Con el pretexto de vengar a su anciano protector, el emperador Mauricio, asesinado por Focas en el 602, Cosroes II, rey de los persas, invadió los territorios de Siria. Al no encontrar ninguna resistencia seria, extendió sus conquistas. En el año 613, el general persa Romizanes, llamado el «Scharbaraz» («jabalí real»), se apoderó de Damasco y, al año siguiente, entró en Palestina, donde fue bien acogido por los judíos y los samaritanos, en tanto que los cristianos, afectados por divisiones internas, fueron incapaces de defenderse. En esas condiciones, el patriarca de Jerusalén, Zacarías creyó preferible tratar con el enemigo que, por su parte, manifestaba intenciones pacíficas. Debe tenerse en cuenta que en Persia los cristianos eran bastante numerosos por aquel entonces y que algunos de ellos ocupaban puestos de importancia. El mismo Cosroes mostraba cierta simpatía hacia la religión cristiana. Pero había en Jerusalén un partido de intransigentes, convencidos de que Dios no permitiría que la Ciudad Santa cayese en manos de los bárbaros. Estos fueron los que amenazaron al patriarca con hacerlo perecer como a un traidor si entablaba tratos con los invasores persas. Zacarías cedió a las presiones, no sin haber declarado antes que no se hacía responsable por las desgracias que sobrevendrían inevitablemente. Entonces, envió a Jericó al hegúmeno (es decir, equivalente al prior) del monasterio de San Teodosio, llamado Modesto, con la misión de reunir y llamar a la guarnición bizantina. Los persas no dieron tiempo a que llegaran los refuerzos y, en mayo de 614, entraron en la Ciudad Santa, incendiaron las iglesias, y mataron a gran número de los habitantes, vendieron a otros muchos como esclavos, y desterraron al resto, junto con el patriarca Zacarías, hasta Persia. Gracias a la intervención del platero particular del rey Cosroes, un cristiano llamado Yazdin, no fueron destruidas las reliquias de la verdadera Cruz, aunque se las confiscó como botín de guerra.
Durante algunos años, los habitantes de Palestina tuvieron que soportar un régimen de terror, sometidos como estaban a los excesos de los persas y a las represalias de los judíos que aprovecharon la situación para destruir las iglesias. Los primeros éxitos de Heraclio, en 622, obligaron a Cosroes a cambiar de actitud para no provocar revueltas entre los pueblos conquistados. En consecuencia, expulsó a los judíos del territorio de Jerusalén, ordenó la restitución de iglesias y monasterios a los cristianos y concedió a éstos el derecho de reconstruir lo que estaba en ruinas, y les otorgó la libertad de culto. Pero, no obstante los favores concedidos, el rey apoyaba decididamente a los herejes monofisitas, y los cristianos de Palestina, privados de su patriarca y de la mayoría de los sacerdotes y monjes que habían huido hacia el otro lado del Jordán, a Egipto y aun a Occidente, corrían el riesgo de caer en la herejía.
Fue entonces cuando apareció de nuevo en escena el hegúmeno Modesto, un digno sucesor de san Teodosio, con el valor suficiente para emprender la reconstrucción moral y material de la Ciudad Santa. Algunos años más tarde, Antíoco, monje de San Sabas, escribió a Eustacio de Ancira, para relatarle el martirio de cuarenta y cuatro monjes y concluía su misiva con estas palabras de esperanza: «Por la gracia de Cristo y el celo de nuestro muy santo padre Modesto, los monasterios se han poblado de nuevo. Porque el virtuoso Modesto no sólo vela por los monasterios del desierto, sino también por los de las ciudades y sus alrededores, y el espíritu de Dios está con él. En efecto, Modesto es para nosotros un nuevo Beselel u otro Zorobabel lleno del Espíritu Santo, y ha vuelto a levantar los venerables santuarios de Nuestro Salvador Jesucristo que fueron derribados e incendiados: la santa iglesia del Calvario, la santa Anástasis, la venerable casa de la preciosa Cruz, la Madre de las iglesias, la de su bendita Ascensión y los otros templos honorables».
Bastante más tarde, Eutiquio, que era médico y llegó a ser patriarca de Alejandría (933-940), alabó también los méritos de Modesto: «Cuando los persas se retiraron de Jerusalén, escribió, después de haber destruido y quemado las iglesias, había en el monasterio de Duaks, es decir en el de San Teodosio, un monje llamado Modesto, que era el superior. Al retirarse los persas, Modesto viajó a Ramlé, a Tiberíades, a Tiro y a Damasco para inflamar la fe de los cristianos y pedirles su ayuda para la reconstrucción de las iglesias de Jerusalén. Gracias a sus donativos, Modesto reunió abundantes recursos y regresó a la ciudad, donde construyó la iglesia de la Resurección, el Sepulcro, el lugar del Cranion y San Constantino. Esas construcciones subsisten hasta hoy. Al saber que Modesto reconstruía las iglesias destruidas por los persas, Juan el Limosnero, patriarca de Alejandría, le envió mil bestias de tiro, mil bolsas de trigo, mil bolsas de granos, mil barriles de pescado salado, mil ánforas de vino, mil láminas de hierro y mil obreros».
