La autoría de los textos antiguos, y en especial de los textos bíblicos, se rige por una comprensión de las cosas tan distinta a la nuestra moderna, que es realmente difícil meterse en ese mundo mental. Simplificando un poco, podría decirse que son obras donde la comunidad está más presente en el proceso que lo que nosotros entendemos que debe serlo en la práctica literaria actual. En particular, a los Evangelios casi no deberíamos ponerles un nombre de autor individual, porque son libros esencialmente «de» la Iglesia, en todos los sentidos que podamos darle a ese «de»: la Iglesia, con sus recuerdos colectivos e individuales de Jesús, con su vivencia de la fe, con sus celebraciones y oración, está en el inicio del proceso de escritura; está en medio en la circulación que los textos parciales van teniendo por las distintas comunidades, lo que hace que luego esos fragmentos se combinen de distintas maneras; y está al final del proceso recibiendo la obra y aceptándola (libros canónicos) o rechazándola (apócrifos) como expresión adecuada de su fe.
Sin embargo, ya desde comienzos del siglo II se recogían tradiciones provenientes del siglo I que llamaban a tal escrito «de Marcos», o «de Lucas», o «de Pablo», etc. Si aceptamos esa mayor flexibilidad de la noción de «autor» que permite, por ejemplo, que una obra haya recibido sucesivas redacciones dentro de la misma Iglesia, es útil remitir a esos nombres, que expresan más bien modos de entender la tradición concreta -con sus características personales y sus límites y grandezas humanas- que está tras cada texto de la Iglesia. Así, conocemos el nombre de Marcos como autor del evangelio por Papías de Hierápolis, quien dice haber recibido esa tradición directamente de labios de Juan el Presbítero, un personaje apostólico, autor de dos cartas del NT y que a veces, por homonimia, se lo identifica con Juan apóstol. De este testimonio de Papías, escueto pero interesante como veremos, surgen todos los demás, posteriores. Dice Papías, citado por Eusebio de Cesarea en su Historia Eclesiástica:
«y el Prebítero decía lo siguiente: Marcos, que fue intérprete de Pedro, escribió con exactitud todo lo que recordaba, pero no en orden de lo que el Señor dijo e hizo. Porque él no oyó ni siguió personalmente al Señor, sino, como dije, después a Pedro. Éste llevaba a cabo sus enseñanzas de acuerdo con las necesidades, pero no como quien va ordenando las palabras del Señor, más de modo que Marcos no se equivocó en absoluto cuando escribía ciertas cosas como las tenía en su memoria. Porque todo su empeño lo puso en no olvidar nada de lo que escuchó y en no escribir nada falso» (Papías, citado por Eusebio, Hist. Ecl. III,39).
También Eusebio nos trae otro testimonio de la autoría de Marcos; en realidad no se trata de un testimonio independiente, sino de una reelaboración de la cita de Papías hecha por el propio Eusebio, pero que muestra muy bien esta implicación de la comunidad creyente en la autoría, tal como señalé más arriba:
«la luz de la religión de Pedro resplandeció de tal modo en la mente de sus oyentes, que no se contentaban con escucharle una sola vez, ni con la enseñanza oral de la predicación divina, sino que suplicaban de todas maneras posibles a Marcos (quien se cree que escribió el Evangelio y era compañero de Pedro), e insistían para que por escrito les dejara un recuerdo de la enseñanza que habían recibido de palabra, y no le dejaron tranquilo hasta que hubo terminado; por ello vinieron a ser los responsables del texto llamado 'Evangelio según Marcos'.» (Hist. Ecl. II,15)
Eusebio está hablando en ese contexto de la comunidad de Roma, y efectivamente todos los indicios apuntan a que el Evangelio de Marcos está vinculado a la comunidad juedocristiana de Roma, con una muy escasa vinculación con las tradiciones más palestinenses, que nosotros identificamos con exclusivaidad con el judaísmo: Marcos trata de escribir de manera «universal», resaltando que el mensaje de Jesús no es sólo para judíos: acude a poco trasfondo rabínico (aunque tampoco es cierto que no haya ninguno, como se ha llegado a afirmar), traduce las expresiones arameas para que sean comprensibles por su público, e incluso todo su evangelio gira en torno a dos confesiones de fe: la de un judío, Pedro, en 8,29 («tú eres el Cristo»), y la de un pagano, el centurión, en 15,39 («Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios»).
Fue el de Marcos por muchos siglos un evangelio «ninguneado»; incluso ocupa un segundo lugar en orden, cuando debería ser el primero, ya que es con toda seguridad anterior a Mateo; hasta la reforma litúrgica del Conclio Vaticano II, casi no se leía en la liturgia. La razón es que las ideas armonizadoras del siglo II, que querían mostrar entre otras cosas que no había sino un Evangelio tras los cuatro evangelios, trataron a Marcos como un mero resumen de Mateo, como si se hubiera limitado a extraer partes de Mateo y ponerlas, como dice Papías, sin ningún orden... Lo cierto es que el Evangelio de Marcos es una obra original y preciosa. Es verdad que prácticamente no tiene material exclusivo de él, sino que todo lo que está en Marcos está también o en Mateo, o en Lucas, o en los dos, pero tiene una comprensión propia de Jesús, y tiene un modo propio de organizar el material, de gran profundidad catequética. De un catequista no diríamos que es bueno porque dice de Jesús cosas que los demás no dicen, sino porque las dice de modo que a través de sus palabras su público llega verdaderamente a la realidad de Jesús; y eso es Marcos: un gran catequista, lleno de relatos muy vivaces, con imágenes inmediatas, que hablan al corazón.
