Maurilio, natural de Milán, se estableció en la ciudad francesa de Touraine, donde se convirtió en discípulo de san Martín, quien le confirió las órdenes sacerdotales. Fue un misionero entusiasta y vigoroso que sabía sacar el máximo provecho de las oportunidades; por ejemplo, cuando un rayo cayó sobre un templo pagano, Maurilio convocó al pueblo para indicarle que aquel había sido un acto de la cólera de Dios y, al momento, con la ayuda voluntaria de todos, inició la construcción de una iglesia cristiana sobre los escombros del templo pagano. Fue nombrado obispo de Angers, y gobernó su sede con virtud y prudencia durante treinta años. Lamentablemente, no sabemos mucho más que esto.
En tiempos posteriores, ciertos escritores adornaron su existencia con una serie de fábulas absurdas. Ahí está, sin ir más lejos, el caso de un joven agonizante que solicitó al obispo los últimos sacramentos, pero éste tardó en acudir y encontró al joven ya muerto. Acongojado por los remordimientos, el prelado abandonó su sede y huyó hacia las costas bretonas. A la orilla del mar se detuvo junto a una roca en la que escribió estas palabras: «Yo, Maurilio de Angers, pasé por aquí». Después, tomó un barco y se trasladó a las islas británicas, pero al cruzar el canal, la llave de su catedral se cayó por accidente al mar. Entretanto, la población de Angers no podía sobreponerse a la tristeza por haber perdido a su obispo y se propuso encontrar su paradero. Un grupo de ciudadanos siguió sus huellas hasta Bretaña y descubrió la inscripción en la roca. Varios de los hombres de Angers decidieron ir a buscarle a las islas y, en consecuencia, tomaron una barca para cruzar el canal; cuando navegaban, un pez saltó dentro de la barca; en el vientre del pez se encontró la llave de la catedral de Angers. Tras algunas investigaciones infructuosas, encontraron a Maurilio que trabajaba como jardinero, y le rogaron que regresara a ocupar su sede. «No puedo regresar nunca a Angers», dijo el prelado, «porque he perdido la llave de mi iglesia». Sin embargo, cuando los ciudadanos le mostraron la llave que habían encontrado en el vientre del pez, el obispo les siguió de buen grado y, al llegar a la sede, se encaminó directamente a la tumba del joven que, por culpa suya, había muerto sin confesión. Ante el sepulcro llamó al muerto por su nombre, y el joven salió de la tumba vivo, por lo que se le dio el nombre de Renatus (René) y se quedó a morar junto a san Maurilio y le sucedió en la sede episcopal de Angers. A René se le venera como santo lo mismo en Angers, con ese nombre, que en Sorrento, con el de Renato, y se afirma que también fue obispo de aquella ciudad italiana.
La fábula del objeto que se vuelve a encontrar en el vientre de un pez, figura en las leyendas de san Ambrosio de Cahors, san Kentingern, san Maglorio y otros, así como en diversos personajes no cristianos, como en la historia del anillo de Policrates. En Angers existe la tradición de que fue san Maurilio quien estableció en la diócesis la festividad del Natalicio de Nuestra Señora, como consecuencia de que uno de sus fieles tuvo una visión de ángeles músicos en la noche del 8 de septiembre; pero este caso merece tan poco crédito como otras muchas de las historias que se cuentan sobre el santo obispo. El día 3 de este mismo mes de septiembre, se celebra la fiesta de otro san Maurilio, un obispo de Cahors que murió en el año de 580.
Se ha hablado de una falsificación deliberada en el escrito que, antaño, pasaba por ser la biografía auténtica de san Maurilio. Cierto diácono llamado Arcanaldo volvió a escribir, en 905, un relato anterior sobre el santo y afirmó que el original había sido escrito por Venancio Fortunato y corregido y aumentado por Gregorio de Tours. El fraude fue denunciado y expuesto por Launoy en 1649 y las discusiones sobre el particular se encontrarán en el Acta Sanctorum, sept. vol. IV. La biografía auténtica, escrita por Magnobodus cerca del año 620, fue editada parcialmente por R. B. Krusch cuando escribió sobre Venancio en Monumenta Germaniae Historica, Auctores Antiquissimi, vol. IV, parte 2, pp. 84-101. Ver también Analecta Bollandiana, vol. XVIII (1899), pp. 417-421 y a J. Levron, Les saints du pays angevin (1943), pp. 53-64.