Jacobo "el confesor" es llamado muchas veces en la literatura hagiográfica "Jacobo el joven", para distinguirlo de muchos otros jacobos que pueblan las páginas de los santorales. El contexto histórico de su martirio hay que buscarlo en el largo conflicto iconoclasta que tuvo en vilo a la cristiandad oriental a lo largo de los siglos VIII y IX. El centro de ese conflicto estaba en los monasterios, ya que desde allí se expandía hacia el pueblo la veneración a las sagradas imágenes (que tienen en la liturgia oriental mucha más importancia que la que tienen en la occidental). Los monasterios eran el faro que guiaba al pueblo cristiano, pero por eso mismo también un poder que el Imperio no estaba dispuesto a permitir que le hiciera sombra. A esto se sumó que el naciente expansionismo islámico usaba el culto a las imágenes (prohibido por completo en el Islam) que se hacía en la cristiandad como una muestra de la "necesidad" de acabar con los "herejes", así que algunos emperadores vieron el desactivar ese culto una manera de evitar esa fácil excusa.
Un primer epicentro de la persecución lo tenemos a mediados del siglo VIII, tiempo de innumerables mártires y confesores, bajo el imperio de León el Isáurico. En el 787 se produce la declaración del II Concilio de Nicea, favorable a las imágenes; pero esto no acabó con la contienda (aunque dio una base de firme legitimidad a la lucha de los monasterios), sino que aun hubo que soportar otras persecuciones, como la llevada a cabo en la primera mitad del siglo IX por León el Armenio, en la que perdieron la vida como mártires, o sufrieron largamente como confesores, santos reconocidos como san Teófanes «el Cronógrafo» o san Teodoro Estudita. Entre ellos se encuentra san Jacobo «el confesor», a quien celebramos hoy.
De él no tenemos una narración completa de su vida, pero sí contamos con el encendido elogio que escribe sobre él san Teodoro Estudita apenas se entera de la muerte del monje -y cuando estaba él mismo en la cárcel-. En ese elogio, que expresa en su Epístola catalogada con el número 100, alaba a Jacobo no sólo como confesor y mártir, sino también como un monje modelo, cuya santificación comenzó mucho antes que en la muerte, y a la cual vino la santa muerte en defensa del verdadero culto, a coronar y elevar. En los menologios griegos se lo tuvo como obispo, aunque el mencionado elogio de Teodoro no menciona ese aspecto, y puesto que se trata de un testimonio muy directo, en la actualidad se ha quitado del Martirologio el carácter de obispo que se le atribuía.
Por contrapartida, se lo trata como auténtico mártir, a pesar de que en la tradición fue considerado más bien como confesor. Es verdad que la frontera entre confesor y mártir es muy difusa, y frecuentemente se mezclan unos y otros: confesor solemos llamar a quien ha sufrido por la fe pero no recibió de manera directa la muerte por ella, mientras que mártir es quien derramó su sangre en un acto último de confesión de la fe. Sin embargo, siempre ha sido difícil trazar una línea, y antes como ahora, algunos han sido catalogados de mártires, aunque su martirio fue más bien una larga agonía, u otros lo han sido de confesores, aunque es más que evidente que los sufrimientos de la cárcel o el destierro son la causa directa de su muerte.
Ver Acta Sanctorum, marzo, III, pág. 357-359, donde se reproduce in extenso el elogio de san Teodoro Estudita.