José era el menor de los cinco hijos de Pedro Calasanz y María Gastón. Nació en 1556, en el castillo de su padre, cerca de Peralta de la Sal, en Aragón. Estudió humanidades en Estadilla, donde sus compañeros se burlaban continuamente de su virtud y de su fidelidad en el cumplimiento de sus deberes religiosos. Su padre deseaba que fuese militar; pero José tenía otros planes y logró persuadirle de que le dejase ir a estudiar en la Universidad de Lérida, donde se doctoró en leyes antes de trasladarse a Valencia. Se cuenta que salió de ahí para huír de una joven pariente suya, que le sometió a una tentación semejante a la que muchos siglos antes había sufrido otro José en la corte del faraón. En la Universidad de Alcalá prosiguió sus estudios de teología y, en 1583, fue ordenado sacerdote, a los veintiocho años de edad. Pronto se extendió la fama de la sabiduría y bondad del P. José; más tarde, el obispo de Urgel le nombró vicario general del distrito de Tremp. Tuvo ahí mucho éxito que aumentó cuando fue enviado a la región de la diócesis más próxima a los Pirineos, es decir, a Andorra, de la que el obispo de Urgel era a la vez «Pastor y Soberano», un título que conserva hasta la actualidad. Esa región solitaria e inaccesible se hallaba en un estado lamentable de decadencia moral y religiosa. San José visitó hasta el último rincón, tratando de renovar en el clero el sentido de sus responsabilidades y obligaciones. Después volvió a Tremp, donde estuvo hasta que fue nombrado vicario general de toda la diócesis. Pero desde tiempo atrás, José se sentía llamado a una tarea muy diferente. Así pues, resolvió renunciar u su oficio y beneficios, repartió su patrimonio entre sus hermanas y los pobres (guardando para sí lo necesario) y dotó varias instituciones de caridad. En 1592, salió de España con rumbo a Roma.
En la Ciudad Eterna encontró a un antiguo amigo de Alcalá, Ascanio Colonna, que era ya cardenal. El santo estuvo cinco años bajo la protección de los Colonna. Durante la peste de 1595, se distinguió por su generosidad y valor, porfiando con su amigo Camilo de Lelis por ver quién de los dos se entregaba más ardientemente al cuidado de los enfermos y moribundos. Sin embargo, José no perdía de vista el proyecto que le había movido a ir a Roma, a saber: el problema de la instrucción de los niños huérfanos y abandonados, que tan urgentemente necesitaban que alguien se ocupase de ellos. Para entonces, el santo ya se había hecho miembro de la cofradía de la Doctrina Cristiana, que tenía por finalidad instruir a los niños y a los adultos los domingos y días de fiesta. En esa forma, el P. José pudo ver con sus propios ojos la miseria e ignorancia en que vivían los niños. Pronto se convenció de que no bastaba con ofrecer un poco de instrucción una vez por semana y de que hacía falta establecer escuelas gratuitas. Empezó, pues, por persuadir a los directores de las escuelas parroquiales de que admitiesen gratuitamente a algunos alumnos pobres, pero resultaba imposible resolver el problema, sin elevar los salarios de los profesores, y el Senado Romano se negó a proporcionar fondos para ello. El santo acudió a los jesuitas y a los dominicos, pero los miembros de ambas órdenes estaban ya tan cargados de trabajo, que no podían soñar en ampliar aún más sus actividades. El P. José llegó a la conclusión de que Dios quería que él se ocupase personalmente del problema y tratase de resolverlo solo. El párroco de Santa Dorotea, Antonio Brendani, puso a disposición del santo dos habitaciones y sus propios servicios; otros dos sacerdotes se ofrecieron a colaborar en la empresa y, en noviembre de 1597, se inauguró una escuela gratuita.