Todo parece indicar que su evangelio fue escrito hacia el año 65; posiblemente ha sufrido algunas reelaboraciones (cosa que, por lo demás, es común a todos los escritos bíblicos), en particular en el final, que muestra las huellas de un proceso editorial complejo. El profesor O'Callaghan descubrió, hace varias décadas, un fragmento de papiro en el Mar Muerto (el 7Q5) de 3 X 2 cm aprox., que parece corresponder a Marcos 6,52-53. Es muy difícil entender qué hace un fragmento del Nuevo Testamento, en una fecha tan temprana, en una comunidad judía como la de los esenios del Mar Muerto, pero si la identificación, y sobre todo la datación hacia el año 55, son correctas, confirmaría lo que en general sabemos de los escritos bíblicos: que son el resultado no de un acto puntual de escritura, sino de un largo proceso de elaboración, donde lo original no está en la creación desde cero, sino en haber sabido «concentrar» narrativamente tradiciones muchas veces provenientes de lugares dispares.
Nada más se sabe sobre Marcos. Desde la antigüedad se lo identifica con el Marcos que menciona 1 Pedro 5:13 «Os saluda la [iglesia] que está en Babilonia [es decir: Roma], elegida como vosotros, así como mi hijo Marcos»; también con el Juan Marcos, primo de Bernabé y compañero de Pablo que se menciona en Colosenses 4, Hechos 12, Hechos 15, etc. Identificaciones todas posiblemente ciertas, aunque no nos agregan un mayor conocimiento sobre el personaje que lo que podemos imaginar a la vista de su principal aportación a la vida de la Iglesia: la redacción del evangelio que lleva su nombre. En Marcos 14,50-52, en el contexto del prendimeinto de Jesús, se dice que « ...abandonándole huyeron todos. Un joven le seguía cubierto sólo de un lienzo; y le detienen. Pero él, dejando el lienzo, escapó desnudo.» Es el único versículo del Evangelio que es propio de Marcos y no se encuentra en los otros dos sinópticos; en época moderna se ha querido identificar al joven que huye con el propio Marcos, pero hay que decir que esa fantasía carece de toda base y de cualquier relación con una necesidad literaria interna al texto.
Una tradición que se remonta a Ireneo de Lyon hace de Marcos el evangelizador de Alejandría de Egipto. Eusebio se hace eco de ella (Hist. Ecl. II,16), y la tradición posterior lo ha afirmado con tal certeza, que incluso en el día de hoy, 25 de abril, en el Martirologio celebramos también a san Aniano de Alejandría, de quien el propio Eusebio señala que fue el primer sucesor de Marcos en esa sede egipcia. Pero no hay más base para afirmar esa presencia de Marcos en Alejandría que esas imprecisas tradiciones, difíciles de compaginar con su papel al lado de Pedro en Roma.
Las reliquias del santo están indisolublemente ligadas a la vida de Venecia, ciudad de la que es patrono, y en cuya catedral descansan los restos, traídos a Occidente por mercaderes venecianos en el 828, desde Alejandria, donde supuestamente reposaban. En el 832 se comenzó la constucción de la imponente catedral de Venecia, varias veces reformada, pero donde el símbolo del león alado, propio de san Marcos -siguiendo la tradición apocalíptica de identificar a cada evangelista con un «viviente», Ap 4,7- resultó con el tiempo símbolo de la propia y espléndida ciudad.
Bibliografía: admás de la Historia Eclesiástica del propio Eusebio, nuestro testimonio más directo en este tema y que siempre es un placer visitar, puede leerse sobre Marcos en cualquier introducción actual al Evangelio, como puede ser el «Comentario Bíblico San Jeronimo», tomo III, o el Cuaderno bíblico Verbo Divino nº 15, o incluso el prólogo al evangelio de cualquier edición actual de la Biblia (Jerusalén, Peregrino, etc.), por mencionar sólo obras fáciles de hallar; en todas ellas se encontrará, mejor o peor dicho, aproximadamente los señalado aquí. Quien desee introducirse en la cuestión de la estructura y teología de este evangelio, puede ayudarse con mi escrito «El prólogo del Evangelio según San Marcos», en las Publicaciones de ETF. Un relato más completo -y como siempre muy documentado- sobre el traslado de las reliquias puede leerse en el artículo de Antonio Borrelli en Santi e Beati.
Imágenes: panel derecho de «Los cuatro santos varones» de Albrecht Dürer, óleo sobre madera de 1526 (2,15 X 0,76 m), que muestra a san Pablo en primer plano, y a san Marcos mirándole. La siguiente imagen es una Iluminación sobre pergamino, de un evangelario de 1150-1200, realizado por un miniaturista flamenco anónimo, que se encuentra en la actualidad en la Koninklijke Bibliotheek de La Haya; Marcos es habitualmente reconocible por el león.