Nació en Guadalajara, Jalisco, el 20 de diciembre de 1866. Se distinguió por ser amable y bondadoso con todos, comunicativo y sencillo, desprendido y generoso. Sus muchas habilidades las puso al servicio del prójimo; emprendedor y caritativo, llegó a regalar incluso la camisa que llevaba puesta a quien la necesitaba. Don Julio, enseñó a sus feligreses el oficio de la sastrería y él mismo confeccionaba prendas a los pobres. Su familia, encabezada por Atanasio Álvarez y Dolores Mendoza, carecía de recursos económicos, sin embargo la generosidad de unos bienhechores y la aplicación de Julio en los estudios, le permitieron formarse con suficiencia en un colegio de estudios superiores, antes de ingresar, en 1880, al Seminario Conciliar de Guadalajara.
Su arzobispo, don Pedro Loza y Pardavé, lo ordenó presbítero el 2 de diciembre de 1894. Una semana más tarde lo envió a su primer y único destino, la capellanía de Mechoacanejo, misma que fue elevada a Parroquia y agregada al obispado de Aguascalientes. Desde su llegada a Mechoacanejo se distinguió por su celo pastoral. Cuando debía reprender las faltas de sus fieles, lo hacía con prontitud, firmeza y siempre de la mejor manera, sin herir los sentimientos de las personas.
Cuando los obispos de México decretaron en agosto de 1926 la suspensión del culto público, el Padre Julio decidió permanecer en su Parroquia, y a partir de entonces, administró los Sacramentos a hurtadillas, oculto en ranchos. No creía ser uno de los agraciados sacerdotes que morían fusilados porque -decía- «Dios no escoje basura para el martirio». Sin embargo, el ejército federal implementó una represión extrema, luego de que muchos católicos de la región se sublevaron contra las leyes anticlericales del Gobierno, y finalmente, el 26 de marzo de 1927, a las 16:00 horas, una partida de soldados aprehendió al eclesiástico, quien junto con dos acompañantes, se dirigían al rancho El Salitre, a celebrar misa. Descubierta su identidad, inició un penoso calvario para él y sus camaradas; fueron remitidos a San Julián, Jalisco, en donde en ayunas y con las manos atadas, se le prehibió descansar sentado: o se mantenía de pie o arrodillado.
El día 30 de marzo, a las 5:15 horas, un capitán de apellido Grajeda condujo al reo al paredón:
-¿Siempre me van a matar?
-Esa es la orden que tengo.
-Bien -repuso el mártir-, ya sabía que tenían que matarme porque soy sacerdote; cumpla usted la orden, sólo le suplico que me concedan hablar tres palabras; Voy a morir inocente porque no he hecho ningún mal. Mi delito es ser Ministro de Dios. Yo les perdono a ustedes; sólo les ruego que no maten a los muchachos porque son inocentes, nada deben.
Cruzó los brazos y de los soldados recibió la descarga fatal.
El cadáver fue abandonado en un tiradero de basura, próximo al templo parroquial, hasta que los habitantes de San Julián, enterados de que habían matado a un sacerdote, procedieron a velarlo y darle sepultura. En el sitio donde lo aprehendieron se colocó una lápida y una cruz; lo mismo se hizo en el lugar del martirio. Sus restos, años más tarde, fueron trasladados a Mechoacanejo. Todos estos lugares son meta de peregrinación de numerosos fieles, atraídos por el recuerdo de la vida ejemplar y muerte edificante del santo Julio Álvarez.