Al cabo de una semana, había ya cien alumnos y el número creció rápidamente. El fundador hubo de comprometerse a pagar profesores escogidos entre los clérigos que carecían de beneficio. En 1599, San José consiguió una nueva casa para la escuela y obtuvo del cardenal Ascanio Colonna permiso para vivir en ella con los otros profesores. José actuaba como superior de la pequeña comunidad. En los dos años siguientes, el número de alumnos llegó a setecientos y, en 1602, la escuela tuvo que mudarse de nuevo a una casa más espaciosa, contigua a la iglesia de Sant'Andrea della Valle. Un día en que el P. José colgaba una campana en el patio, se cayó de la escalera y se rompió una pierna: a resultas del accidente quedó cojo y sufrió durante el resto de su vida. Clemente VIII hizo un préstamo a la escuela y los personajes de importancia empezaron a enviar a sus hijos a ella, lo cual provocó violentas críticas de parte de los profesores de las escuelas parroquiales y de algunas otras personas. Cuando las acusaciones llegaron a oídos del Pontífice, éste pidió a los cardenales Antoniani y Baronio que visitasen la escuela por sorpresa. Así se hizo y los informes de los prelados fueron tan buenos, que Clemente VIII tomó la escuela bajo su protección. La visita volvió a repetirse en circunstancias semejantes durante el pontificado de Paulo V, quien duplicó la pensión de la escuela. Pero esas dificultades no eran más que el comienzo de las persecuciones de que San José de Calasanz sería objeto durante toda su vida. No obstante, continuó el crecimiento y prosperidad de la obra. En 1611, el santo compró para la escuela un «palazzo» próximo a la iglesia de San Pantaleón. Había ya cerca de mil alumnos, entre los que se contaba cierto número de judíos, a quienes el santo abría las puertas y trataba con suma bondad. Poco a poco se inauguraron otras escuelas; en 1621, la Santa Sede aprobó la nueva congregación religiosa de enseñanza, y san José fue nombrado superior general. Las preocupaciones del superiorato no apartaron al santo de la más estricta observancia ni del cuidado de los menesterosos, de los enfermos y de todos aquellos a quienes podía prestar alguna ayuda. Por entonces, llegó a Roma con su esposa un inglés llamado Tomás Cocket, quien había quedado fuera de la ley en Inglaterra por haber abjurado del protestantismo. El santo le ayudó cuanto pudo, y el Papa, siguiendo su ejemplo, asignó una pensión a los refugiados. La congregación se extendió en los diez años siguientes en Italia y en el Imperio.
En 1630, ingresó en la congregación en Nápoles un sacerdote de unos cuarenta años de edad, llamado Mario Sozzi, quien hizo la profesión a su debido tiempo. Durante varios años, la perversa conducta de dicho sacerdote fue una rémora para sus hermanos. Habiendo conseguido cierta influencia en el Santo Oficio, el P. Sozzi se las ingenió para obtener el puesto de provincial de los Clérigos Regulares de las Escuelas Cristianas en Toscana, con poderes extraordinarios e independencia total del superior general. Su gobierno de la provincia, caprichoso y malévolo, puso en mala situación al P. José ante las autoridades romanas. No contento con ello, el P. Sozzi le denunció al Santo Oficio. El cardenal Cesarini, protector de la congregación, mandó confiscar todas las cartas y papeles del P. Sozzi para reivindicar al santo; pero entre los papeles del P. Sozzi había algunos documentos del Santo Oficio, el cual, incitado por Sozzi, le mandó arrestar y conducir por las calles de Roma como un malhechor. San José compareció ante los asesores, y sólo se salvó de la prisión gracias a la intevención del cardenal Cesarini. Pero el P. Sozzi quedó impune y siguió buscando la manera de apoderarse del gobierno de la congregación, haciendo valer que el santo estaba ya muy anciano y achacoso para gobernar. Finalmente, logró que el P. José fuese suspendido del generalato y que se nombrase un visitador apostólico que le era favorable. El P. Sozzi y el visitador se apoderaron prácticamente del mando y sometieron al fundador al trato más injusto y humillante que se pueda imaginar. El desorden que reinaba en la congregación era tal, que los súbditos leales no conseguían convencer de la verdad a las autoridades eclesiásticas.
