San Juanicio, que había tenido una juventud muy disoluta, alcanzó después, por la penitencia, tal grado de santidad, que los griegos le llaman «el grande», y le veneran como a uno de sus monjes más ilustres. Juanicio era originario de Bitinia, donde ejerció de niño el oficio de pastor. A los diecinueve años, pasó a formar parte de la guardia militar de Constantino Coprónimo. Se dejó llevar por la tendencia de la época y, el futuro santo apoyó a los perseguidores de las sagradas imágenes, pero un monje de gran santidad le apartó de los errores de su vida disoluta, y Juanicio llevó una existencia ejemplar durante seis años. A los cuarenta de edad, abandonó el ejército y se retiró al Monte Olimpo, en Bitinia. Allí se instruyó en los rudimentos de la vida monástica, aprendió a leer, a rezar de memoria el salterio y se ejercitó en los deberes de su nuevo estado. El santo llamaba a ese proceso «la maduración del corazón». Más tarde, se retiró a la vida eremítica y llegó a ser famoso por sus dones de profecía y milagros, así como por su prudencia en la dirección de las almas. Por uno de sus milagros, devolvió la libertad a cierto número de hombres que habían caído prisioneros de los búlgaros y, con otro prodigio, expulsó a un mal espíritu que atormentaba a san Daniel de Tasión.
San Juanicio ingresó después en el monasterio de Eraste, cerca de Brusa, donde defendió celosamente la ortodoxia contra el emperador León V y otros iconoclastas. Allí estuvo en estrecha relación con los famosos santos Teodoro el Estudita y Metodio de Constantinopla. Este último, por consejos de san Juanicio, calmó a aquellos de sus discípulos que se habían dejado llevar por un celo indiscreto y exigían que se invalidasen las órdenes conferidas por los obispos iconoclastas. Juanicio le dijo a Metodio: «Son hermanos nuestros que han caído en el error. Trátalos como tales en tanto que persisten en sus faltas, pero devuélveles sus antiguas dignidades cuando se arrepientan, a no ser que se trate claramante de herejes o perseguidores». San Juanicio se encaró con gran valentía, con el emperador Teófilo, el cual, además de prohibir las sagradas imágenes, había decretado que no se honrase a los santos con ese nombre. San Juanicio profetizó que Teófilo acabaría por restaurar las imágenes en las iglesias, pero tal vaticinio no se cumplió sino hasta el reinado de Teodora, la viuda del emperador, la cual nunca había traicionado la ortodoxia. Uno de los discípulos que tuvo san Juanicio en su ancianidad, fue san Eutimio de Tesalónica. Después de muchos años de conservar la reputación del más distinguido de los ascetas y profetas de su tiempo, san Juanicio se retiró a una ermita, donde murió el 3 de noviembre de 846. Tenía entonces noventa y dos años y había visto triunfar por dos veces a la ortodoxia sobre la herejía iconoclasta que él había practicado en su juventud y a la cual se había opuesto después tan vigorosamente.
En Acta Sanctorum, nov., vol. II, los bolandistas publicaron íntegramente dos biografías griegas muy detalladas y las tradujeron al latín. Sus autores, Pedro y Sabas, eran dos monjes griegos que habían sido discípulos de san Juanicio. Según parece, la biografía de Pedro es la más antigua, pero la de Sabas está mejor escrita y es más completa, en conjunto. Acerca de la fecha de la muerte del santo, cf, Pargoire, en Echos d'Orient, vol. IV (1900), pp. 75-80.