Melecio nació en Melitene (actual Malatya, en Turquía) y pertenecía a una de las familias más distinguidas de Armenia Menor. Con su sinceridad y bondadosa disposición se ganó la estima tanto de los católicos como de los arrianos, y fue promovido al obispado de Sebaste. Sin embargo, encontró allí tan violenta oposición, que lo abandonó y se retiró primero al desierto y después a Beroa en Siria, una población de la cual el historiador Sócrates supone que fue obispo. Desde el destierro de Eustasio en 330, la Iglesia de Antioquía había estado oprimida por los arrianos, pues varios obispos que le precedieron habían fomentado la herejía. Eudoxio, el último de éstos, aunque arriano, fue expulsado por un grupo de arrianos en una revuelta contra las autoridades y poco después usurpó la sede de Constantinopla.
Entonces los arrianos y algunos católicos acordaron elevar a Melecio a la silla de Antioquía. El emperador confirmó su elección en 360, aunque otros católicos se negaron a reconocerlo, diciendo que era una elección ilegal, debido a que los arrianos habían tenido parte en ella. Los arrianos esperaban que Melecio se declararía en favor de su partido, pero se desengañaron cuando el emperador Constancio, venido de Antioquía, ordenó a varios prelados que explicaran el texto del Libro de los Proverbios: «Diome Yavé el ser en el principio de sus caminos» (8,22-23). Primero, Jorge de Laodicea lo explicó en sentido arriano; después, Acacio de Cesárea le dio un significado que lindaba con lo herético, pero Melecio lo expuso con sentido católico y relacionándolo con la Encarnación. Este testimonio público encolerizó a los arrianos, y Eudoxio, en Constantinopla, persuadió al emperador para que desterrara a Melecio a Armenia Menor. Los arrianos le dieron la sede a Euzoius, quien anteriormente había sido expulsado de la Iglesia por san Alejandro, arzobispo de Alejandría. Desde este tiempo data el famoso cisma de Antioquía, aunque su verdadero origen data desde el destierro de san Eustasio, unos treinta años antes.
Dieciocho años duraron los complicados acontecimientos durante los cuales san Melecio fue desterrado varias veces y llamado nuevamente, pero estos asuntos atañen más bien a la historia eclesiástica general. La suerte, tanto de los ortodoxos y de los arrianos, como la de Melecio y la de otros pretendientes a la sede de Antioquía, tenía sus altas y sus bajas, según la política y el punto de vista de los emperadores reinantes. Algunos prelados y otras personas estaban decididos «a acomodar sus opiniones a las de aquellos que estaban investidos de la suprema autoridad», como dice el historiador Sócrates. La muerte del emperador Valente, en 378, puso fin a la persecución arriana y san Melecio fue restablecido a su sede; pero sus dificultades no habían terminado, porque había otro jerarca ortodoxo, Paulino, reconocido por muchos como obispo de Antioquía.
En 381, se reunió en Constantinopla el segundo Concilio Ecuménico, y san Melecio lo presidió. Estando el Concilio en sesiones, la muerte se llevó a este obispo, que tanta paciencia tuvo en el sufrimiento. La noticia de su muerte fue recibida con gran dolor de los Padres conciliares y del emperador Teodosio, quien le había dado la bienvenida a la ciudad imperial con una gran demostración de afecto, «como un hijo que saluda a un padre por mucho tiempo ausente». Con su humildad evangélica, Melecio se había hecho querer por todos los que lo conocieron. Crisóstomo nos dice que su nombre era tan venerado, que la gente en Antioquía escogía este nombre para sus hijos; grababan su imagen en sus sellos y en su vajilla y la esculpían sobre sus casas. Todos los Padres del Concilio y los fieles de la ciudad asistieron a sus funerales en Constantinopla. Uno de los prelados más eminentes, san Gregorio de Nisa, pronunció la oración fúnebre. En ella hace referencia a «la dulce y tranquila mirada, radiante sonrisa y bondadosa mano que secundaba a su apacible voz»; y termina con las palabras, «Ahora él ve a Dios cara a cara, ruega por nosotros y por la ignorancia del pueblo». Cinco años más tarde, san Juan Crisóstomo, a quien san Melecio había ordenado diácono, pronunció un panegírico el 12 de febrero, el día de su muerte o de su traslación a Antioquía. Todavía existen los panegíricos escritos por san Gregorio de Nisa y san Juan Crisóstomo.
Véase el Acta Sanctorum, febrero, vol. II; BHG., p. 91; DCB., vol. III, pp. 891-893; Hefele en el Kirchenlexikon; y H. Leclercq en la Catholic Encyclopedia, vol. X, pp. 161-164.