El propósito de Modesto era el de dar a las basílicas la magnificencia y esplendor que tenían antes de la invasión. El fuego de los incendios había carcomido los techos, ahumado las paredes y destruido los ornamentos. Todo el mobiliario fue destrozado o tomado como botín. La tarea era ardua, y Modesto no hizo el intento de crear, sino solamente de restaurar. Las investigaciones han demostrado que respetó las formas originales, sobre todo en el Santo Sepulcro, donde se conservan detalles de la construcción de Constantino que, otros autores anteriores creyeron que eran obra de Modesto. Su gran mérito fue el de ponerse inmediatamente en acción, porque de haber esperado tiempos mejores, que nunca llegaron, no hubiese devuelto al culto cristiano las iglesias de Jerusalén. Comenzó por la más venerable de las basílicas, la del Santo Sepulcro, a la que restauró en todas sus partes; luego continuó con la Anástasis, el Cranion, la capilla del Calvario y la iglesia de la Cruz, así como la gran basílica del Martyrium. que, a partir del siglo IX, llevó el nombre de su constructor, San Constantino. Con el nombre de «Madre de las iglesias», el monje Antíoco designa a la gran basílica de la ciudad alta que se hallaba en el lugar donde estuvo el Cenáculo y que, con el nombre de Santa Sión, fue objeto de una veneración particular. En el Monte de los Olivos, Modesto se preocupó especialmente del grupo formado por la iglesia de la Ascensión y la de Santa Elena.
Como Modesto no pudo ocuparse de restaurar iglesias tan ilustres como la de Getsemaní y la de San Esteban, por falta de recursos, desaparecieron y fueron reemplazadas por oratorios pobres y exiguos. Jerusalén le debió a Modesto la fisonomía que conservó hasta la época de las Cruzadas, puesto que su actividad no se limitó a las grandes basílicas, sino que alcanzó también a muchas iglesias secundarias, como la de San Juan Bautista, que aún existe. Mientras Modesto se ocupaba de sus reconstrucciones, el emperador Heraclio, con una serie de campañas triunfales, arrebató a los persas todas sus conquistas. Cuando exigió la evacuación total de Siria, recuperó las reliquias de la verdadera Cruz. Las mandó trasladar a Tiberíades y él mismo las acompañó hasta Jerusalén, a donde llegó en marzo de 630. La entrada triunfal del emperador victorioso, portador de las veneradas reliquias, dio origen a innumerables leyendas cuyo principal defecto fue el de relegar al olvido a Modesto, el restaurador de los Santos Lugares. Sólo el relato de Eutiquio, más histórico y más sencillo, le rinde el debido homenaje: «A su arribo a Jerusalén, Heraclio fue recibido con el incienso por los habitantes de la ciudad y los monjes de Siq, al frente de los cuales se hallaba Modesto. Cuando el emperador entró en la ciudad, se afligió en extremo a la vista de todo lo que los persas habían asolado e incendiado. Pero al enterarse de que Modesto había reconstruido la iglesia de la Resurrección, el lugar del Cranion y la iglesia de San Constantino, experimentó una gran alegría y dio las gracias a Modesto por lo que había hecho».
Como el patriarca Zacarías había muerto en el exilio, Heraclio pensó que no podía haber mejor sucesor que aquél que había ocupado su lugar durante largo tiempo y, en consecuencia, Modesto fue el patriarca de Jerusalén. El emperador Heraclio lo llevó consigo hasta Damasco para hacerle entrega del dinero del fisco de Siria y de Palestina. Aún quedaba mucho trabajo por hacer en las iglesias de Jerusalén, y Modesto continuó sin descanso sus tareas de restaurador y sus giras de inspección, pero la muerte le sorprendió en una de éstas, en Sozón, población fronteriza de Palestina. Por aquel entonces, circuló con insistencia el rumor de que los compañeros de viaje de Modesto le habían envenenado para apoderarse del oro que llevaba consigo.
El cuerpo de Modesto fue trasportado a Jerusalén y sepultado en la basílica del Martyrium. «La memoria de Modesto, patriarca de Jerusalén, reconstructor de Sión después del incendio», fue honrada en la Ciudad Santa, en la fecha del 17 de diciembre. Los sinaxarios lo mencionan el 19 de octubre, el 16 y el 18 de diciembre. El calendario de mármol de Nápoles, grabado en el siglo IX, nombra al santo el 18 de diciembre. Su culto, que no parece haber sido muy popular ni siquiera en el Oriente, ha dejado pocos vestigios. Sin embargo, en algunas iglesias de Capadocia aparece su imagen en los frescos y mosaicos.
Toda la fama de Modesto radica en la reconstrucción de las iglesias de Jerusalén. H. Vincent y F.M. Abel, en Jerusalem, vol. II y Jérusalem Nouvelle, París, 1914-1926, publicaron un estudio sobre las diversas fuentes de información. Se pueden confrontar sus conclusiones con las de A. Grabar, en Martyrium, París, 1946. La carta del monje Antíoco a Eustacio de Ancira, se encuentra en PG., vol. LXXXIX, cols. 1421-1427. Eutiquio, en Corpus scriptor. christian. oriental., cols. 150, 314 y 325, así como en Hagiographie napolitaine de la Analecta Bollandiana, vol. LVII, 1939, pp. 42-43. La biografía de san Modesto, descubierta y editada por Loparev en 1892 (Biblioth. hag. gr. n. 1299), es una auténtica fábula. Potio atribye a Modesto tres discursos (PG. vol. CIV, cols. 244-245), pero su autenticidad es dudosa. El único de esos discursos que ha sido editado íntegramente, el que se refiere a la Dormición de la Virgen, es apócrifo. El P. Jugie lo atribuye a un autor de fines del siglo VII o principios del VIII y que vivió lejos de Jerusalén después de la controversia monotelita. Véase para esto, La Mort et l'Assomption de la Sainte Víerge, Roma, 1944, pp. 139-150.