A fines de 1643, murió el P. Sozzi y le sucedió en el gobierno el P. Cherubini, quien siguió la misma política. San José soportó esas pruebas con maravillosa paciencia, urgiendo a sus hermanos a obedecer a la autoridad «de facto». En cierta ocasión, llegó hasta ofrecer refugio al P. Cherubini, contra el que se habían rebelado los sacerdotes más jóvenes, indignados por su conducta. La Santa Sede había nombrado desde hacía algún tiempo una comisión de cardenales para estudiar el asunto y, en 1645, restituyó finalmente al santo el puesto de superior general. La noticia llenó de gozo a la mayor parte de los religiosos; pero los descontentos, apoyados por una pariente del Papa, apelaron nuevamente al Pontífice. La suerte les favoreció y, en 1646, un breve de Inocencio X redujo la Congregación de los Clérigos Regulares de las Escuelas Cristianas a la categoría de simple asociación sujeta a los obispos de las respectivas diócesis. Así, a los noventa años de edad, el santo tuvo la pena de ver desmoronarse aparentemente su obra, por autoridad de la Santa Sede, a la que tanto amaba, y de verse humillado a los ojos del mundo. Cuando se enteró de la noticia, murmuró simplemente las palabras de Job: «Dios me lo dio, Dios me lo quitó. ¡Bendito sea!»
El P. Cherubini fue encargado de la tarea de redactar las nuevas reglas y constituciones. Pero unos cuantos meses después, los auditores de la Rota comprobaron los cargos que se habían hecho contra él de malversación de fondos del Colegio Nazareno, del que era rector. El P. Cherubini salió de Roma en desgracia. Volvió al año siguiente, arrepentido del papel que había desempeñado en la conspiración contra san José y murió en brazos de éste. San José de Calasanz murió pocos meses después, el 25 de agosto de 1648 y fue sepultado en la iglesia de San Pantaleón. Tenía entonces noventa y dos años. A nadie escapa la semejanza de la vida de san José con la de san Alfonso María de Ligorio. Durante los días turbulentos de la historia de la fundación de los redentoristas, san Alfonso solía consolarse leyendo la vida de san José de Calasanz. Este último fue canonizado en 1767, seis años antes de la muerte de Alban Butler, quien sólo le consagró un breve artículo. En él le calificaba de «segundo Job, perpetuo milagro de fortaleza». El cardenal Lambertini, que más tarde fue Papa con el nombre de Benedicto XIV, empleó la misma comparación ante la Sagrada Congregación de Ritos, en 1728. El fracaso de la obra de san José fue sólo aparente. La supresión de la congregación despertó oposición y protestas en varias ciudades; en 1656, se concedió a los Clérigos Regulares de las Escuelas Cristianas la profesión de votos simples y, en 1669, se aprobó de nuevo la congregación. Los hijos de San José de Calasanz (comúnmente llamados escolapios) se hallan actualmente establecidos en varias partes del mundo.
Los biógrafos del santo han aprovechado bien los documentos de los procesos de beatificación y canonización. Tal es particularmente el caso de la biografía italiana del siglo XVIII. Probablemente, la primera biografía detallada fue la que escribió el P. Mussesti (escolapio) para información del Papa Alejandro VII, menos de veinte años después de la muerte del santo. De entonces acá, se han publicado numerosas biografías en italiano, francés, español y alemán. Citaremos entre ellas las de Timon-David (1883), Tommaseo (1898), Casanovas y Sanz (1904) , Heidenreich (1907) , Giovanozzi (1930) y Santoloci (1948) . Véase también Heimbucher, Order und Kongregationen der Kat. Kirche, vol. III, pp. 287-296; y Pastor, Geschichte der Päpste, sobre todo vol. XI, pp. 431-433.
Cuadro: Francisco de Goya y Lucientes: «La última comunión de san José de Calasanz», 1819, en la Pía Escuela de San Antón, en Madrid.