buena conciencia: y como estaba armado con el escudo de la caridad, no pudo separarle de Jesu-Cristo ni la tribulación, ni la espada, ni aun la misma muerte. En todo tiempo y en todas ocasiones daba Pablo pruebas auténticas de su ardiente caridad para con todos los pobres necesitados, y con especialidad para con los fieles que se hallaban en las cárceles próximos a ser víctimas del furor de los árabes, no por otra causa, que la de declamar justamente contra los crasos errores y contra las ridículas patrañas de la Ley de Mahoma. Servíalos con indecible piedad, cuidaba de asistirlos en todas sus necesidades, mostrábales compasión en los trabajos, y aliviaba sus males con sus saludables exhortaciones. San Eulogio, que escribió las Actas de este ilustre joven, engrandece su bondad, su candidez, su suavidad, y su ardorosa caridad, por lo que se hizo amable de todos. Pero como Dios le tenia escogido para sí, le trasladó del destierro de esta vida en lo mas florido de sus años.
Contribuyó mucho para excitar a Pablo a la heroica generosidad con que se ofreció al martirio, la amistad que profesaba con san Sisenando, que dio pruebas de la firmeza de su fe en el día 16 de julio , teniendo en él no solo ejemplo, sino despertador para su glorioso triunfo: habiéndolo convidado, cuando estaba próximo a padecer, a que lograse la misma dicha a que aspiraba. Presenció el ilustre diácono el valor con que hizo frente Sisenando a los enemigos de la fe, la fortaleza con que confesó a Jesu-Cristo por verdadero Dios ante el Tribunal de los jueces árabes, la generosidad con que condenó por hombre falso y engañador al que los moros tenían por verdadero Profeta, y la constancia con que perseveró en la defensa de la religión cristiana hasta derramar su sangre, y encendido en vivísimos deseos de imitar a aquel héroe, se presentó al juez agareno, y no satisfecho con haber confesado la divinidad de Jesu-Cristo, declamó con no menor brío que su amigo Sisenando contra los necios delirios del Corán. Irritó al juez una acción tan generosa, de suerte que, no pudiendo contener la indignación dentro del pecho, mandó que lo degollasen inmediatamente. Ejecutóse la inicua providencia en el día 20 de julio del año 851, y habiendo dejado los moros el venerable cadáver delante del Alcázar, recogido por los cristianos, le dieron sepultura en la Iglesia de San Zoilo, donde tuvo el oficio de diácono.
Cuando entró Pablo en la cárcel, se hallaba en ella un sacerdote natural de Beja, a quien por un falso crimen tuvieron los moros en una oscura mazmorra el dilatado tiempo de veinte años, después de los cuales le pusieron en la prisión común de los malhechores. Entró el presbítero en el calabozo en lo mas florido de su edad, pero salió lleno de canas, a fuerza de los trabajos e infelicidades que le hicieron padecer los bárbaros. Vio a Pablo cercano á su glorioso triunfo, y le rogó, que cuando estuviese en la visión beatífica, intercediese con Dios para que le libertase de las pesadas prisiones que sufría inocente tantos años. Ofreciólo así el insigne diácono compadecido de sus miserias; y no olvidándose de su palabra, a pocos días después de su martirio consiguió el sacerdote la apetecida libertad, por lo que dio al Señor, y al ilustre mártir, las gracias correspondientes.
Al igual que para santa Áurea, hemos tomado este texto del «Suplemento á la última edicion del Año Christiano», del P. Juan Croisset, S.J. (Juan de Croiset, dice la portadilla), en redacción correspondiente de D. Juan Julián Caparrós, tomo II, pág 128 a 130, edición de 1797, afortunadamente puesta a disposición, en un escaneo de muy buena calidad, por Google Libros. He corregido parte de la gramática del texto, para evitar mayores dificultades en la lectura, sin embargo, me ha parecido adecuado respetar algo del sabor antiguo de la redacción, que es gran parte del atractivo de las páginas del Croisset.
La fuente única para éste, como para la inmensa mayoría de los «mártires de Córdoba», es el «Memoriale Sanctorum» de san Eulogio de Córdoba; en este caso la historia está en el libro II, cap VI, es decir, inmediatamente a continuación de san Sisenando, de donde el P. Caparrós recoge lo sustancial de la historia. El texto de Eulogio puede verse, en latín, en una edición facsimilar muy legible, en el proyecto Cervantes Virtual.