Un relato de los sufrimientos y la muerte de san Ireneo, obispo de Sirmio, se encuentra en las actas de su martirio, que aunque, no son dignas de confianza en los detalles, parecen estar basadas sin duda, en algunos auténticos hechos históricos. Sirmio, en aquel entonces la capital de Panonia, se levantaba en el lugar de la actual Mitrovica, a unos 65 kilómetros al oeste de Belgrado. San Irineo debió haber sido un hombre de elevada posición en aquel lugar, aun prescindiendo de su puesto como cabeza de esa cristiandad. Durante la persecución de Diocleciano, el santo fue encarcelado como cristiano y llevado ante Probo, gobernalor de Panonia. Cuando se le ordenó que ofreciera sacrificios a los dioses, él se rehusó diciendo: «Aquel que ofrezca sacrificios a los dioses será arrojado al fuego del infierno». El magistrado le replicó: «Los edictos del más clemente de los emperadores exigen que todos ofrezcan sacrificios a los dioses o sufran el rigor de la ley». Se dice que el santo contestó: «la ley de mi Dios me ordena sufrir todos los tormentos antes que sacrificar a los dioses». Fue llevado al patio y, mientras era torturado, se le urgió de nuevo a sacrificar, pero él permaneció firme en su resolución. Todos los parientes y amigos del obispo estaban grandemente afligidos. Su madre, su esposa y sus hijos lo rodeaban. Su esposa, bañada en lágrimas, se abrazó a su cuello y le suplicó que salvara su vida por ella misma y por sus inocentes hijos. Estos gritaban: «¡Padre, querido padre, ten piedad de nosotros y de ti mismo!», mientras su madre sollozaba y los sirvientes, vecinos y amigos llenaban la sala de la corte con sus lamentos.
El mártir se hizo insensible a estas súplicas, por temor a que pareciera que no ofrecía a Dios su integridad y su fidelidad. Repitió aquellas palabras dichas por Nuestro Señor: «Al que me negare ante los hombres, yo le negaré ante mi Padre que está en los cielos», y evitó dar una respuesta directa a las súplicas de sus amigos. Fue de nuevo confinado a la prisión, donde se le tuvo por largo tiempo, sufriendo todavía más penalidades y tormentos corporales que pretendían quebrantar sus constancia. Un segundo juicio público no produjo más efectos que el primero y, en la sentencia final se hizo saber que, por desobediencia al edicto imperial, el reo sufriría la pena de ser ahogado en el río. Se dice que Ireneo protestó de que tal muerte era indigna de la causa por la que él sufría. Suplicó que se le diera una oportunidad para probar que un cristiano, fortalecido con la fe en el único y verdadero Dios, podía enfrentarse sin desmayar a los más crueles tormentos del perseguidor. Se le concedió que fuera primero decapitado y que después, su cuerpo fuera lanzado desde el puente al río. La narración de la muerte del mártir, hecha originalmente en griego, ha sido incluida por Ruinart en su colección de «Acta Sincera».
Como ha señalado Delehaye, los documentos que Ruinart reunió bajo este encabezado, son de muy diverso valor y no se puede sostener que la «pasión» de san Irineo represente el prototipo de tales actas. Ver Delehaye, Les Légends hagiographiques (1927), pp. 114-116. El texto puede también ser leído en el Acta Sanctorum, marzo, vol. III, con el original griego impreso en el apéndice.